jueves, 10 de julio de 2014

Distopía IV: Un día en el tribunal


Despunta el día 
Como cada mañana, ya fuera lunes o domingo, el despertador comenzó a sonar a las siete menos cuarto. Juan Ramón abrió los ojos inmediatamente: un nuevo día comenzaba.

Con movimiento pausado se incorporó y se sentó en el borde de la cama, y se tomó un tiempo antes de apagar el despertador. Sabía que la estridente campana de su despertador de cuerda, a la vieja usanza, podía molestar a los vecinos, y en parte pretendía justamente eso: que supieran que él se estaba despertando. En sus declaraciones públicas se jactaba a menudo de levantarse "antes de las siete de la mañana", dejando así claro que él era un ejemplo de tesón y constancia, trabajador infatigable, enemigo incansable de la molicie y la corrupción. Y debía cuidar los detalles: cada vez tenía más relevancia pública; la sociedad, confundida y desorientada, recurría cada vez más a los Rectores en búsqueda de una solución para los problemas acuciantes del día a día, y ahora que por fin él era el Rector Maestro recaían sobre sus hombros las dos cargas más pesadas de todo el Estado: la del Consejo Rector y la del Tribunal de la Doctrina.

Hubiera querido poder decir que la carga recaía "sobre sus anchos hombros", pero no era cierto. Hombros capaces, sí, sin duda. Hombros firmes, sí, aún, a pesar de estar ya cercano a la setentena. Pero no anchos. Juan Ramón no era un hombre alto; tampoco era bajito, aunque era sensiblemente más corto de estatura que la media de su generación. Durante su juventud este hecho le había atormentado y probablemente había contribuido a forjar su carácter un poco agresivo y algo más que un poco soberbio, aunque su soberbia se veía bien respaldada por su labia profusa y su pluma rápida y acerada. Después de la carrera, Juan Ramón había destacado por sus impecables argumentos, y su trabajo posterior en el Instituto había contribuido considerablemente a construir la Doctrina que ahora era el marco rector de las relaciones de los hombres y de su misma vida. Pensar en aquellos años anteriores a la promulgación de la Doctrina le hacía sonreír. Ciertamente la mayoría de los Gobiernos de aquel entonces sentía que había una gran verdad en aquel corpus teórico y práctico que entonces se estaba forjando, pero en los momentos de debilidad, cuando comenzó la Gran Crisis, se sentían tentados de seguir otros caminos alejados, muy alejados, de la Doctrina, por populismo y, por qué no decirlo, por estupidez e incompetencia. Afortunadamente, cuando la Doctrina estuvo completa y los primeros Gobiernos empezaron a aplicarla con éxito quedó claro que era la única alternativa al caos y la anarquía. Él ya estaba en su cuarentena y era el Director del Instituto cuando una gran convención internacional declaró que la Doctrina era la única vía posible, y se armó una gran coalición para asegurar incluso con la fuerza de las armas su prevalencia en aquellos países occidentales que se habían desviado de los mandatos básicos. Fueron años duros y de mucha escasez, puesto que no siempre había suministros para mantener las tropas en el frente, y se pasó hambre; incluso el propio Juan Ramón había tenido hambre en alguna ocasión. Pero afortunadamente la Doctrina se acabó imponiendo y Occidente volvió a conocer en pocos años una prosperidad ya olvidada. Prosperidad, además, accesible a todo el mundo; a todo el mundo que por supuesto hiciera el necesario esfuerzo de abrazar la Doctrina y convertirla en su regla de vida, como así había hecho Juan Ramón tantos años atrás.

Siguiendo con su costumbre, corrió los minutos matinales de rigor en la cinta rodante. Aparte de mantenerle en forma, el ejercicio le permitía recargar un poco las baterías de níquel-cadmio. Le habían costado una pequeña fortuna, esas baterías, pero un Rector Maestro no podía permitirse nada menos. La verdad es que su calidad era insuperable. Las antiguas baterías de plomo-ácido no tenían ni de lejos su capacidad, y su secretario personal se tenía que pasar medio día corriendo para asegurar la luz nocturna en la mansión; ahora un par de horas de carrera bastaban para asegurarse llegar al día siguiente sin problemas, y aún sobraba carga. Un gran invento, las baterías de níquel-cadmio: para que luego los disidentes dijeran que no había progreso en la República Doctrinaria.

Los disidentes. Mientras ajustaba el racionador para ducharse con el agua semicaliente - otra gran invención de estos días, pensó - comenzó a pensar en la jornada de trabajo que le esperaba. En los últimos tiempos, los disidentes habían aumentado, y eso hacía que el trabajo del Tribunal de la Doctrina le quitase tiempo para el trabajo del Consejo Rector. Juan Ramón detestaba esa situación. El trabajo del Consejo Rector era muchísimo más estimulante: perfilar escenarios, diseñar políticas, emitir directivas de cumplimiento obligado en todas las Repúblicas Doctrinarias. Y sin embargo, los malditos disidentes le obligaban a convocar una y otra vez al Tribunal de la Doctrina para examinar cada caso en el que el puñetero idiota resulta ser un funcionario del Estado. Sin duda, el Consejo Rector debería emitir una directiva para eliminar esa prerrogativa y que los funcionarios fueran juzgados como el resto de los ciudadanos por los Tribunales Sumarios ordinarios; total, el resultado final era siempre el mismo, y este inútil y un tanto anticuado garantismo sólo le restaba eficiencia al Estado.

