lunes, 29 de mayo de 2017
Diario de trinchera: atrapar la oscuridad con las manos
- ¿Qué distancia hay entre León y Granada?
A pesar de que me esperaba cualquier cosa, la pregunta me pilló a contrapié. Estaba algo aturdido por el largo viaje; el jetlag aún no me había hecho efecto, pero había madrugado mucho aquel día y para mi cuerpo, a pesar del pleno día que hacía afuera, ya estaba casi anocheciendo. Aunque en aquella habitación sin ventanas fuera imposible saber si era de día o era de noche. Se diría que todo el ambiente estaba pensado para causar una sensación de irrealidad a los allí retenidos, deprivados de estímulos sensoriales, aunque al fin y al cabo los que por allí pasábamos sólo estaríamos una hora o así, mientras que los funcionarios que trabajaban en aquella sala tenían que pasarse su jornada laboral durante días y días; cabría preguntarse a quién perjudicaba más ese ambiente, a la postre.
Con ésta y otras cavilaciones había ocupado mi tiempo, mientras miraba mi reloj viendo que iba a perder mi correspondencia, antes de esa fatídica pregunta sobre la geografía española de la que aparentemente dependió mi futuro aquel día. Y es que durante la hora y cuarto que permanecí retenido allí antes de ser interrogado tuve mucho tiempo para pensar; al fin y al cabo, no se permitía el uso de móviles en aquella habitación (aunque vi a una chica escribir whatsapps a hurtadillas, escondiendo el aparato y sus manos dentro de su bolso). Lo único que había para entretenerse era una televisión, con la CNN siempre, pero los asientos estaban colocados de espaldas a ella, para hacer deliberadamente incómodo intentar mirar al aparato. Pero la televisión hace tiempo que no me interesa, así que tampoco me había apetecido pasar los minutos de angustiosa espera fijando mi vista en tan incómodo aparato.
Llevaba un libro conmigo, una novela, justamente para entretenerme durante los momentos en que no pudiera usar algún sistema de ocio electrónico: la poco reconocida ventaja de lo analógico, que funciona siempre y que es menos sospechoso que los dispositivos con chips y procesadores. Lamentablemente la novela que llevaba, regalo del último Sant Jordi, no me pareció apropiada para ser exhibida en ese preciso ambiente: "El pacifista que pretenia volar una discoteca". Me habían recomendado ese libro, que explica la radicalización política de un chaval apenas adulto en las postrimerías de la dictadura de Franco, y que para mi tenía el atractivo adicional de que los hechos descritos, que sucedieron realmente, transcurren en lugares muy familiares, en la comarca catalana en la que vivo. Pero, claro, sacar semejante libro en la sala de retención del control de fronteras de los EE.UU. en el aeropuerto de Newark podría hacerme parecer aún más sospechoso, sobre todo cuando más de uno y más de dos de los policías de fronteras hablaban un español decente y podrían entender el título del libro; si encima luego comprobasen que el texto está escrito en una lengua vernácula más incomprensible, la posibilidad de que acabase en un filtro de tercer nivel me pareció bastante real. Así que había dejado el libro en la mochila y había esperado pacientemente a que llegara mi turno para ser interrogado, sin yo ser capaz de imaginármelo, sobre la geografía española. Al fin y al cabo, estaba en un agujero donde uno sabe que si mantiene la calma acabará saliendo al cabo de un buen puñado de minutos, pero a pesar de lo cual te queda siempre la sorda inquietud de que te encuentren algo, de que una extraña pieza de información te haga parecer aún más sospechoso y caigas a un agujero aún más profundo del cual sea bastante más difícil salir. Y es que en realidad uno siempre es sospechoso. ¿Qué pasaría si ese agente que hablaba español se dedicaba a buscar información sobre mi en internet, y consideraba que mis posicionamientos sobre el capitalismo o la transición socioeconómica son demasiado disruptivos y peligrosos? ¿O si accediese a una hipotética ficha de seguimiento de algún cuerpo o fuerza de seguridad del estado español y viera que he mantenido contactos, aunque hayan sido completamente anecdóticos y de carácter técnico, con partidos políticos tan poco recomendables como Bildu, la CUP o Podemos? O vete a saber, quizá lo que no les gustase de mi fuera cualquier otra cosa que yo haya podido hacer durante mis 47 años de vida, cosas a las que yo no les he dado importancia pero que podrían parecerles poco convenientes o sospechosas. Podía leer ese mismo pensamiento en los ojos de muchas de las personas, unas dos docenas, retenidas en aquella sala. Había de todo: jubilados con marcapasos, madres con bebés en portabebés, estudiantes, hombres de negocios, un piloto de avión, un músico, un oficinista... y de todas las razas y credos, algunos más evidenciados externamente y otros menos. Era bastante obvio que se trataba de un control aleatorio y rutinario, pero, al final, ¿quién puede estar completamente seguro de que nada de lo que esté registrado sobre uno, vete a saber dónde, no te puede acabar arrastrando a ese lugar al que no quieres ir?
