(Anteriormente: Los Hijos del Mar).
María no dijo nada, y sin dejar de caminar pero sin apresurarse se le acercó con movimientos suaves, hasta quedarse justo un paso por detrás de Pedro. Él no la había oído acercarse, pero en ese momento sintió su sutil fragancia. Pedro no sabía qué tipo de colonia o perfume usaba ella, pero lo que sí tenía claro es que era un reflejo de su personalidad: distinguida sin ser frívola, femenina sin ser provocativa, y por encima de todo con esa aura de serenidad que sólo una madre puede transmitir a su hijo.
Al ser más alta que el muchacho pudo distinguir hacia dónde miraba éste por encima de su hombro.
- El barco de los migrantes... - dijo ella - ¿te preocupan los migrantes, Pedro?
Lo dijo así, sin decir antes "Buenos días" o "Ha comenzado la sesión educacional". María era diferente a las otras Mareths que había tenido Pedro; se saltaba lo justo las formalidades sin dejar un momento de enseñarle. De hecho, aprovechaba cualquier resquicio de distracción o de conversación casual para seguir enseñándole, como si el único propósito que ella tenía era educarle cada minuto de cada sesión educacional. Lo cual la honraba, pues justamente para eso la pagaban generosamente.
Él se mantuvo aún unos segundos girado hacia el ventanal, tanto tiempo como su orgullo de muchacho que aún no ha entrado en la edad adulta pero que ve ya su umbral cercano le permitió. Quería demostrarle que él podía sostenerle un cara a cara, y aún más. Le gustaba sentir su presencia tan cercana y sabía que cuando él se volviese ella se situaría a una distancia más apropiada para una Mareth respecto a su alumno y más lejana de lo que a un muchacho que comienza a creerse un hombre le gustaría. Al final Pedro se giró antes de sobrepasar el límite de segundos que separaban la ensoñación de la insolencia. Mientras se giraba tuvo en todo momento la sensación de que ella seguía allí, a un paso de él, que podría mirarle a los ojos a un par de palmos de distancia, pero cuando se volvió completamente tuvo la decepción de comprobar que ella ya se había sentado delante de la amplia mesa de trabajo y sacado su material. Lo cierto es que justo después de hacer su observación ella se había ido a la mesa, preparando sus cosas sin hacer ningún ruido, de modo que el muchacho vivió durante unos segundos en la ficción de que aquella Mareth a la cual admiraba por razones que iban más allá de su erudición estaba aún tan cerca de él, pobre muchacho ignorante que iniciaba su camino en la vida.
Ella le estaba mirando a los ojos y por su media sonrisa divertida parecía estar adivinándole los pensamientos, lo cual azoró aún más al pobre muchacho, que corrió torpemente a ocupar su lugar en la mesa. Para tratar de desviar la atención, él siguió el hilo que ella había iniciado, como si fuera eso lo que había ocupado sus pensamientos en los últimos segundos.
- Sí, mi Mareth - dijo él, recuperando el tratamiento formal que justamente había pedido abandonar al final de la primera sesión; y corrigiéndose de manera un poco forzada añadió: - Sí, María - mientras lo dijo no pudo evitar sonrojarse; se sentía torpe y para tratar de disimular enlazó las siguientes palabras demasiado rápidamente, casi sin vocalizar: - No tenemos suficientes alimentos ni ropa ni trabajo para tanta gente; si continúan llegando pronto no nos quedará para los de aquí.
Ella le miró aún con la expresión divertida unos instantes. Podía haberle mortificado por su torpeza social o argumental, o por ambas a la vez, pero su cambio de expresión, a una más seria pero afable, hizo comprender a Pedro que no se iba a burlar de él, ni tan siquiera con una ligera puya. De hecho, el tono cálido de la voz de María tuvo un efecto balsámico sobre la angustia y apresuramiento de Pedro, y le ayudó a recuperar el hilo de sus pensamientos, volviendo a su enseñanza. Realmente las sesiones educacionales de aquella Mareth valían lo que por ellas se pagaba.
- ¿Realmente crees que esta gente nos va a quitar lo que tenemos, Pedro? - dijo María - Mejor, dicho de otro modo: ¿crees que vienen con esa intención?
El chico se quedó pensativo un momento y dijo:
- No, claro que no; no vienen a quitarnos lo que tenemos, sino a buscar para ellos mismos. Pero es que no hay para todos y si les dejamos entrar...
- ... tendremos que repartir lo que tenemos y tocaremos a menos - completó ella la frase - ¿es eso lo que te preocupa?
- Sí - dijo él, con un tono ligeramente arrogante, como quien constata una obviedad.
- Y te quedarías sin esta casa tan bonita en lo alto de esta colina - dijo María.
La observación de ella le hizo sentirse egoísta y miserable. Antes de que pudiera replicar, ella continuó:
- ¿Y si hubiera para todos, Pedro? ¿Y si las cosas se repartieran de tal manera que nunca hubiera que elegir entre cubrir las necesidades de todo el mundo aunque eso nos lleve a todos a la pobreza, o permitir que algunos caigan en la absoluta miseria para que otros puedan medrar?