Los disidentes. Muchos, ahora, funcionarios del Estado. Gentuza con el estómago lleno, con sueldos que les permitían pagar dos raciones y media y a veces hasta tres de comida al día. Desagradecidos que nunca habían trabajado de verdad en su vida, y que se permitían criticar a la República Doctrinaria, como si ellos supieran hacerlo mejor. Cómo podía ser que no viesen que la alternativa a la Doctrina era el caos, pensó mientras se secaba. Pandilla de idiotas advenedizos: sólo pensaban en derrocar la República para ocupar ellos los cargos de privilegio, aunque así la sociedad se hundiera en el fango y la destrucción. Afortunadamente, Juan Ramón estaba allí y no se lo iba a permitir.

Encontró su ropa en el galán. Como cada lunes su secretario la había lavado; a Juan Ramón le encantaba ese olor a ropa limpia que desgraciadamente se perdía tan rápidamente a lo largo de la semana, a pesar de que Juan Ramón se esforzaba en no hacer esfuerzos ni exaltarse para no sudar. En parte este pequeño inconveniente con la ropa era positivo, pues le había enseñado a tener baja reactividad, incluso en momentos en los que la actitud ofensiva y desafiante de la persona juzgada, ya sabiéndose perdida, era evidente. De todos modos, no era nada cómodo llevar la camisa, la americana y la impecablemente anudada corbata durante todo el día, y menos en los cálidos días de otoño, invierno y primavera (en verano el Tribunal de la Doctrina suspendía sus sesiones, cosa que Juan Ramón sinceramente agradecía, y los disidentes presos se pudrían en sus jaulas; por suerte, muchos no sobrevivían a la época estival).

Su secretario le había preparado una sorpresa para el desayuno de aquella mañana: un vaso de leche - y nada menos que de vaca - y una manzana. Juan Ramón le felicitó personalmente, puesto que no era fácil encontrar esos manjares y menos con el presupuesto que estrictamente Juan Ramón le asignaba a tal menester; el secretario sonrió halagado. A pesar de su relativa juventud, el secretario era un digno acólito de la Doctrina, y sabía administrar con sabiduría y prudencia la hacienda, aprovechando de manera óptima sus talentos y negociando con tiento con los mercaderes. La verdad es que Juan Ramon no pudo haberlo escogido mejor; mientras saboreaba con deleite el corazón de la fruta pensó que había llegado al súmmum de su carrera: estaba en la cima del mundo.



El Tribunal
Acabado el desayuno y tras un vistazo rápido a la prensa - la recuperación del país iba viento en popa, a pesar de algunos desafortunados incidentes en Levante y en el Sur; la nueva moda proveniente de París arrasaba entre la juventud bien del país... - Juan Ramón se despidió de su secretario hasta la noche y se encaminó al tribunal. Cuando atravesó la inmensa puerta de vidrio y metal dorado media docena de Rectores estaban esperándole. Juan Ramón los consideraba zafios y mediocres, pero su servilidad inquebrantable convenía mucho a sus fines, como cuando hacía unos meses había conseguido por fin ser el Rector Maestro. Bien es cierto que al ser el cargo de Rector Maestro vitalicio ya no tenía
necesidad de cultivar tan incómodas relaciones, pero el Tribunal era un campo minado y nunca sobraba tener algunos amigos en un lugar donde enemigos no te faltaban.

- Los casos de hoy son complicados - le dijo rápidamente uno de los Rectores, con aire preocupado - puesto que son gente de calidad las que hoy juzgaremos. Tenemos la hija de un Tribuno, el cuñado de un Procurador y... - Juan Ramón arqueó la ceja, al ver que la frase quedaba en suspenso un segundo más de lo esperado - ... y el hijo de un Rector.


El Rector Maestro (en el tribunal nadie osaría llamarle Juan Ramón) miró despectivamente al Rector y le espetó secamente:


- La Doctrina no entiende de condición; quien disiente es un disidente, venga de donde venga. Si no sabemos juzgar la disidencia como se merece, la Doctrina perderá su fuerza y el mundo se sumirá de nuevo en el caos - y añadió con un tono gélido y venenoso - ¿Es eso lo que quiere, señor Rector?

El Rector palideció y musitó "No, no, por supuesto que no". Si la disidencia estaba muy mal vista y penada severamente por la ley, la disidencia de los altas magistraturas del Estado se consideraba un pecado imperdonable, una veleidad inadmisible; y cualquier Rector se estremecería ante el temor de que le tomaran por un disidente, incluso de que se pusiera en duda por lo más mínimo su compromiso con la causa de la Doctrina.


El Rector Maestro avanzó rápidamente pero sin apresurarse por los amplios pasillos mientras un adjunto le proporcionaba las carpetas con la documentación de los tres casos que tenían que visar, juzgar y dictar sentencia ese mismo día. Hacía algunos años todavía se separaba el procesamiento de la vista y la vista de la sentencia, pero dado el volumen de casos que se hizo necesario juzgar, incluso en el Alto Tribunal de la Doctrina, fue preciso simplificar trámites y agilizar todo el proceso. También hacía años el Rector Maestro, en tanto que que Presidente del Tribunal, estudiaba y conocía los casos mucho antes de que llegaran a la vista, pero en la actualidad tampoco eso era practicable, y simplemente contaba con los pocos minutos en el pasillo de camino a la sala de vistas para familiarizarse con los casos. En todo caso, los adjuntos hacían muy buen trabajo preparando el material necesario, documentando debidamente los fundamentos de derecho y la necesaria jurisprudencia. Los adjuntos también preparaban la documentación de la defensa, ya que en aras de la rapidez y eficacia los juicios no tenían fiscal ni abogado defensor: el Tribunal conjuntamente asumía todos los papeles. Ni siquiera se reunían con los reos para preparar la defensa; se había dictaminado hace años que eso podía ayudar a los acusados a falsear la verdad de su caso buscando resquicios legales, y una resolución ejecutiva del Consejo Rector había prohibido todo contacto entre adjuntos y acusados.