¿Cómo había ido a parar allí?
Hacía meses que sabía que se celebraba un importante congreso sobre salinidad oceánica en una de las más prestigiosas instituciones ocenográficas del mundo, el Woods Hole Oceanographic Institution. Sin duda era un contexto más que apropiado para mostrar los grandes avances que mi equipo ha desarrollado durante los últimos años, y eso mismo pensaron en la Agencia Espacial Europea, con la que trabajamos, por lo que nos insistieron en que participáramos. Así que una compañera del trabajo y yo nos registramos, hicimos los preparativos del viaje y nos habíamos encontrado en el aeropuerto de Barcelona aquella misma mañana, dispuestos a emprender el largo viaje desde Barcelona hasta Falmouth, Massachusetts, donde nos íbamos a alojar esos días.
Ya antes de salir de Barcelona a mi compañera le tocó un control aleatorio, junto con un buen puñado de otros pasajeros, a los que llevaron a una sala apropiada. Le hicieron preguntas breves y corteses, le revisaron someramente la maleta y ya está, todo rápido y discreto. Eso sí, le avisaron, si se aprueba la normativa que prepara el Congreso de los EE.UU., pronto no se podrán llevar portátiles en el equipaje de mano, sino que deberán ser facturados, y que incluso podría suceder tal cosa antes de que emprendiéramos el viaje de vuelta.
Después, ocho horas de vuelo hasta llegar a Newark y allí, al pasar el control de fronteras, fui seleccionado para un segundo cribaje; afortunadamente, esa vez mi compañera se salvó. Así fue como acabé en el pozo sensorial de aquella sala, mientras los minutos pasaban y mi correspondencia con el vuelo a Boston peligraba.
Cada pocos minutos alguno de los allí retenidos era interpelado para acercarse al mostrador donde un guardia de fronteras hablaba con él o ella, generalmente brevemente; después, le devolvían el pasaporte y le dejaban marchar. Era un goteo lento pero constante, y por lo que pude comprobar cada persona pasaba en media poco más de una hora en aquella sala. Según mis cálculos, eso me dejaba unos 20 minutos para llegar al avión a Boston antes de que comenzase el embarque, 40 minutos antes de la salida del avión. Estando en un aeropuerto que no conocía, las posibilidades de perder mi enlace eran muy elevadas. Y entonces, ¿qué? ¿Quién respondería por ello?
Coincidiendo prácticamente con el plazo que había estimado me llamaron. "Antonio María Turiel Martínez". Me levanté y fui al mostrador, intentando mostrar una sonrisa cordial y confiada. El escritorio de los agentes estaba en una tarima, de manera que el agente de fronteras queda muy por encima de la cabeza del interrogado, lo que incrementa la sensación de intimidación.
El agente hablaba español, con fuerte acento estadounidense y mexicano. "¿Es Vd. de León?". "Sí", dije yo. "¿Cómo se llaman sus padres?". Le contesté. Y entonces llegó la pregunta de marras:
- ¿Qué distancia hay entre León y Granada?
Un segundo de titubeo, y contesté:
- No sé. Mucho. Qué sé yo, 800 kilómetros -respondí por fin.
Sabía que de León a Madrid hay poco menos de 350 kilómetros, y de Madrid a Granada, pensaba, podría haber unos 400 o 500, de ahí mi respuesta.
- ¿Unas diez o quince horas manejando? - me preguntó entonces.
- Hombre - dije yo - si fueran diez o quince horas conduciendo la distancia sería mayor.
- Muy bien, Sr. Turiel. Aquí tiene su pasaporte. Que tenga una feliz estancia.
