jueves, 20 de junio de 2013
Un futuro sin más (II): El juicio
[Las personas y situaciones que aparecen en este relato son completamente ficticias. Cualquier parecido con personas o hechos reales será siempre mera coincidencia]
(enlace a la primera parte del relato)
Jan conocía bien el país vecino, la República como les gustaba decir a sus nacionales, desde su época de estudiante de doctorado, y hablaba con fluidez el idioma. A David le costaba más comunicarse, más que por falta de competencia lingüística debido a su natural timidez y su falta de experiencia. Sin embargo, el mismo día que entraron en el calabozo del pequeño pueblo de la frontera donde les detuvieron tuvieron una cosa clara: también en la República se les consideraba unos criminales de la peor especie.
¿Cómo podía Jan haber estado tan ciego? Había corrido buscando el paraíso y lo que se había encontrado era otra ciénaga. Quizá la gente era un poco menos salvaje y brutal que en su país natal: al menos sobre el papel el país vecino era formalmente una república democrática; sin embargo, en poco tiempo comprendieron, gracias a sus contactos con los otros presos, que en realidad la República no era más que una dictadura encubierta. Durante los meses que Jan y David habían permanecido huidos se habían producido muchos cambios, es cierto, pero en realidad las transformaciones se habían ido operando al mismo tiempo que en su país de origen, y por los mismos motivos: la crisis económica implacable que se había ido agudizando sin parar, el acceso cada vez más penoso a los diversos recursos naturales, cada vez más escasos... cada casa sin luz, cada gasolinera sin diésel, cada panadería sin pan habían arrastrado a la República hacia posiciones cada vez más autoritarias y más represivas, único modo con el que las fuerzas políticas habían consensuado que se podría mantener una frágil paz social. Jan había estado cegado por la falta de información de calidad sobre lo que realmente pasaba en la Repúbica; simplemente se creyó todo lo que leyó en su país mientras fue un hombre libre, y confió en aquella vieja máxima "no news, good news". No fue hasta que estuvo en una de las cárceles republicanas que tuvo un contacto directo y brutal con la realidad del país que antes idealizaba. Comprendió tarde que en realidad la democracia en su propio país había comenzado a morir mucho antes de que para él fuese evidente, desde el mismo momento en que los medios de comunicación filtraban, censuraban o simplemente frivolizaban la información sobre la degradación social y de la calidad democrática que se vivía en otras naciones; además, las corresponsalías en el extranjero salían caras y era más barato simplemente republicar lo que las agencias públicas difundían por sus oficinas de prensa. ¿Cuántas otras naciones en Europa y en el mundo estarán pasando por un descenso a los infiernos semejante? Si la República, antaño baluarte de las libertades y faro de la razón para Occidente, había sucumbido de una forma tan acabada e irremisible, ¿qué habría sido de tantas otras naciones de menor tradición racional y democrática? Jan se estremeció al pensarlo. Si pudiera escapar de este infierno, ¿a dónde, realmente, podría huir? ¿Dónde una persona sensible podría refugiarse? Se dio cuenta que no sabía nada del mundo en el que vivía.
La inmersión en la realidad de la República les vino al conocer muchos presos, encarcelados por motivos de lo más peregrino en algunos casos, a través de los diversos penales en los que hicieron parada en su lento peregrinar hacia la capital donde iban a ser juzgados por crímenes contra la Humanidad ("habrán perdido la grandiosidad pero no la grandilocuencia", pensó Jan la primera vez que le formularon los cargos). Había gente encarcelada por 10 años por haber intentado robar algo de comida para sus hijos, o por 5 años por haber osado protestar contra unos impuestos que les estaban desangrando. E invariablemente, ya fuese en un pequeño penal del campo o una gran cárcel de ciudad sólo veían a los otros presos cuando éstos volvían por las noches a los penales después de pasar su penosa jornada empleada en trabajos forzados. Al igual que en su país natal, la República se había vuelto adicta a la fuerza muscular humana, faltando otras fuentes más potentes de energía; aunque, en honor a aquella frase que les dijo el gendarme que les detuvo ("nosotros somos más civilizados") las condiciones de esa esclavitud legal eran más razonables que en casa y eran pocos los que morían en los campos de trabajo; la mayoría vivían para poder salir de la cárcel e intentar no volver a entrar en ella (generalmente de manera infructuosa).