Todo el mundo se puso en pie, incluyendo los Rectores ya presentes, al ver llegar a su Presidente, el Rector Maestro. Éste dedicó una mirada asertiva, condescendiente, a los otros Rectores, y una breve mirada de contenido desprecio al banquillo de los acusados donde se sentaban los tres funcionarios, los tres infelices, los próximos tres condenados.


Tras tomar todos asientos al mismo gesto del Rector Maestro, los miembros del Tribunal comenzaron a examinar la documentación de las personas a las que aquel mismo día tenían que procesar, tomar testimonio y condenar. El procedimiento no estaba exento de complejidades que había que seguir escrupulosamente, pero para no hacer demasiado farragoso este relato omitiré el larguísimo prólogo cargado de referencias jurisprudentes con el que el Rector encargado de hacer de Relator de cada caso hacía su presentación al Alto Tribunal, así como todas las preguntas y acotaciones técnicas que se sucedían a varios estadios de la toma de declaración, y me limitaré al interrogatorio central de cada acusado, que siguiendo la norma era dirigido por el propio Rector Maestro.

Tres personas para juzgar, una mujer y dos hombres. El Rector Maestro decidió ir de menos a más; tomó la carpeta más ligera y pronunció el nombre de la primera acusada, iniciando todo el procedimiento.
 
La Meteoróloga

- Diga en voz alta y clara su nombre - ordenó con voz inexpresiva el Rector Maestro.

- Me llamo Teresa - dijo con la voz ligeramente quebrada una mujer menuda y con los ojos nerviosos - Teresa Arroyo Lozano.

El Rector Maestro alzó brevemente la mirada; "será una broma", pensó. Pero no, aquél era realmente el nombre de aquella mujercilla, y a nadie pareció extrañar, así que prosiguió.

- Diga cuál es su profesión - dijo, con un tono neutro.

- Soy funcionaria, meteoróloga del Instituto Nacional de Meteorología y Productividad Medioambiental - respondió la Sra. Arroyo, de esa manera casi automática y rutinaria con la que se responde a una pregunta mil veces formulada.

- Enuncie Vd. la discrepancia con la Doctrina que le ha llevado a este Tribunal, tal y como le fue formulada en el pliego de cargos que le fue entregado en el momento de su detención.

La Sra. Arroyo adoptó una mirada defensiva y suplicante, y frotándose con fuerza las manos dijo:

- Yo, señor... Su Ilustrísima... si me lo permite, yo no tengo una discrepancia doctrinal realmente, es un malentendido, yo sólo presenté un informe y...

- Sra. Arroyo, es mi único y último aviso y tiene suerte de que esté de buen humor; la próxima vez le impondré un agravamiento de condena por desacato - la interrumpió el Rector Maestro con brusquedad - Aténgase a la pregunta y enuncie la discrepancia con la Doctrina.

Los ojos de la Sra. Arroyo brillaban de las lágrimas que se esforzaba en contener, y con un hilo de voz que parecía enredarse en sus cuerdas vocales enunció la discrepancia doctrinal que se le reprochaba:

- He afirmado que el Medio Ambiente del planeta, y en particular su clima, está cambiando y no para mejorar - dijo por fin.

Un murmullo de desaprobación recorrió la sala donde algunas de las personas más importantes de la sociedad republicana y sus consortes se habían congregado para asistir a esta suerte de linchamiento civilizado del disidente. Mientras, el Rector Maestro asentía ligeramente con la cabeza e iba tomando anotaciones en su cuaderno de sesiones.

- ¿Qué tiene que decir en su descargo? - dijo el Rector Maestro, dejando escapar con la última palabra un poco más de aire de la cuenta, como un suspiro hastiado que anticipaba la retahíla de excusas que serían pronunciadas tras esta pregunta, y que igualmente serían inútiles para cambiar el curso de los acontecimientos salvo en raras ocasiones.

- Señor... Su Ilustrísima - realmente la Sra. Arroyo era desmañada, olvidando siempre el tratamiento debido a un Rector - en realidad yo sólo hice lo que me mandaron, lo que me ordenó mi superior...

- Sí, el Sr. Mazo - le dijo el Rector Maestro - justamente mañana tenemos su vista.

- ... sí, lo sé - añadió nerviosa la Sra. Arrojo, mientras retorcía entre sus manos la tela de su falda - pero a él se lo pidió el Jefe de Departamento, y a éste el Director del Instituto...

- Pare ya, Sra. Arroyo - ordenó imperativo el Rector Acólito, el cual se sentaba a la derecha del Rector Maestro - a este paso va Vd. a culpar al Presidente de la República, al Rector Maestro y a la Congregación para la Preservación de la Doctrina - dijo sonriendo, y se oyeron fuertes risotadas en el público - Como sabe, cada uno somos plenamente responsables de nuestros actos, y nunca debemos interpretar que las intenciones de nuestros superiores son contrarias a la Doctrina.

- Lo sé, Sr. Rector, y pido perdón si mis palabras se han podido malinterpretar; el error es mío y sólo mío, por supuesto - dijo la meteórologa, bajando los ojos con humildad.

- ¿Quiere añadir algo más? - dijo el Rector Maestro, apretando los labios.

