viernes, 7 de mayo de 2021

Distopía XII: Un café en la bahía

 

Joan miró una vez más hacia el mar. El agua se veía limpia, cristalina. A esa hora de la mañana, el reflejo del sol confería un tono dorado a casi toda la bahía; las pequeñas olas dispersaban su brillo, con un tintineo al tiempo irreal y relajante. 

Podría pasarse horas así, mirando la bahía, como había hecho cuando era niño, cuando la miraba casi desde la misma posición que ocupaba él ahora. Aunque de niño los camareros, con discretos puntapiés en el culo, iban sacándole de la tarima de la terraza donde se sentaba junto a Oriol a mirar el amanecer en la bahía.

Treinta años más tarde, era un respetable caballero que en vez de en el suelo se sentaba en una silla de aquella misma terraza, y los camareros no le daban puntapiés en sus posaderas, sino que revoloteban alrededor de él, obsequiosos. Quizá porque aquella fresca mañana de primavera él era el único cliente en todo el café.

Café. Revolviendo con la cucharilla el brebaje que le habían servido se preguntó por qué seguían llamando a estos establecimientos "café". Ya no había café en el pueblo, solo achicoria torrefacta.

Volvió a levantar los ojos hacia su amada bahía, pero en vez del mar y el onírico reflejo del sol se encontró con la figura de un hombre, al que reconoció a pesar del tiempo transcurrido.

- ¡Oriol! - Joan se levantó con ademán de abrazarlo, pero ante la mirada hosca del otro se conformó con estrecharle la mano - Gracias por venir.

Oriol le miraba de hito en hito, desconfiando, sin moverse del sitio, estrechando la mano de manera firme pero un tanto mecánica.

- ¿Cuánto le has pagado al chaval que me ha venido a buscar, Joan? - dijo Oriol.

- Bah... no sé... - respondió despreocupadamente Joan - Una moneda de dos euros.

- ¡Una moneda de dos euros! - exclamó Oriol - Así no me extraña que me haya arrastrado hasta aquí - dijo, señalando de manera vaga al crío de diez o doce años que aún estaba a su lado.

- Toma, chaval - dijo Joan, y para estupefacción de Oriol le lanzó otra moneda de dos euros, que el muchacho cogió al vuelo con la presteza de un urraca, antes de emprender una carrera tan rápida que casi desdibujó el "Gracias, señor".

Oriol se acercó a la mesa, apartó una silla y se sentó en ella.

- Si vas soltando pasta de cuatro en cuatro euros, tendrás a toda la muchachada pululando alrededor de ti todos los días de tu estancia - dijo, mientras acercaba la silla a la mesa y apoyaba sus codos sobre ella.

- Se lo había prometido: dos euros ahora y dos euros cuando me traigas al señor Oriol.

- Pues aquí estoy - dijo Oriol - y no me vas a impresionar con tus modos de ricachón. ¿Qué vienes a vendernos? 

- ¿Yo, Oriol? - dijo Joan - Yo no vengo a venderos nada. Solo quería volver a ver a un viejo amigo de la infancia.

Oriol esbozó una mueca sarcástica con el lado derecho de la cara y se recostó sobre el respaldo.

 - Sí, claro - dijo por fin - un amigo al que no has visto en más de veinte años y que, casualmente, ahora es el alcalde de esta villa. - Oriol posó su manaza de manera brusca sobre la mesa y añadió: - No me vengas con puñetas. ¿Qué narices vienes a buscar? ¿Qué mierda nos queréis vender ahora? ¿No nos habéis hecho suficiente daño ya?

Dijo las últimas palabras ahogando la rabia, con el rostro descompuesto. Joan miró unos segundos fijamente a Oriol y, tras un suspiro, le dijo.

- No, Oriol, no vengo a venderos nada. Solo vengo aquí buscando un poco de paz. Y de paso recuperar mi vida pasada.

- ¿Un viaje sentimental, eh? - dijo, casi apartando de un manotazo a un camarero que se había acercado a preguntarle qué desearía tomar - Pues vaya sitio que has escogido para pasar tus vacaciones, Joan. Este pueblo ahora es un puto agujero. Fue un lugar muy bello, algunos decían que el más bello del mundo, pero ahora es una cloaca - y con un gesto rápido hizo venir al camarero al que casi había agredido antes y le pidió que le trajera un trifásico.

- Yo no lo veo tan mal, Oriol. - dijo Joan, agitando su achicoria con la cucharilla, y levantando su vista hacia la bahía - Sigue siendo un lugar muy bello.

Oriol se miraba a Joan con incredulidad, negando con la cabeza.