- Eso que dices, María, estaría muy bien pero no es posible; es un sueño, una utopía. En el mundo real ha de haber ricos y pobres, no se puede evitar.
- En realidad, Pedro, es justamente lo contrario - dijo ella, y prosiguió - sólo mediante la justicia social se puede construir una sociedad no sólo justa sino perdurable. Y al revés: sin justicia social, sin un mínimo de redistribución, las sociedades tienden a la decadencia y eventualmente al colapso.
Él se quedó callado unos segundos, analizando lo que ella decía, y le devolvió una respuesta más matizada:
- Quizá tengas razón, si estamos hablando de aquí, de la isla; quizá aquí tiene que haber cierta equidad para evitar que haya malestar y revueltas, como las que me explica mi padre de cuando él era niño. Pero si empieza a venir gente a la isla, buscando vivir tan bien como nosotros, acabarán por hacer imposible mantener esa "redistribución de rentas", como dice el libro que me diste, y al final todos acabaremos hundidos en la pobreza.
- Y por eso la equidad no se ha de practicar sólo en la isla, sino en todas partes, y aún más: los intercambios de la isla con el resto del mundo tienen que ser equitativos. Si no es así, al final todos pereceremos, al final todos colapsaremos.
Él la miró con una sonrisa sarcástica, y le dijo:
- María, todo el mundo se mueve por su propio interés; eso es algo lógico y no es malo en sí. Lo que tú pretendes es un imposible.
Ella sacudió levemente la cabeza, y después inspiró un poco más profundamente, lo que Pedro había aprendido que quería decir que venía una clase magistral, seguramente bajo la forma de un relato o cuento. Y así fue.
- Hace muchos años el mundo era muy diferente. Quizá no era este mundo, ni tan siquiera. Había en aquel mundo un único continente, que era toda la tierra emergida que existía en aquel lugar. Este continente estaba dividido en tres reinos contiguos. El más pequeño y menos poblado era el Reino Naranja. El Reino Naranja era el más poderoso, y sus gentes disfrutaban de un nivel de vida envidiable. En aquel reino nadie trabajaba la tierra, y pocos se dedicaban a la industria, siempre de la más alta tecnología. La mayoría de la gente de aquel reino, los Naranjas, se dedicaba a los servicios de todo tipo, incluyendo los financieros. El Reino Azul era más grande y más populoso que el Reino Naranja. El nivel de vida de los Azules era más bajo, bastante más bajo que el de los Naranjas, pero los Azules eran felices y se conformaban con lo que tenían. La mayoría de los azules trabajan en la potente industria local, aunque había algunos servicios y algo de agricultura. Por último, el mayor de los reinos, tanto en extensión como en población, era el Reino Rojo. El nivel de vida de los Rojos era mucho más bajo que el de los Azules, lo cual quería decir que era incomparablemente más bajo que el de los Naranjas, pero los Rojos vivían en paz y conformes con lo que tenían. La mayor parte de los Rojos trabajaban en la agricultura y exportaban alimentos a los Azules y sobre todo a los Naranjas, y tenían también algo de industria pesada y mucha industria extractiva, pues el Reino Rojo era muy rico en recursos naturales.
Pedro se sonrió, intuyendo por dónde quería ir su Mareth, pero no dijo nada y dejó que ella prosiguiera su explicación.
- Los Tres Reinos intercambiaban sus productos libremente: el Reino Rojo exportaba materias primas y alimentos a los otros dos, el Reino Azul exportaba maquinaria pesada al Reino Rojo y maquinaria ligera al Reino Naranja, y el Reino Naranja daba servicios a los otros dos y organizaba sus finanzas. Una particularidad de los intercambios comerciales entre los tres reinos es que siempre se buscaba el equilibrio comercial. De ese modo, el valor monetario en moneda naranja de las exportaciones e importaciones naranjas debía ser siempre igual, y así mismo para los otros reinos. Así fue durante siglos y los Reinos vivieron en calma y en equilibrio durante ese tiempo.
- Es un sistema de intercambio bastante extraño - dijo el muchacho.
- ¿Por qué dices eso, Pedro? - dijo la Mareth.
- Yo puedo querer cosas que me hacen falta aunque no tenga mercancías por un valor suficiente para compensar su compra. Además, los productos de unos y otros no tienen un valor comparable y eso hace difícil que se puedan equiparar - y al ver la mirada inquisitiva de María, añadió - Por ejemplo, no puedes comparar, los productos de huerta rojos con un tractor azul, y no digamos ya con un ordenador naranja.
- Obviamente, dependerá de la cantidad, ¿no crees, Pedro? Es decir: quizá no puedas intercambiar un pepino con un tractor, pero posiblemente sí con cien toneladas de pepino.
- Cierto - repuso Pedro - pero por eso hay que darle un valor objetivo a los intercambios; por ejemplo, decir que un tractor vale lo que cien toneladas de pepinos. A fin de cuentas construir un tractor requiere mucho trabajo especializado y mucho conocimiento, por no hablar de la inversión que se necesita hacer.