- Sí.... - dijo, dubitativa la meteoróloga, y pensando muy bien sus palabras comenzó su alegato - El encargo que recibí fue el de coordinar un estudio para analizar las mejoras en productividad agrícola gracias a la mejora del clima con el incremento del CO2 atmosférico, la mayor pluviometría y las temperaturas más templadas que hemos ido experimentando en las últimas décadas. Así que me puse al frente de un equipo de peritos agrónomos, historiadores y meteorólogos y compilamos información histórica, aunque no sólo desde el tiempo de la instauración de la República Doctrinaria, sino de unas seis décadas aproximadamente, es decir, desde finales del siglo XX.

Hubo un ligero rumor de incomodidad entre los miembros del Tribunal; la Sra. Arroyo comprendió que no debía dar tantos detalles e ir más al punto central de su alegato. 

- En resumen: nuestros resultados, contrastados con los datos históricos, muestran claramente un aumento de productividad durante los casi 20 años que han pasado desde la instauración de la República Doctrinaria, con un gran aumento en el segundo año de la República de casi el 10%, y un aumento medio durante todo ese período de un considerable 0,5% anual. Sin embargo - carraspeó, al sentir la mirada severa e implacable del Rector Maestro - al comparar con registros anteriores se constata que la productividad pre-Doctrinaria era muy superior. ¡No digo que tal cosa sea cierta! - se apresuró a añadir - simplemente que los datos históricos parecen mostrar esto, aunque - prosiguió, sin mucha convicción en sus palabras - los datos históricos son de una calidad dudosa, porque a pesar de ser reproducidos fielmente en muchas publicaciones, hablan de una cantidad de estaciones de medida (por ejemplo, varios miles de estaciones meteorológicas sólo en España) que es completamente inverosímil y que hace pensar que una parte de estos datos son inventados; también, los inventarios de grano cereal parecen inflados, con datos detalladísimos de la producción no ya por provincia, sino incluso por comarca, cosa inverosímil puesto que implicaría un despliegue de medios sólo para censarlo que es completamente imposible con los medios de hoy en día, que son muy superiores a los de la época pre-Doctrinaria.

La meteoróloga se tuvo que esforzar para parecer convincente, para contener la rabia que bullía en su interior. Sabía que estaba diciendo una sarta de mentiras, que los datos de antes de la proclamación de la República Doctrinaria eran mucho mejores. Su padre, antes de ser Tribuno, había sido meteorólogo, uno de los mejores en el antiguo Reino de España, y le había transmitido a su hija su amor por la profesión. Ella sabía que antes había no sólo miles de estaciones meteorológicas repartidas por un territorio encima de mayor extensión, sino que había grandes ordenadores para ejecutar modelos numéricos de previsión meteorológica e incluso satélites que sacaban instantáneas a escala sinóptica y las transmitían con minutos de diferencia. Y suponía que los censos agrarios también debían ser mejores entonces. Intentó apartar todos esos pensamientos que la airaban y acabó su alegato.

- Mi conclusión es que los datos del estudio anteriores a la República Doctrinaria son erróneos y que por tanto no se pueden sacar conclusiones para ese período; así está reflejado en el informe y así lo he afirmado en todo momento.

- Pero sin embargo su informe recoge no sólo esos datos que Vd. misma declara erróneos, sino que extrae tendencias a partir de ellos y da a entender que nuestra productividad es inferior a la de aquellos tiempos bárbaros - el que ahora hablaba era el Rector Acólito - Así que a pesar de que en su conclusión insiste en que los datos son erróneos la conclusión está ahí para quien quiera verla, para alentar a la disidencia en la Doctrina.

- Pero, su Ilustrísima - repuso ella - los datos están recogidos por un exceso de celo de los compiladores, que querían demostrar que el trabajo se había hecho. Piense que el encargo explícito fue el de examinar los últimos 60 años...

- Vd. tenía la responsabilidad de moderar el informe y separar convenientemente lo espurio de lo importante - de nuevo la voz del Rector Maestro se oyó, tajante - y no lo hizo. Está bien; ya hemos oído bastante. Este Tribunal ha tenido tiempo de deliberar sobre su caso - lo cual era falso; nunca ya lo tenían, pero era igual, porque el Tribunal secundaba sin fisuras la sentencia que el Rector Maestro redactaba a vuelapluma mientras hablaba  - y ya ha llegado a una sentencia, que ahora escuchará.

Teresa tragó sonoramente, temblando de arriba a abajo. Si su padre aún estuviera vivo quizá hubiera podido interceder delante del Rector Maestro, pero ahora... Cerró los ojos y pensó en su marido y en sus dos hijas.

- Doña Teresa Arroyo Lozano - la voz del Rector Maestro era grave e inexpresiva, un poco engolada, como le gustaba representar un tanto teatralmente  - este tribunal la ha encontrado culpable de la falta de diligencia en el trabajo que le ha encomendado la Administración estatal, pero no de los delitos de disidencia a la Doctrina y de apología de la sedición - Teresa suspiró aliviada; los amigos de su padre, seguramente, habían conseguido rebajar la pena - Por lo tanto, este Tribunal debe condenarla y la condena a la pérdida de por vida de su condición de funcionaria de la República, sin que pueda jamás recuperarla, y a la prohibición de trabajar en cualquier tarea que tenga que ver con la Meteorología.

- Pero, Señor, su Ilustrísima... - casi gritó Teresa - ¿y qué va a ser de mis hijas? Mi marido está en el... - evito decir "paro", que era palabra de mal tono y casi considerada disidente en la República Doctrinaria - ... no ha sido suficientemente diligente en encontrar trabajo - ésa era la expresión aceptable y doctrinariamente adecuada - y con mi sueldo actual de Jefa de Sección apenas podemos alimentar a nuestras dos hijas...