- Un lugar muy bello, dices, ¿verdad? - Oriol miraba a su bebida y negaba cada vez más rápidamente con la cabeza. - ¿Tú ves aquellos monstruos de allí, verdad?

- ¿Los aerogeneradores? - dijo Joan - Sí, sí que los veo. Creo que los fabricó la empresa para la que trabajo en Alemania.

- ¿Ves que bien? Así todo queda en casa. - dijo Oriol, apurando la mitad de su trifásico de un solo trago - ¿Y qué te parecen, en tu opinión de ingeniero experto? ¿Cómo se ven?

- Se ven abandonados - dijo Joan, sin sombra de emoción en su voz - Parece que solo uno conserva las tres aspas, pero viendo la mancha de óxido que se distingue desde aquí apuesto a que no puede ni girar.

- Ya no giran, no. Pero bien que giraban el día que tú te fuiste de aquí, perdón, el día que huiste - dijo Oriol, con cierto tono de reproche.

- En realidad inauguraron el parque unos días después de que me fuera. Pero, Oriol, yo no participé en ese proyecto, ni tuve nada que ver - dijo Joan.

- ¿Y qué más da? Seguro que sí que participaste en otros proyectos que destrozaron otros sitios - repuso Oriol.

Joan bajó la cabeza porque lo que decía Oriol era cierto.

- Oriol - dijo al fin - era una situación de crisis. Teníamos el cambio climático, y teníamos una grave escasez de combustibles fósiles encima. Se tenía que hacer algo, y hacerlo con rapidez.

- No, Joan, no te equivoques - dijo Oriol, mientras pedía otro trifásico "me invitas tú, ¿verdad?" y Joan asintió - no se tenía que hacer esto. Esto es lo que tú, y gente como tú, decidisteis hacer, sin consultarnos a la gente del pueblo, sin preguntarnos qué queríamos, sin escuchar nuestras dudas y nuestro miedos. Sin respetar nuestra tierra.

Joan seguía con la cabeza baja, mirando su bebida de achicoria torrefacta, pero por fin levantó la mirada, fijándola en Oriol.

- Sí, Oriol, tienes toda la razón. - le dijo pausadamente, como se dice una verdad que uno ha guardado durante años en el pecho - Fue un error instalar este parque aquí.

- Claro que fue un error, Joanet, claro que lo fue, pero, si al menos ése hubiera sido el único error... - las palabras de Oriol se aceleraban - porque después de plantarnos el puñetero parque vino todo lo demás.

Joan callaba, pero ya no bajó la mirada.

- ¿Ves aquel edificio de allá? Era la subestación terrestre. Los días de bruma y calima se sentían chasquidos de la electricidad en el ambiente, si te acercabas demasiado. Claro, nos instalaron un gigavatio de potencia eólica, nada menos.

- Es normal - dijo Joan - esta zona tiene un gran potencial para la eólica marina.

- Sí, y tanto que tiene potencial - siguió Oriol, con visible sorna - y también diferencia de potencial: tanta diferencia de potencial que cualquiera que se acercara a unos pocos metros del cable submarino quedaba frito. ¿Has visto cómo tiene la mano Albert, el hijo de Quimeta? Pues eso.

- Pero eso no fue todo - añadió Joan.

- Pero eso no fue todo, en efecto - prosiguió Oriol - porque con el parque montado se dieron cuenta de que no había demanda para tanta electricidad. Así que, ¿qué se podía hacer? Pues una planta de electrólisis y a producir hidrógeno verde.

- El hidrógeno verde se podía aprovechar para mover camiones - dijo Joan, con calma.

- Claro que sí, y por eso nos montaron la plataforma logística allí detrás. Todo ese trozo de playa, a tomar vientos, nunca mejor dicho. - Oriol se espoleaba, recordando la desgracia - Claro que así le dimos utilidad a la playa, ¿no? Porque entonces comenzaban a desaparecer los turistas: total, ¿quién podría querer venir a veranear a una playa con malos olores por el cloro que se desprendía con el hidrógeno, con una agua que desteñía los bañadores por culpa de la sosa cáustica que la planta de electrólisis concentraba en el agua del mar, y con un tránsito interminable de camiones?

- A decir verdad, en aquellos años el turismo cayó en picado en toda Europa - apuntó Joan.

- Sí, lo sé; - Oriol se lo miraba con aquella expresión del que lleva años oyendo y discutiendo los mismos argumentos -  no sabes cuánta gente, de por aquí incluso,  decía: "Si nos quedamos sin turismo, tendremos que reconvertirnos industrialmente". Por eso montaron una pequeña papelera, para aprovechar el cloro, y una fábrica de jabón, para aprovechar la sosa cáustica.