- ¿Y cómo se fijaría el valor que dices que es objetivo para las mercancías? - le preguntó María.
- En función de la utilidad que tenga para quien lo quiera comprar - dijo Pedro.
- Muy cierto, con tal de que todos estén de acuerdo en ese precio - dijo María - Pero eso no impide que un sistema de déficit comercial cero como el de los Tres Reinos pueda funcionar. Simplemente, tienes que tener cien toneladas de pepinos (o otros productos por valor equivalente) por cada tractor que quieras comprar.
- Pero ese sistema es comercial y económicamente muy ineficiente - dijo Pedro - Por ejemplo, en el Reino Rojo, donde eran más pobres, saldrían muy beneficiados de comprar más tractores para cultivar sus campos y más maquinaria pesada para explotar sus recursos naturales, pero quizá los Reinos Azul y Naranja no necesitan tantos alimentos como producen sus campos pero sí que estarían gustosos de comprarles más metales o combustibles fósiles, los cuales justamente no pueden producir porque les falta maquinaria para su explotación y alimentos para dar de comer a los rojos. Si se les dejase a los rojos comprar más maquinaria podrían aumentar y mejorar su producción y ganar riqueza.
- ¿Y qué ganarían con esa riqueza que dices que podrían conseguir? - preguntó María.
- Pues, no sé... - dijo el muchacho, dudando un momento; pero en seguida recuperó el hilo de sus pensamientos - Con esa riqueza los rojos se desarrollarían económicamente, mejorarían el nivel de vida de su población y con el tiempo podrían poner fábricas como en el Reino Azul, o ofrecer servicios avanzados, como el Reino Naranja y así podrían producir bienes de más valor añadido, de modo que todo el mundo sería más rico y la población viviría mejor.
- ¿Y quiénes le comprarían esos productos, que ya producían azules y naranjas? - le preguntó la Mareth.
- Bueno, competirían con los azules para vender maquinaria ligera a los naranjas y con los naranjas para proporcionar servicios a los azules - dijo Pedro.
- Pero, Pedro - dijo ella con una mirada neutra - ni los naranjas ni los azules están obligados a comprar los productos rojos, y obviamente en cuanto vieran que los rojos intentan competir con ellos podrían mejorar en un ámbito donde tienen más experiencia para evitar ser desbancados; en última instancia, podrían llegar a acuerdos comerciales naranja-azul que dejarían fuera del mercado de maquinaria y servicios a los rojos.
- Pues peor para ellos; los rojos podrían quedarse con sus propios productos y si son mejores que los de naranjas y azules al final su nivel de vida sería mayor - dijo el muchacho, con cierto despecho.
- Sólo que para llegar a ese punto los rojos deberían primero haberse endeudado al menos con los azules, para comprarles su maquinaria sin tener con qué pagarles; y si no pueden comerciar con ellos, ¿con qué les pagarían?
El chico se quedó un segundo boquiabierto y después, más que nada por añadir algo, dijo:
- Bueno, al principio les venderían más materias primas, que sí que las querrían, mientras iban desarrollando su propia industria y servicios. Después, el proceso ya sería irreversible - dudó Pedro al pronunciar la última frase.
Ella se sonrió condescendiente:
- Lo que acabas de enunciar, Pedro, es la maravillosa teoría que sustentaba las relaciones comerciales en nuestro mundo antes de la última Guerra. Por cierto, felicidades, pues veo que no sólo has leído el tratado que te dejé, sino que los has comprendido.
Delante de la felicitación de su Mareth, él sintió henchirse su pecho con un orgullo un poco ingenuo. Pero ella continuó:
- Lástima que no hayas sido capaz de ver el error lógico de esa aproximación - y al decir María eso Pedro se sintió deshincharse con la misma rapidez de un globo que se le escapa de las manos a un chiquillo que no supo atarlo presto. Pero ella, que no prestaba atención a los vaivenes torácicos de su discípulo, prosiguió sin más: - Los superávits comerciales de uno son los déficits comerciales de otro, y sin un mecanismo adecuado de reciclaje acaban creando problemas a ambos lados de la frontera.
El ceño fruncido de Pedro le indicaba que debía continuar con su explicación.
- Debes saber que dentro de los Reinos Naranja, Azul y Rojo había también regiones, algunas más ricas y otras más pobres, y estas regiones también intercambiaban sus mercancías entre ellas dentro de cada reino, de manera análoga a cómo los reinos las intercambiaban entre ellos. Algunas regiones eran netamente deficitarias, es decir, el valor de lo que compraban a otras regiones era superior a lo que vendían; en tanto que otras eran excedentarias. Si ese proceso de bombeo continúa por tiempo indefinido, al final los habitantes de la regiones deficitarias acaban abandonando su actividad y dedicándose a otras cosas más productivas (que mantuvieran su saldo en positivo) o bien abandonando incluso las regiones deficitarias para ir a las excedentarias, donde la vida sería más fácil y cómoda.
- Pero tal cosa no sucede, mi Mareth - dijo Pedro.