- Es el fruto inevitable de su negligencia, señora - el Rector Maestro casi reía internamente, en su crueldad - ¿quiere que se revise su sentencia?

Ella hizo que no con la cabeza. Una revisión de sentencia era un proceso carísimo, que sólo podría costearse si los amigos de su padre se la financiaban, y que casi siempre acababa en un agravamiento de la sentencia anterior - a no ser que el recurrente invirtiera todavía más dinero en los convenientes "favores a precio de mercado". Era imposible y Teresa arrojó la toalla.

- Eso pensaba - continuó el Rector Maestro - La sentencia tiene plena vigencia a partir de este mismo minuto. Su caso está sentenciado; ya puede marchar, señora.

Teresa se fue lentamente, arrastrando los pies, en un largo camino de vuelta a casa y de llegada a la miseria y la desesperación, mientras el Rector Maestro abría la siguiente carpeta y llamaba al siguiente reo.

El Geólogo


Arropándose de toda la solemnidad de la que era capaz, alzó la vista de sus papeles y por fin miró al acusado. Era un hombre joven, de poco más de veinte años. Sus ropas parecían harapos, llevaba el cabello revuelto y sucio, y no era muy alto. Juan Ramón se sonrió: los hombres de las nuevas generaciones ya no eran tan altos como los de la suya. Sin duda, la talla gigante de su tiempo había sido otra muestra más de la degeneración de aquellos años: ¿qué sentido tiene para un hombre medir más de un metro con setenta centímetros? La Biología, también, se sometía a los dictados de la Doctrina, demostrando el poder absoluto de la misma.

- Diga en voz alta y clara su nombre - ordenó con voz inexpresiva el Rector Maestro.

- Me llamo Joseph - dijo el hombre, con cierto acento francés - Joseph Martin.

- Joseph Martin Expósito - le corrigió el Rector Acólito, y Joseph asintió brevemente. Al ser extranjero sólo tenía un apellido, cosa inaceptable en la República, así que se obligaba a los extranjeros que por razón de los convenios de colaboración entre las diferentes Repúblicas Occidentales tenían derecho de trabajar aquí a adoptar un segundo apellido, que según la práctica habitual de los hijos de los que sólo se conocía la madre era "Expósito"; al menos los extranjeros usaban este comodín como segundo apellido. En todo caso, dado el gran desempleo - oficialmente no reconocido - los extranjeros eran vistos con malos ojos por la población y así era costumbre decir que todos los expósitos eran hijos de mala madre (por no decir algo peor).

- Diga cuál es su profesión - repitió mecánicamente el Rector Maestro, con un tono neutro.

- Soy funcionario, geólogo del Instituto Nacional de Geología y Recursos Naturales Ilimitados - respondió el Sr. Martin, con poco convencimiento y un poco intimidado

- Enuncie Vd. la discrepancia con la Doctrina que le ha llevado a este Tribunal, tal y como le fue formulada en el pliego de cargos que le fue entregado en el momento de su detención.

El Sr. Martin parecía no estar en ese momento y ese lugar, su mirada estaba un tanto perdida. Tras unos segundos en los que parecía que no había entendido la pregunta dijo de un tirón.

- Mi informe sobre la evaluación de algunos recursos minerales estratégicos propios y pignorados de la República muestra que las reservas son cada vez menores y que las tasas de declive son irreversibles.

Esta vez el murmullo de la sala fue mucho más ruidoso; chocaba no tanto lo grosero de la discrepancia con la Doctrina como la firmeza y seguridad con la que el cuñado del Procurador la había enunciado.

El Rector Maestro repasaba la carpeta y con un gesto discreto apartó su sobre; los otros miembros del Tribunal ya habían retirado los suyos. Los años de experiencia le permitían sopesar al tacto en cuánto valoraba el Procurador el favor que le pedía, y no era en poco. Sonrió satisfecho: seguramente al día siguiente también podría permitirse beber leche. Una nota en la carpeta le avisaba que era conveniente no dejar hablar al Sr. Martin porque su formación cartesiana le podía llevar a enunciar de manera demasiado directa algunas verdades simples que, desgraciadamente, supondrían su condena a muerte, y dado el precio que el Procurador - un hombre de Estado, fuera éste el que fuera- estaba dispuesto a pagar no era cuestión de complicar las cosas. La hermana del Sr. Martin debía quererle mucho.

- Señor Martin - dijo el Rector Maestro - he leído su informe y he comprobado que ha sido cuidadoso en no contradecir la Doctrina - El geólogo le miraba confundido; estaba claro que, al contrario, el informe mostraba el declive inevitable de la producción de las materias primas y que éstas no eran infinitas, a pesar de lo que la Doctrina de los hombres quisiera decir sobre ello. 

El Rector Maestro sonrió y prosiguió: - Sin embargo, lo que muestra su informe es que Vd. no ha sido lo suficientemente diligente en la búsqueda de los recursos que, como todos sabemos y la Doctrina nos enseña, son ilimitados; acceder a ellos es simplemente una cuestión de precio y de esfuerzo. Por tanto, lo único limitado hasta ahora es el esfuerzo que Vd. ha puesto en su empeño, cosa que sin duda Vd. corregirá en el futuro. - el geólogo asentía despacio, como moviéndose en medio de un sueño - Así pues, este Tribunal le absuelve de todos los cargos. Así mismo, emite una Recomendación Ejecutiva al Instituto Nacional de Geología y Recursos Naturales Ilimitados para su inmediato traslado a las Nuevas Áreas Geológicas, donde su conocimiento encontrará un mejor desempeño.