- Y esto trajo nueva prosperidad al pueblo - dijo Joan.

- Sí, claro, Joan - contestó Oriol - pero también vertidos de organoclorados y otras miserias. Conseguimos cargarnos toda la vida de la bahía  - Oriol abría mucho los ojos, casi fuera de sí - ¡Toda la vida, Joan! Fuera las fanerógamas, las algas, los peces, los moluscos. Incluso exportábamos contaminación a otras playas hacia el sur. Un éxito comercial en toda regla.

- Ya ha pasado un tiempo, Oriol - dijo Joan.

- Sí, claro, ya ha pasado un tiempo - la voz de Oriol se fue calmando mientras miraba la taza: aún le quedaba más de la mitad de su segundo trifásico - Resulta que no era tan económico mantener una planta de electrólisis que usa agua de mar, porque todo se corroe y tienes que cambiar muchas piezas cada pocos años. Piezas que empezaron a escasear. Como las de los aerogeneradores. Al final, tu empresa quebró...

- No, Oriol - le corrigió Joan - mi empresa no ha quebrado nunca; en aquel momento el parque y resto de instalaciones habían sido vendidas a otra empresa.

- Sí, claro, tienes razón - dijo Oriol - una tapadera pensada para quebrar y no endilgarle el marrón a tu empresa.

- No te falta razón - concedió Joan.

- Pues eso. Ya no se reparaban los aerogeneradores, todo fue decayendo, y luego vino el temporal del invierno del 32 y... bueno, el resultado está a la vista - dijo Oriol, mirando a la bahía y apretando los dientes con rabia.

Joan miró al mismo punto. Atravesado en medio de la bahía, la gigantesca estructura de un aerogenerador volcado obstruía el paso de toda una sección del antiguo puerto.

- Dijeron que no había habido un temporal como ese en cien años - continuó Oriol, mientras Joan seguía con la mirada fija en el cadáver tecnológico - Después de eso, hemos tenido otros tres - añadió, casi con el tono de un actuario haciendo inventario. - Hey, que aparte de esa bestia que rompió las anclas y llegó prácticamente hasta la orilla, tenemos otras dos bestias hundidas en el fondo.

- ¿Y qué, Oriol? - dijo Joan, mirando a los ojos a un perplejo Oriol - ahora han pasado ya, cuánto hace, ¿cinco años? Las estructuras comienzan a agrietarse. Tardarán años, décadas quizá, en colapsar, pero al final lo harán. Colapsarán. Quedarán reducidas a polvo. Desaparecerán. Y mientras tanto, la vida ha vuelto ya a la bahía. ¿No oyes cómo cantan los pardales? El agua vuelve a estar limpia, cristalina. Han vuelto las algas y los peces. La vida se abre camino.

Oriol dio un buen tiento a su carajillo.

- Pues mira, te voy a dar la razón. - dijo por fin - puesto que al final las aguas van volviendo a su cauce. Pero, eso sí, ahora somos mucho más pobres. No fuiste el único que se fue del pueblo.

- Todo el mundo se volvió más pobre, Oriol. - el tono de Joan tenía algo de solemne - Era algo inevitable.

- No en Alemania. - dijo Oriol, mientras negaba con la cabeza - He oído decir que ganaste tus buenos dineros, y viendo cómo gastas tus euros está claro que es verdad.

- Hacer de ingeniero en Alemania estos años ha sido provechoso económicamente, es cierto - dijo Joan - y a base del hidrógeno que se producía en otros sitios, por ejemplo aquí, pero que se consumía allá, logró Alemania mantener un nivel de vida más alto... por un tiempo. El espejismo también se acaba allí, Oriol, solo que aún no se han dado cuenta. Aún tienen que hacer el proceso que vosotros ya habéis hecho aquí: comenzar de cero, con humildad y con tesón, viviendo de lo que la Naturaleza da.

- ¿Así que has venido a pasar unos días, sin más, no, Joanet? - dijo Oriol tras apurar el trifásico - Pues bueno, hombre, ya me gustará quedar algún rato para hablar de recuerdos de infancia y que me cuentes cómo se vive en Alemania. ¿En qué hotel te quedas? ¿En el Europa o en el Bahía?

- Me he instalado con mi familia en casa de mis padres - respondió Joan.

- ¿En casa de tus padres? - Oriol le miró extrañado - Pero, ¿no la habías vendido?

- Sí, pero la he vuelto a comprar. Nos mudamos aquí. No hay futuro en Alemania. Ya no. Y aquí - dijo mirando de nuevo al mar - al menos tenemos la bahía más bonita del mundo.

Antonio Turiel

Mayo de 2021.


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