- No sucedía dentro de cada reino, puesto que sus gobernantes podían, por decisión meramente política, compensar estas desigualdades. Y, por ejemplo, con los mayores impuestos recaudados en las zonas excedentarias podían invertir en la mejora de las infraestructuras y los servicios de las zonas deficitarias, de manera que compensaran los desequilibros comerciales. Es lo que se denomina reciclaje político de los excedentes comerciales. Aquellos gobernantes que no reciclan sus excedentes comerciales se acaban encontrando con una hiperconcentración de la población en las regiones excedentarias y una hipertrofización de las actividades económicas más rentables. Lo cual, pensarás, no está tan mal; el problema radica en que algunas de las actividades económicas menos rentables resultan esenciales para la sostenibilidad del Reino, y por eso se tiene que invertir en ellas para asegurarse que se mantienen, o bien el reino acaba siendo poco resiliente, frágil, demasiado sensible a las perturbaciones.
Él asintió levemente, sin estar del todo convencido.
- Sin embargo, el reciclaje político de los excedentes comerciales no se puede practicar, o no de la misma manera, entre los reinos. El Reino Naranja no puede decidir gastarse pro bono el dinero de los impuestos recaudados a sus ciudadanos para mejorar la red viaria del Reino Rojo, o para mejorar el saneamiento de las aguas del Reino Azul. Así que la mejor manera de evitar desequilibrios crecientes era asegurarse que el déficit comercial de cada reino fuera lo más cercano a cero siempre, aunque eso fuera comercialmente poco eficiente, aunque eso no llevara la economía a su máximo potencial, aunque eso no permitiera mejorar el nivel de vida de los rojos hasta unos límites más aceptables. De algún modo, los reyes de aquellos reinos habían aprendido hace años esta lección (que la Historia generalmente enseña de la manera más dura) y así la habían aplicado durante generaciones.
Él puso cara de no haber entendido nada, así que ella comprendió que debía retomar su cuento.
- Volviendo a la historia de los Tres Reinos, sucedió que muchas décadas habían transcurrido desde la última gran guerra, y la memoria de sus causas era todavía más diluida que la de sus consecuencias. Coincidió que en un breve período de tiempo ascendieron a los respectivos tronos de los Tres Reinos tres jóvenes reyes con una nueva visión de las cosas. Estos reyes se rodearon los mejores consejeros, brillantes cultores del Templo de la Siempreviva Bonanza, un credo que se había hecho muy popular en el Reino Naranja y que, un poco por envidia y un poco por esnobismo, fue adoptado rápidamente por las élites azules y rojas. Dada la coincidencia de la inexperiencia política de los reyes con las revolucionarias ideas de los nuevos asesores, los Tres Reinos acometieron una serie de reformas sobre todo financieras y comerciales que, según decían, debían asegurar la prosperidad económica para todo el mundo.
- No me digas más: y esas reformas son las mismas que yo comentaba antes, ¿verdad? - dijo Pedro
- ¿Acaso lo dudabas? - dijo ella, sonriendo - Los nuevos gestores decidieron que se tenían que relajar las rígidas reglas que atenazaban el comercio entre los tres reinos y permitir que los países que así lo quisieran tuvieran déficit comercial, al tiempo que se permitía que los tipos de cambio de las respectivas monedas se ajustasen en función de la balanza comercial. Así, si un país vendía poco y compraba mucho su moneda se iría devaluando, lo cual haría aumentar el volumen de sus exportaciones y al tiempo reduciría sus compras al extranjero (pues le sería más caro comprar). De esa manera, se ajustaría el comercio de manera automática sin necesidad de intervención directa de los gobernantes.
- Me parece una buena idea - dijo Pedro.
- En realidad fue una idea nefasta, porque la realidad no tiene nada que ver con la teoría de los cultores. El Reino Azul sí que cumplía con la teoría de los cultores y era a veces deficitario y a veces excedentario, pero el Reino Naranja fue siempre excedentario y el Reino Rojo siempre deficitario. A pesar de las sucesivas devaluaciones de la moneda roja, las mercancías rojas (alimentos y materias primas) caían en valor más rápido de lo que aumentaba el volumen de las exportaciones, en tanto que sus importaciones se encarecían más rápido de lo que se reducía la cantidad importada. De ese modo, el Reino Rojo estaba cada vez más endeudado mientras que el Reino Naranja tenía cada vez más excedentes.
- Eso lo que demuestra es que el Reino Rojo debía invertir para diversificar su producción y producir bienes de mayor valor añadido - dijo Pedro.