Al oír estas palabras Joseph reaccionó por fin, como si hasta ese momento se hubiera mantenido en un estado de equilibrio narcótico, sin saber si mantener la esperanza o hundirse en la desesperación, hasta conocer lo que aquel venal y corrupto Tribunal tuviera a bien decidir sobre su futuro. Pero ahora ya sabía qué le esperaba. No le echaban de la función pública al paro y la miseria, y en ese sentido se sentía afortunado. Sin embargo, podía despedirse de su casa y sus amigos (una Recomendación Ejecutiva era un eufemismo para "Orden de obligado complimiento). Las Nuevas Áreas Geológicas estaban situadas en lo que antaño había sido el Ártico, cuyas inmensas riquezas - en realidad no tantas, él lo sabía bien de muchos estudios que había leído- habían sido repartidas entre las Repúblicas Occidentales al acabar la Guerra. La vida en la región ártica era muy dura, con vientos huracanados semipermanentes y seis meses de oscuridad, que se tenían que capear con precarios medios en alta mar, sin tocar tierra firme durante meses, y eso por no hablar de los accidentes en las explotaciones. Como consuelo, la paga era el doble que una paga en tierra firme, la vida era menos cara en el buque porque los suministros estaban subvencionados y tampoco tenías mucho en qué gastarlo, y se tenía derecho a un mes de libranza al año. Quizá dentro de diez años podría pedir una reubicación en la República y con la pequeña fortuna que tendría atesorada podría aspirar a ser Procurador como su cuñado. Había salido bien librado y por fin dejó salir, en un sonoro suspiro, todo el aire que parecía que hacía días que tenía dentro, mientras un alguacil le conducía a la salida.

Quedaba el último de los reos, el más difícil, el más polémico. Juan Ramón, el Rector Maestro, comenzó a examinar la carpeta, más abultada por papeles y billetes que las anteriores.


El Historiador


El último funcionario del día. El último ganapanes, teorizador de la nada, ensuciador de mentes, pensó el Rector Maestro, sin reparar que, al trabajar para el Estado, en cierto modo él también era un funcionario. Pero no lo era: los Rectores tenían un estatus especial, con contratos de tipo laboral aunque en la práctica eran vitalicios. También eran diferentes de los funcionarios a los que despreciaban en cuanto al sueldo, que era como mínimo diez veces superior. Y sobre todo por su poder.

Abrió la carpeta y empezó a leer, mientras maquinalmente separaba el abultadísimo sobre, en esta ocasión sin gran disimulo - por otra parte imposible dado el tamaño del mismo. Su ceño se frunció severo al leer algunas frases y, de repente, notó en el antebrazo la presión de la mano del Rector Acólito. Le miró sorprendido: los Rectores no eran propensos a las familiaridades. Sus ojos se volvieron al apellido del funcionario que debían juzgar. Por supuesto, era el hijo de un Rector. Del Rector Acólito, de hecho. Los billetes que seguía manoseando inconscientemente con la mano izquierda venían directamente del bolsillo del pobre desgraciado que tenía a su derecha y que aspiraba a sustituirle algún día.

El hijo de su compañero estaba de pie, serio y desafiante, delante del estrado de los Rectores. Era un hombre alto y en buena forma física, lo cual suscitó de inmediato la antipatía en el Rector Maestro. Vestía con corrección, sobrio pero de alguna manera elegante aunque no llevaba traje; quizá por eso sudaba menos, con su camisa fina de algodón claro. Mientras le miraba allí, erguido, tan fresco y airoso, el Rector notó que el sudor comenzaba a resbalar por su sienes y sintió que su animadversión por el funcionario crecía hasta convertirse en una ira a penas reprimida. Decidió comenzar ya el procedimiento, sin leer más los documentos.


- Diga en voz alta y clara su nombre - dijo rompiendo súbitamente el tenso silencio, y hasta él mismo se sobresaltó por la brusquedad de su tono.

- Me llamo Daniel - dijo el hombre, con voz clara y fuerte, y perfecta dicción - Daniel Ruipérez Diosdado.

- Diga cuál es su profesión

- Soy funcionario, historiador en el Instituto Nacional de Historia de la Humanidad y del Progreso de la Doctrina - respondió el Sr. Ruipérez.

- Enuncie Vd. la discrepancia con la Doctrina que le ha llevado a este Tribunal, tal y como le fue formulada en el pliego de cargos que le fue entregado en el momento de su detención.

- Mi detención ha sido absolutamente ilegal y contraria a los principios fundacionales de esta República, basándose en unas resoluciones del Consejo Rector que no tienen fuerza jurídica, como consta en el dossier que tiene su Ilustrísima sobre la mesa.

El rumor del público fue en este caso un grito ahogado de sorpresa. El Rector Maestro sentía que la sangre le hervía y la sentía borbotear por la punta de sus orejas. Le había ofendido el tono afectado e intencional con la que el interfecto había pronunciado "su Ilustrísima"; le había enfurecido la insolencia con la que en su alegato inicial había atacado la legitimidad jurídica del Alto Tribunal para la preservación de la Doctrina; y finalmente le había sorprendido que la documentación de la carpeta y que casi ni había ojeado había sido preparada en su mayoría por el propio acusado, una anomalía procesal que sólo había podido ocurrir por obra de su padre y que él no pensaba perdonar. ¿Dónde se había visto que el acusado tuviera no ya acceso sino conocimiento de los argumentos que se esgrimirían en su defensa?