Cogí mi pasaporte y me alejé torpemente del mostrador, en dirección a la puerta. En seguida me encontré con mi compañera, la cual había preguntado por mí y quizá había acelerado mi salida de aquel lugar. Más tarde pude comprobar que entre León y Granada hay 765 kilómetros por carretera, así que mi respuesta había sido bastante acertada. No pude evitar pensar qué hubiera pasado si me hubiera equivocado por mucho con esta distancia...
Faltaban 45 minutos para la salida de nuestro vuelo, pero aún nos quedaban muchos obstáculos. Tuvimos que pasar la declaración de aduanas, la cual afortunadamente fue muy rápida; después, salir a los mostradores de facturación, pues no nos daban la opción de hacer la correspondencia directamente; después, en medio de un gentío delirante, localizar nuestro vuelo. Afortunadamente, el vuelo a Boston sufría un retraso de nada más y nada menos que una hora y media, así que el hecho de que el vuelo no hubiera aterrizado en la mismo terminal de la correspondencia no fue tan grave. Tras orientarnos, cogimos el tren automático hasta el otro terminal y ahí llegamos a las puerta de embarque, con una fila portentosamente larga. 20 minutos de cola y ya llegamos al control de equipajes. Desafortunadamente, mi mochila se fue por un camino diferente a las de los demás: otra vez un control extra.
Me puse al final de la cola de desvío, a esperar que la agente de control de equipajes revisase el mío. Una familia con niños pequeños esperaba delante de mi. La agente se estaba mirando los pequeños botecitos que llevaban en su equipaje, probablemente jabones y champús, y ese gesto fue una muestra acabada de la absurdidad e impotencia de tanto control. ¿Cómo podría saber esa mujer si esas substancias era peligrosas sólo mirándolas? Era un total ejercicio de inutilidad.
Por fin me llegó el turno y la agente empezó a revisar mis cosas. La única cosa que le interesó fue mi portátil. Me asaltó una vaga inquietud: si me obligaban a encender el ordenador verían que utilizaba el sistema operativo Linux, y una cosa tan extraña me haría seguramente parecer muy sospechoso. Ya me veía dándole explicaciones a un agente malencarado en otra sala oculta de la vista del mundo, cuando la agente acabó de revisar mi portátil: tan sólo había escaneado la batería. Para cuando hube recogido todas mis cosas y vuelto a atarme los zapatos era exactamente la hora a la que estaba previsto que saliese nuestro vuelo de correspondencia.
Tan ajetreado paso por los controles había hecho mella en nuestro ánimo, pero nos consolaba la suerte de que el avión saliese con retraso y no lo hubiéramos perdido (lo cual hubiera desencadenado un pequeño tsunami de papeleo y reclamaciones, a diversas bandas encima ya que en el CSIC los viajes son tramitados obligatoriamente por una conocida agencia de viajes y se ha de pasar por ellos necesariamente para todo). Para nuestra desgracia, el retraso final fue aún mayor, pues ya en el avión éste aún tardó una hora más en salir. Para cuando llegamos a Boston, el último autobús a Falmouth, nuestro destino final, ya había partido y empezaba a ser un poco tarde (hora local, porque para mi reloj interno la hora era tardísima).
En el mostrador de las líneas de bus urbano explicamos nuestra situación y la opción que nos dieron fue que cogiéramos un autobús hasta Sagamore, que distaba unos 30 kilómetros de nuestro destino final, y que desde allí buscáramos el medio de llegar a Falmouth. Mientras mi compañera se informaba sobre los horarios yo llamé a un colega que sabía que ya estaba en Falmouth y que había tenido el buen criterio de alquilar un coche. Le expliqué la situación y muy amablemente se ofreció a venir a buscarnos a Sagamore.
El viaje en autobús estuvo también salpicado de anécdotas, sin mayor relevancia para lo que aquí se explica. En EE.UU. casi todo el mundo tiene coche y el autobús es un medio de transporte marginal y, para lo que es, relativamente caro. Tras hora y pico de trayecto nos dejaron, al azote del frío y de la lluvia, al lado de una gasolinera en medio de ninguna parte cerca de Sagamore. Al final nuestro colega nos rescató y pudimos llegar al hotel. Para cuando pude meterme en la cama hacía 25 horas que me había levantado, por lo que me fui a dormir, en horario español, a la hora en la que generalmente me levanto.