- Sí, eso es lo que dice la propaganda que has leído, y eso mismo decían los cultores. "Modernizar la economía", decían. Y en el Reino Rojo lo intentaron, pero la cosa no resultó como deseaban. En parte porque la tecnología y el conocimiento lo tenían naranjas y azules, y a pesar de sus afirmaciones de que ayudarían al desarrollo de los rojos lo cierto es que no colaboraban sinceramente; y en otra parte porque las materias primas que exportaba el Reino Rojo valían cada vez menos y no daban para intentar hacer esa industrialización pretendida. De hecho, tanto el Reino Naranja como el Reino Azul se habían hecho muy dependientes de las materias primas baratas, hasta el punto de que su sistema económico necesitaba que los precios de éstas se mantuvieran establemente bajos. Así que al final comprendieron que resultaba mucho más sencillo comprar a las élites rojas con dinero y prebendas para que obstaculizaran el desarrollo rojo mientras permitían que las materias primas se vendieran a bajo precio. Lo cierto es que la liberalización del comercio supuso el hundimiento económico del Reino Rojo y el sometimiento de la mayoría de su población a la más absoluta de las miserias, con la contrapartida de una bonanza sin precedentes en los otros dos reinos, y principalmente el Naranja. Al final, los excedentes comerciales del Reino Naranja y del Reino Azul se invertían en el Reino Rojo pero no para desarrollar su industria, sino para modernizar y mejorar las técnicas de extracción de materias primas y de producción de alimentos, que era lo que en realidad les interesaba a ellos. Gracias a esas inversiones la producción de materias primas llegó a unos niveles nunca antes vistos y con unos precios de coste ridículos. La deuda del Reino Rojo no hacía más que crecer, porque no producía lo suficiente para poder ganar moneda naranja y azul con la que redimir la deuda, y en buena medida porque los precios de las materias primas se mantenían artificialmente bajos para beneficio de azules y sobre todo naranjas; y de vez en cuando naranjas y azules "perdonaban" una parte de la deuda roja, lo justo para que no se acabase de hundir pero no lo suficiente para que realmente pudiera liberarse de esa esclavitud. Finalmente, el Reino Naranja prestaba también un servicio esencial al Rojo: el adiestramiento militar, con el cual las élites rojas conseguían mantener el control sobre una población cada vez más empobrecida.
- Eso me parece terrible, mi Mareth; ¿y todo eso sucedió por la liberalización del comercio? - dijo Pedro.
- No, Pedro, el malo no vino del libre comercio porque el comercio nunca fue liberalizado, en realidad; siempre estuvo intervenido por unas élites que defendían sus intereses antes que los de los pueblos que administraban y a los que decían servir. No se buscó nunca el provecho público sino el privado; no se buscó reciclar los excedentes comerciales para promover la equidad sino para promover el lucro privado, lo cual implicaba la misera colectiva; no se buscó el progreso de los pueblos sino su sometimiento. No, Pedro: eso que se llamó "libre comercio" fue en realidad un comercio completamente intervenido.
El chico la miró con ojos atónitos. Su padre le había dado antiguos manuales de comercio (alguno de ellos tenía más de un siglo) para que fuera aprendiendo el oficio (su padre era comerciante) y le había dicho con una expresión enigmática: "Busca la verdad en estos antiguos textos". Y él, que quería complacer a su padre, había buscado esa verdad, y se había empapado de ese lenguaje un tanto vetusto y de aquella terminología abstrusa creyendo que eso era la verdad que su padre le ofrecía. Sólo que, ahora lo entendía, esa verdad no se mostraba en el anverso de las palabras sino en su reverso más tenebroso pero más real. Era por eso, suponía, que su padre había contratado a María, para que fuera capaz de ir más allá de lo que se decía y comprendiera lo que había en realidad.
- ¿Y cómo continúa tu historia, mi Mareth? - No la había llamado María, pero esta vez había sido plenamente consciente de que así lo hacía. El chico se dio cuenta de que cada vez respetaba más a su maestra, que la veía como algo más que una mujer físicamente atractiva (a pesar de que era más de diez años mayor que él). La miraba entonces como quizá siempre debió mirarla.
- Pasó lo que pasa siempre en estos casos. El muy empobrecido Reino Rojo empezó a exportar una nueva e inesperada mercancía: gente. Los rojos huían de la miseria rampante en su país, y aceptaban cualquier trabajo, sobre todo en el Reino Azul. Los rojos trabajaban en los trabajos más peligrosos de las fábricas, con las sustancias más tóxicas o en los turnos más pesados y penosos. Cualquier cosa era mejor que quedarse a morirse de hambre en su país, y para ellos los salarios azules que les ofrecían les parecían extraordinarios, pues la azul era una moneda más fuerte que la roja. En realidad, los empresarios azules les pagaban salarios de miseria que los trabajadores azules no querrían nunca aceptar, pero como había trabajo para todos y la producción iba viento en popa (la economía naranja era muy boyante y compraba todo tipo de maquinaria, cada vez más sofisticada) se vio como algo positivo; los cultores explicaban que la emigración era una manera natural de combatir "la crisis económica crónica" que afectaba a la sociedad roja (fruto, decían, de su incapacidad de acometer las necesarias reformas que la modernizasen) y que era natural que aquellos rojos mejor preparados emigrasen y aportasen mayor valor añadido y compensasen los desequilibrios. En realidad, como digo, los rojos ocupaban los trabajos menos especializados y más penosos, y el dinero que ganaban ayudaba un poco a sus familiares en el Reino Rojo pero no servían para cerrar la brecha de la deuda externa roja. En un momento dado se pusieron límites a la inmigración, y no fueron pocos los rojos que perdieron la vida intentando atravesar la frontera.