A pesar del considerable batiburrillo de ideas y emociones que sentía en su interior, el Rector Maestro era muy profesional y se repuso en seguida. Hacía años que no veía a nadie tan insolente y pensó que disfrutaría destrozándole dialécticamente, mientras le empujaba lentamente hacia el cadalso. En su cabeza Daniel Ruipérez, el hijo de su compañero, ya estaba condenado, y sólo quería disfrutar machacándolo. El Rector Acólito, que debía intuir qué pensamientos barruntaba, palidecía, sabiendo que su hijo estaba perdido.

- Sr. Ruipérez, ¿puede Vd., por favor, detallar los motivos que le llevan a hacer tan extemporánea afirmación? - dijo el Rector Maestro con un tono casi jovial

- Con mucho gusto, su Ilustrísima - el tono insolente con el que Daniel Ruipérez pronunciaba esas dos palabras seguía ahí - Hubo un tiempo nada lejano en que los Rectores no eran jueces, sino meramente asesores del Estado. Así había sido antes de la proclamación de la República y así siguió siendo inmediatamente después.

- Se refiere Vd., naturalmente, a los tiempos pre-doctrinarios - dijo uno de los rectores.

- Me refiero a los tiempos anteriores  a la proclamación de la República - contestó secamente Daniel; y prosiguió - El Consejo Rector se creó para ayudar en la organización social y económica del país, como un órgano consultivo y nunca ejecutivo, y mucho menos legislativo ni judicial.

Algunos Rectores más jóvenes fruncieron el ceño, posiblemente porque nunca habían oído hablar de Montesquieu, mientras que los de más edad cruzaron las manos o se acomodaron en sus mullidos asientos, puesto que por lo que se veía el discurso iba a continuar. Y así fue:

- Solamente por la desesperación de los Gobiernos sucesivos ante una crisis delante de la cual las recetas tradicionales no funcionaban se le dio más poder al Consejo Rector, lo cual fue paradójico puesto que el mismo Consejo nunca había sido capaz de proponer nada diferente de esas recetas tradicionales, aunque siempre fue muy hábil echándole la culpa de sus fallos a factores externos y a los demás agentes sociales. Al final, la transmisión de poder fue tan grande que los Gobiernos quedaron vacíos de funciones y el Consejo Rector capitalizaba todo el poder efectivo, excluyendo la tediosa gestión del día a día.

- Todo eso es lo que explica Vd. en su libro de reciente aparición, ¿verdad, profesor? - le cortó el Rector Maestro

- Libro cuya edición Vds. han ordenado ilegítimamente secuestrar, efectivamente - respondió Daniel Ruipérez, y siguió - Amparándose en una Doctrina pergeñada durante los años de la abundancia que precedieron en varias décadas a la crisis final de Occidente y la instauración de las Repúblicas Occidentales, han convertido sus hipótesis no contrastadas y muchas veces desmentidas por la realidad física en dogmas de fe; han convertido esa ridícula Doctrina en una nueva religión en el peor sentido de todos los posibles, ignorando los repetidos informes, como los que hemos oído hoy, que nos dicen que no vivimos en el mejor de los mundos posibles sino en uno que se está yendo al garete, y a los que denuncian la aberrante inhumanidad de la Doctrina los tachan de ...

- ¡Hereje! - le interrumpió una persona del público, y el Rector Maestro tuvo que llamar al orden. Aunque la encontraba correcta, no le gustaba la expresión "hereje" porque remitía a varios siglos atrás; él prefería "disidente". Tras varios minutos llamando al orden, el Rector Maestro tomó la palabra:

- Ya tenemos bastante, Sr. Ruipérez; ha agotado la enorme paciencia de este tribunal, y ya tenemos suficientes pruebas como para dictar sentencia - y se detuvo un momento - a no ser que el Rector Acólito quiera decir algo en este momento.

Todas las miradas se clavaron en el pobre y hundido despojo de hombre que estaba sentado a su derecha. Las lágrimas luchaban para no salir de sus ojos, mientras miraba desesperado a su único hijo, que seguía allá de pie, desafiante delante de un mundo que se había vuelto loco. El Rector Acólito no podía hacer nada; su hijo estaba condenado y de nada serviría que se condenase con él. Así que bajando la cabeza pronunció un "No" sólo audible para el Rector Maestro, el cual, satisfecho, se giró al historiador Daniel Ruipérez para notificarle su sentencia.

- Se le considera a Vd. culpable de todos los cargos de disidencia, sedición e incitación a la violencia y el caos. Se le considera a Vd. enemigo mortal de la República Doctrinaria y se le condena a muerte. La muerte será por colgamiento y desprendimiento, como corresponde a los traidores a la República: se le suspenderá en el aire, agarrado por una argolla rígida alrededor del cuello suficientemente amplia para no causar el estrangulamiento pero suficientemente estrecha para evitar que la pueda atravesar; y de las extremidades inferiores se le irán colgando pesos cada vez mayores hasta que se le arranque la cabeza de los hombros - en realidad no siempre pasaba exactamente eso sino una gran variedad de desagradables desmembramientos que en todo caso acababan siempre con la muerte atroz del condenado.

Cuatro alguaciles vinieron a buscar al reo, como procedía en los casos de condena a muerte. A pesar de su triste provenir, Daniel Ruipérez mantuvo en todo momento la entereza y caminó con gran dignidad hacia su celda y su muerte.