El congreso transcurrió bien, sin novedades reseñables; presentamos nuestro trabajo, pudimos conocer el trabajo de nuestros colegas, y tuvimos tiempo para discutir con ellos. Por la tarde paseábamos brevemente por Falmouth y cenábamos. Contrariamente a muchos lugares comunes que se dicen de los norteamericanos, la gente que nos encontramos fue amable y agradable, muy serviciales y comprensivos con el hecho de que al ser extranjeros no siempre comprendíamos todo lo que nos decían.
Llegó el día de la vuelta, y aún nos esperaba una nueva prueba con los controles obsesivos. Resultó que la agencia de viajes había contratado un vuelo Boston-Montreal-Barcelona, pero al llegar al mostrador de facturación nos informaron de que para pasar por Canadá debíamos haber solicitado una especie de visado electrónico y sin él no podían imprimirnos las tarjetas de embarque. "No se alarmen", nos dijo el amable empleado de Air Canada, "el formulario se completa online, se pagan 7 dólares canadienses y generalmente al cabo de unos minutos ya te dicen si puedes o no viajar". Así que nos fuimos a sentarnos a un banco e intentamos rellenar el formulario de marras con la wifi del aeropuerto, pero ésta iba demasiado sobrecargada y el proceso de pago fallaba siempre. Tras una hora de infructuosos intentos, al final yo acabé llamando a mi mujer en España y le fui dictando los datos del extensísimo formulario, mientras mi compañera consiguió que le dejasen una tablet conectada a su red interna en el mostrador de Air Canada. Al cabo de unos minutos conseguimos la confirmación para viajar y pudimos sacar las tarjetas de embarque.
El acceso a las puertas de embarque fue caótico y desorganizado, con multitud de problemas y muestras de improvisación bastante ibéricas, y en el control de equipajes retuvieron esta vez el de mi compañera. Habíamos llegado al aeropuerto con cuatro horas de antelación, pero para cuando nos sentamos en el vestíbulo de las puertas de embarque faltaba menos de una hora para nuestro avión.
Ni mi compañera ni yo osábamos decirlo, pero ambos éramos conscientes de que si al pasar por Canadá nos sometían a los mismos controles obsesivos que habíamos sufrido durante todo el viaje perderíamos la conexión a Barcelona (sólo teníamos hora y cuarto para la correspondencia), y seguramente ya no habría ningún otro vuelo hasta el día siguiente. Así que cruzamos los dedos.
Al llegar a Canadá vimos una larguísima y serpenteante cola para pasar por el control de pasaportes y nos temimos lo peor; sin embargo, los ocho agentes que trabajaban en ella sólo se demoraban unos pocos segundos por viajero y al final, al cabo de pocos minutos y para nuestra incredulidad estábamos llegando a la zona internacional del aeropuerto internacional de Canadá, limpia y luminosa en contraste con todo lo que habíamos visto en EE.UU. Mi compañera no pudo evitar decir: "Por fin estamos en un país civilizado".
El vuelo a Barcelona transcurrió sin mayor sobresalto, y al llegar al Prat vimos una lenta y larguísima cola para pasar el control de pasaportes de los ciudadanos no comunitarios. Esta vez no nos tocaba a nosotros pasar por esa penalidad; en cuestión de pocos minutos atravesamos el control para los ciudadanos comunitarios. Por fin estábamos en casa, a salvo de controles obsesivos y de oscuros agujeros en los que caes sin saber por qué y sin saber si saldrás de ellos.
El mundo en colapso es un mundo muy diferente al que hemos vivido durante las décadas de la triunfante globalización. El miedo global, el terrorismo sin fronteras, la proliferación de guerras por los últimos recursos, todo ello nos arrastra insensiblemente hacia una supresión de las libertades civiles y un aumento de los controles obsesivos pero inútiles. Nuestra condición colapsante nos va arrastrando a la negrura, y los gobiernos, como las personas que se están ahogando en medio del mar, chapotean frenéticamente intentando salir de ese marasmo. Intentan atrapar la oscuridad con las manos sin darse cuenta de que son ellos mismos quien la crean, que son sus acciones, sus muchas manos levantadas, las que tapan la luz.
Antonio Turiel
Mayo de 2017
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