Pedro sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Lo que estaba explicando su Mareth le recordaba historias que le habían contado su padre, y sus abuelos, de hacía muchos años; presentía que no le gustaría cómo iba a acabar la historia.
- Ese mundo que describes, aunque injusto, hubiera podido mantenerse indefinidamente, de manera estable... pero no lo hizo, ¿verdad? - dijo Pedro.
- Efectivamente, Pedro, no lo hizo. Sucedió un día que los yacimientos de materias primas, y principalmente los de combustibles fósiles, llegaron a su máximo productivo y su producción comenzó a caer. No es que se agotaran de la noche al día, pero sí que empezaron a producir cada vez menos, y cada año que pasaba la producción era menor.
- María, ningún mundo tuyo escapa al peak oil - dijo él casi riendo.
- Es cierto - dijo ella, riendo de buena gana - El caso es que la industria azul y los servicios naranjas se habían desarrollado de una manera extrema, se habían hipertrofiado y necesitaban un suministro siempre creciente de combustibles fósiles. La razón de esa sed sin límites había que buscarla en una de las grandes innovaciones de los cultores habían introducido: un sistema financiero que premiaba a quien tiene dinero ¡dándole aún más!
- ¿Y por qué alguien que ya tiene mucho dinero quiere aún más? - dijo Pedro.
- En el momento inicial, el sistema de los cultores buscaba que todo el capital estuviese invertido en actividades productivas para hacer crecer la producción y, con ella - decían - el bienestar. De ahí la necesidad de premiar a quien dejaba su capital a disposición de las entidades financieras. Al principio había gente que aprendió a vivir de las rentas del capital, pero con el tiempo, cuando se llegó al peak oil, el rendimiento económico general cayó y sólo los grandes capitales, mayoritariamente naranjas, producían algún rendimiento: eran tan grandes que pagar su remuneración no permitía que nadie más ganase por prestar el capital, así que hicieron leyes e introdujeron prácticas bancarias que básicamente dejaron al pequeño ahorrador en la estacada y todo el beneficio se concentró en el gran capital. El cual, obviamente, no necesitaba ese beneficio para vivir.
- Qué sistema tan absurdo - dijo Pedro.
- Absurdo o no, fue más real de lo que te piensas, Pedro - dijo María - El problema es que al final el engorde del capital, que debía ser un medio para conseguir otro medio, aumentar la producción, con el fin último de mejorar el bienestar, resultó que se convirtió en el fin en sí mismo. Al final lo único que importaba era aumentar el capital por aumentar el capital, sin saberse ya por qué eso era bueno. Y el crecimiento de la producción perdió también su sentido al condicionarse al crecimiento del capital; así, se invirtió preferentemente en aquellos sectores de mayor valor añadido, que no eran necesariamente los que procuraban mayor bienestar a la población. Eso justificaba que la opulenta sociedad naranja y parte de la azul consumiesen cada vez más, llegando a consumir objetos extravagantes (encima, con una duración muy limitada para justificar su rápida sustitución y el crecimiento de la producción sin cese), mientras una gran masa de rojos y algunos azules se morían de hambre. Los problemas comenzaron, obviamente, cuando los recursos no permitieron continuar hacer crecer la producción porque la producción de materias primas dejó de crecer y empezó a decrecer. Aún fueron afortunados: los problemas podían haber venido, también, por culpa de los impactos ambientales de tanto despilfarro, como pasó en nuestro mundo.
- Pero, mi Mareth, ¿por qué no pudieron simplemente conformarse con mucho menos de lo que consumían, como habían hecho años atrás, una vez que se vio que la disponibilidad de recursos ya no crecía? ¿No podían haber mantenido un nivel de vida muy elevado y durante muchas décadas, a pesar del declive del suministro de materias primas, al tiempo que se iban adaptando a otras formas de hacer que no requiriesen materias no renovables, como hacemos nosotros ahora? - preguntó el muchacho.
- Desde el punto de vista técnico podían perfectamente haberlo hecho, mi joven Pedro - dijo María tocándole la mano, y él sintió un doble estremecimiento, uno al sentir el tacto de su suave mano, el otro por ese "joven" que ponía una barrera invisible pero bien real entre ambos - Pero no se puede cambiar una sociedad orientada al crecimiento sin fin, a la producción siempre creciente y al consumo sin límites ni remordimientos de recursos, de manera improvisada; y menos aún cuando la reacción ante las dificultades es la negación obcecada de la realidad.
- ¿Fue eso lo que pasó, María? - el chico estaba ya completamente implicado en la historia que le explicaba su maestra - ¿Se negaron los gobernantes naranjas a aceptar los límites del crecimiento?
María comprobó con agrado, por el uso de la terminología de Pedro, que no sólo había leído manuales de economía clásica sino también algo de economía ecológica. Como mínimo era un discípulo aplicado, que se leía bien sus lecciones.