El Consejo Rector


Cuando se hubo vaciado la sala tras el juicio el Rector Maestro pidió a los Rectores que se quedaran aún un momento, pues creía necesario la celebración de un Consejo Rector extraordinario. Como de costumbre, se observaron todos los protocolos y procedimientos acostumbrados; el Secretario llamó a quórum y se anotaron las solicitudes de presentación de cuestiones, que en realidad fueron copadas por el Rector Maestro. Hacía mucho tiempo que el Consejo Rector estaba formado por comparsas que se limitaban a no contrariar a quien ocupaba en cada momento el puesto de Rector Maestro.

El Rector Maestro comenzó entonces a exponer las tres cuestiones que había solicitado.

- Queridos colegas, creo que los casos que hemos juzgado en el día de hoy nos tienen que hacer reflexionar sobre las circunstancias que nos han llevado hasta aquí y como podemos hacer para evitarlas en el futuro. Así pues, tengo tres mociones de Resolución Ejecutiva que querría discutir con Vds. para convencerles de la necesidad de su aprobación.

Hasta aquí lo esperado, aunque los Rectores más antiguos se esperaban cambios importantes en su vida como resultado de las palabras del Rector Maestro. Y así fue:

- Las irregularidades procesales del último caso demuestran que para preservar impoluta la imparcialidad y objetividad de este consejo es imprescindible pedir que los Rectores sean no sólo hombres rectos y honestos, sino que no se les pueda influir desde su entorno cercano. Entiendo, por tanto, que a partir de ahora se tiene que exigir que los Rectores sean hombres solteros y sin descendencia. Que sean todos hombres evitará colusiones emocionales, no racionales, entre sus miembros, en tanto que al no tener descendentes no tendrán ningún interés particular en influir en los casos que se juzguen. Propongo que el celibato obligatorio sea aprobado como Resolución Ejecutiva y que sea requisito para los nuevos Rectores, mientras que a los vigentes se les dé un plazo de cinco años para alcanzar tal situación o en su caso abandonar el Rectorado por una Procuradoría o otra actividad semejante, importante pero de menor rango.

Los Rectores se quedaron en silencio. No se esperaban un mazazo tan fuerte a su estilo de vida y a sus expectativas, pero tenían que admitir que la escena del hijo del Rector Acólito no era muy edificante ni proyectaba una buena imagen del Tribunal. Cuando vieron que el propio Rector Acólito levantaba su mano apoyando la moción muchos rectores se vieron sin argumentos para votar en contra. En realidad, la disposición no afectaba al Rector Acólito, viudo como era y a punto de perder a su único hijo.

Si la primera moción causó una fuerte impresión en el Consejo Rector, no fue menor la que causó la segunda:

- Creo que la objetividad del Tribunal y del Consejo Rector mejoraría con un menor número de miembros. A fin de cuentas, más miembros significa más puntos por los que se puede ejercer presión para sesgar las decisiones del Tribunal, alejándolas del ideal de virtud y obediencia a la Doctrina. Escoger menos Rectores pero más justos y honrados, más incorruptibles y severos, mejorará la fortaleza y también la eficiencia de este Tribunal y del Consejo. Propongo por tanto que el número de miembros del Tribunal y Consejo se reduzca de los 11 actuales a 5, y que se endurezcan las pruebas de acceso, en las que se examinarán con mayor dureza la rectitud y pureza de los candidatos. La reducción de miembros será progresiva, simplemente no reemplazando las vacantes a medida que los actuales Rectores abandonen su cargo voluntariamente o por deceso - obviamente el Rector Maestro no consideraba la posibilidad de una rescisión de contrato.

Aquí los Rectores dudaron más, puesto que muchas eran las expectativas de quienes aspiraban a entrar en el Rectorado y más de un Rector debía su puesto a ciertas alianzas y favores que debían ser compensados con posterioridad; pero como en el fondo no cambiaba la vida de aquéllos que tenían que decidir sobre ello y en cualquier caso era la voluntad del Rector Maestro a la que era difícil oponerse, nadie se opuso y nuevamente se aprobó por unanimidad.

La última de las mociones fue recibida con mayor alegría por parte de los Rectores.

- En vista de que la clase funcionarial se está convirtiendo no sólo en el refugio de tanto vago y bueno para nada, sino también en un nido de peligrosos disidentes, propongo enviar una Resolución Ejecutiva instando al Gobierno a acometer una urgente reducción del número de efectivos de esta clase inútil, dejándolo reducido a aquellos pocos casos en los que, por lo esencial de la función, debe preservarse un estatus tan privilegiado.

Todas las manos de los Rectores se alzaron en un abrir y cerrar de ojos.



El final del día

Ya descargado de su túnica y de sus símbolos de poder, el Rector Maestro pudo dejar de ser tal y volver a ser Juan Ramón, el mismo Juan Ramón de cada día en su casa. El día había sido largo y duro, y tenían ganas de regresar a casa antes de que el calor de mediodía hiciera la vida en la calle imposible, así que se encaminó con largas zancadas hacia la salida. Pero aún así, antes de salir y siguiendo una costumbre de años, se detuvo unos segundos delante del pedestal y la vitrina que había a la entrada del Tribunal. El tomo de cuero repujado y con ribetes de oro yacía sobre un cojín de terciopelo, acentuando su majestuosidad. Era una bella copia del Sacro Volumen, del Documento Rector, del Principio y Fin de sus vidas. Era el símbolo del sentido de la vida de Juan Ramón, y también del inmenso poder que como Rector Maestro ostentaba. Una copia de la Doctrina; ni más ni menos que una de las primeras copias. Mecánicamente releyó el título que tan bien conocía:

"Teoría Económica Liberal:

Las bases fundamentales de la Doctrina que liberará al mundo"


Antonio Turiel
Figueres, Julio de 2014

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