- No sólo los naranjas, Pedro; también los azules y los rojos, porque en realidad los que no aceptaban la simple realidad de un mundo finito, con unos recursos no ya finitos sino con una capacidad de producción limitada, eran los cultores. Cuando algunos técnicos y científicos comenzaron a identificar el problema de que la disponibilidad de recursos no podía ser siempre creciente y que al final tenía que decrecer, los cultores dedicaron su tiempo a acallar con firmeza, incluso con violencia, las voces disidentes. Incluso se llegaron a aprobar leyes que prohibían hablar de ciertos temas, particularmente los que ponían en cuestión los dogmas imperantes. El problema era que mientras la producción de recursos iba decayendo todo el entramado económico, comercial y financiero que habían montado los naranjas se iba desmoronando. No sólo la producción iba siendo incapaz de seguir el ritmo de crecimiento previsto, es que encima los costes de extracción eran crecientes, lo que se traducía en costes crecientes en la producción azul. El análisis de los expertos financieros naranjas implicaba que las pérdidas en productividad eran debidas a los altos salarios y empezaron a reducir la paga a los obreros azules. También redujeron los impuestos a las empresas azules, con lo que se redujeron los ingresos estatales y por tanto el nivel de los servicios que se prestaba. Esto enfureció a la clase obrera azul, que se revolvió no sólo contra sus gobernantes, sino también contra la población migrada roja que, a su modo de ver, les estaba robando sus puestos de trabajo. Lo triste del caso es que no se dieron cuenta que si en el Reino Azul las cosas se habían puesto más duras, las condiciones de vida eran todavía más crueles en el Reino Rojo, donde similares medidas para aumentar la productividad habían llevado ya a la misérrima población a condiciones de práctica esclavitud. No fue por tanto extraño que en el Reino Rojo se desatase una revuelta que con el tiempo tomó dimensiones de verdadera guerra civil, con territorios controlados por los rebeldes y otros por el Rey Rojo y sus consejeros. En algunos territorios rojos liberados las condiciones de vida mejoraron con la introducción de unas condiciones de vida un poco más igualitarias, pero en la mayoría de ellos la situación era más o menos la misma que bajo el yugo del Rey Rojo, sólo que con diferentes amos; en el fondo poco importaba, pues éstos comerciaban con los mismos mercaderes azules y naranjas. Por su lado, el Reino Naranja y el Reino Azul no tenían alternativa: si querían evitar que sus economías se derrumbasen necesitaban conseguir las materias primas del territorio rojo, y a buen precio.
Pedro contenía la respiración. A medida que la historia se acercaba a su desenlace se podía ver que no podía acabar bien, que un final feliz era imposible.
La Mareth prosiguió:
- Al principio esta situación de muchos productores en el territorio rojo favoreció a naranjas y azules, pues la competencia llevó el precio a la baja. Sin embargo, la profundización de la guerra llevó aparejada la destrucción humana y material del Reino Rojo y la caída de la producción de materias primas. El Reino Naranja ocupó algunos de los territorios más productivos, con la excusa de proteger a la población desamparada, y desplegó su más avanzada tecnología, sólo para encontrarse que el declive de la extracción de materias primas era una realidad geológica, termodinámica y económica inexorable. Así que mientras hordas de refugiados rojos inundaban día sí y día también las fronteras azules (el Reino Azul hacía de tampón para el Reino Naranja), los técnicos naranjas empezaron a introducir nuevas técnicas más agresivas de extracción, y se dirigieron a unos yacimientos nuevos: los del Reino Azul. El Reino Azul era mucho más pobre en recursos naturales que el Reino Rojo, pero en la situación de escasez rampante se consideró que sus recursos eran suficientemente buenos, y para acallar protestas los gobernantes naranjas sobornaron a los azules, igual que habían hecho hacía tiempo con los rojos.
- Y eso llevó al Reino Azul al colapso - dijo Pedro.
- Y eso llevó al Reino Azul al colapso, es cierto, - dijo María - pues el colapso suele ser el resultado de dos tendencias que uno diría contradictorias: por un lado, el agotamiento de los recursos que constituyen la base material de una sociedad; por el otro, la distribución cada vez más injusta de esos recursos en la sociedad, por un mayor acaparamiento de las elites. Las sobornadas elites azules trabajaban en contra de su propio pueblo, como antes hicieran las elites rojas, a cambio de poder ellos gozar de mayores privilegios y prebendas. Sólo que el pueblo azul estaba más preparado e informado que el pueblo rojo, y la creciente rabia contra los poderosos hacía presagiar un desenlace nada bueno para los intereses de las elites azules, y de rebote de las elites naranjas, lo cual les obligó a actuar. Los gabinetes de relaciones públicas naranjas consiguieron explotar el miedo al inmigrante para redirigir esa rabia del pueblo azul contra los emigrantes y refugiados rojos, y así consiguieron desviar la atención, aunque fuera a costa de aumentar la conflictividad interna del Reino Azul, con revueltas y atentados autocausados. La xenofobia a los rojos generaba no pocos problemas, pues muchas veces era difícil saber quién era rojo y quién no. ¿El hijo de un migrante rojo, que había crecido y se había educado en el Reino Azul, era rojo? ¿Y el hijo de ese hijo, que nunca en su vida había ido al Reino Rojo y ya casi ni sabía hablar el idioma de los rojos? Tampoco la diferenciación racial ayudaba, pues tras muchas generaciones rojos y azules se habían mezclado dando lugar a toda gama de morados, y esa mezcla también se había extendido al Reino Rojo, de modo que los nuevos migrantes también eran racial y culturalmente mixtos. Al final fue claro que el único verdadero factor diferenciador era la pobreza, sobre todo a medida que ésta se fue extendiendo en el Reino Azul con el declive de la producción, no sólo de materias primas sino también industrial (ayuno de las anteriores), mientras que la degradación ambiental en el Reino Rojo y en el Azul iba en aumento, en el desesperado intento de las élites naranjas y azules de mantener el imposible de crecer en un mundo de recursos finitos. Al final, en el Reino sólo las élites azules eran racial y culturalmente puras, y fue sólo cuestión de tiempo que la sociedad morada que había emergido de la cada vez mayor permeabilidad entre los pobres que habitaban en los territorios rojo y azul comprendieran que la ahora minoría de los azules eran los nuevos naranjas. Finalmente, los azules fueron brutalmente masacrados y el otrora Reino Azul se sumió en un totum revoltum indistinguible con el Reino Rojo, dividido en multitud de territorios regidos unos por consejos ciudadanos y otros por señores de la guerra.
- ¿Y qué pasó con los naranjas? - preguntó Pedro.
- Durante aún mucho tiempo el Reino Naranja fue capaz de sobrevivir como tal, usando su superioridad técnica, pero su economía tuvo que decrecer en gran medida. Aún consiguió suministrarse de muchas materias primas y algunos productos industriales comerciando con los territorios morados, pero los intercambios eran cada vez más escasos y menos ventajosos para los intereses naranjas. Las élites naranjas pretendieron reproducir el mismo esquema de manipulación que habían usado en el Reino Azul, pero la población naranja estaba mucho más formada y había entendido mayoritariamente la lección del colapso de los Reinos Rojo y Azul. Así que al final se produjo una auténtica revolución naranja y el pueblo naranja depuso a sus corruptos gobernantes, encarceló al Rey Naranja y a los cultores, y prohibió para toda la eternidad el culto a la Siempreviva Bonanza. Después, la nueva República Naranja intentó recomponer sus relaciones con sus vecinos, buscando cómo compensar todo el daño que con el tácito consentimiento del pueblo naranja se le había hecho al pueblo morado.
María se quedó callada y Pedro entendió que el relato se había acabado, a expensas de algún epílogo o moraleja. Al ver que su Mareth no salía del mutismo comprendió que le correspondía a él hacer las preguntas adecuadas para obtener las respuestas que buscaba.
- ¿Así que la única manera de mantener la paz era que los reinos tuvieran permanentemente un déficit comercial cero? - preguntó Pedro - ¿Es ése, entonces, el mejor sistema posible? ¿aceptar que los rojos han de vivir siempre en el umbral de la miseria?
- No deberías hablar de un sistema, Pedro, pues son muchos, como las diversas facetas de un dado o de una piedra tallada - le dijo ella, mientras comenzaba a recoger sus cosas: la sesión educacional estaba tocando a su fin - El mejor sistema económico posible es uno que reconoce los límites naturales y vive dentro de ellos. El mejor sistema comercial posible es uno en el que el reciclaje político de los excedentes no conoce de fronteras entre los reinos. El mejor sistema político es uno en el que la equidad se practica dentro y fuera de casa. Y el mejor sistema social es uno que reconoce a todos los hombres el derecho de vivir donde lo deseen, pues en ese sistema ningún lugar es injustamente sometido para que otro sea injustamente beneficiado y no hay una preferencia obvia de un lugar por otro. La suma de todos esos sistemas, y de algunos más, es lo que hace un sistema sostenible. El mismo sistema que funciona actualmente en la isla y en el mundo habitable hoy en día. Uno que ha hecho posible que esta isla dejase hace décadas de ser el Reino Naranja que destruyó el mundo y se convirtiese en la República Naranja que tanto ha hecho para reconstruirlo.
Él se quedó chocado, estupefacto, pues de golpe entendió que la metáfora de los Tres Reinos de su Mareth tenía mucho más de su propio mundo de lo que él pensaba. Ella sonrió al ver su perplejidad y tras dejarle anotados sus deberes para la siguiente semana, sin ni siquiera comentárselos, se levantó para irse. Pero antes de salir por la puerta se volvió, aunque no para mirar a Pedro sino al puerto, a través de la ventana, y le dijo:
- Por cierto, Pedro: hoy han llegado al puerto 167 migrantes. Es exactamente el mismo número de personas que se fue de la isla la semana pasada.
Sin decir nada, Pedro volvió su vista a la ventana. Así que parecía que la sociedad isleña había alcanzado el equilibrio perfecto.
- Yo vine en un barco como ése, hace diez años - añadió la Mareth, con un ligero acento que él no le había notado hasta entonces.
Sin poder disimular su sorpresa, Pedro se volvió rápidamente a la puerta. Pero María ya se había ido.
Antonio Turiel
Junio de 2016
(Posteriormente: El Otro).
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