Sin embargo, ni Jan ni David fueron obligados a trabajar en uno de esos campos. Esto extrañó y preocupó a la vez a Jan. Era obvio que no les consideraban unos presos más. Por lo que entendió hablando con otros presos, al igual que en su país los científicos habían sido públicamente repudiados primero y luego perseguidos con saña. Curiosamente los políticos habían conseguido mantener un cierto nivel de respeto por parte de la población. O no tan curioso; por el relato que Jan consiguió hacerse con fragmentos aquí y allá, los políticos habían conseguido cargar toda la culpa en diversos sectores de la sociedad, y particularmente en los científicos. La República, que durante siglos había sido un baluarte de la Ciencia, la nación que le trajo la Razón al mundo, no había sido capaz de perdonarle a la todopoderosa Ciencia que no fuera capaz de auxiliarla en los momentos de necesidad. Jan se sorprendió al comprobar cuánta gente estaba convencida de que los científicos formaban parte de una odiosa conjura internacional para mantener a la Humanidad sometida a una nueva Era de la Oscuridad. No pocos presos, acusados algunos de crímenes realmente de importancia, reaccionaban violentamente cuando sabían que Jan y David eran científicos; en una de las ocasiones, incluso, el profesor salvó su dentadura gracias a la rápida actuación de su pupilo (quien a fuerza de desventuras había comenzado a espabilar). En las últimas prisiones antes de llegar a la capital de la República Jan y David se hicieron pasar por contrabandistas del sur que habían asesinado a un gendarme que había estado punto de atraparles, para luego ser capturados; y para explicar por qué no les sometían a trabajos forzados decían que suponían que era porque los gendarmes querían hacerse con su botín y no tenían interés en que murieran o escaparan en los campos de trabajo. Con esa rocambolesca historia conseguían ser la comidilla de la prisión el día o dos que pasaban allí, pero nadie les hacía nada pensando en cómo aprovecharse de esos contrabandistas tan ricos y vigilados por los guardas, y para cuando algunos presos más osados habían urdido un plan para extorsionarles ya se habían marchado hacia un nuevo presidio. Jan comprobó que su vida era más simple si le tomaban por un criminal que si le tomaban por un profesor universitario, y concluyó que la decadencia de la República debía ser completa.
Un mes después de ser detenidos en la frontera llegaron por fin a la capital. Allí no fueron alojados en ninguna de las muchas y abarrotadas prisiones que había en aquella época en la gran ciudad, sino que fueron directamente trasladados a los calabozos de la Corte Nacional. Veinte años atrás un Jan estudiante había visitado la parte turística, decorada con extraordinario gusto, de la Corte Nacional; ahora, ya cuarentón, visitaba la parte menos lucida y bastante más sórdida. Aún estuvieron un par de días en el calabozo, sin tener noticias del exterior pero comiendo correctamente - lo que era un gran lujo para una prisión. Hasta que un día vino el Fiscal General del Estado en persona a visitarles, acompañado de un séquito de veinte personas, entre guardias, secretarios y abogados, que a duras penas cabía en el estrecho calabozo. Jan miraba al Fiscal con incredulidad cuando, tras una larga y engolada introducción - tradición nacional - le expuso que se le acusaba de crímenes de lesa humanidad por haber participado como líder destacado en la gran conspiración internacional de los científicos de todo el mundo para ocultar los secretos de la energía libre, que no se molestara en negarlo porque tenían muchísima documentación al respecto, incluyendo la declaración del director del Laboratorio Nacional de Energías Renovables en la que se citaba explícitamente el nombre de Jan Palermo como uno de los líderes de la Gran Conspiración. Con un gesto despectivo el Fiscal General mostró a Jan la declaración de Pierre Lamarck que le inculpaba, pero Jan prescindió del estúpido texto lleno de tonterías dictadas por funcionarios embrutecidos y sólo miró la temblorosa firma. Jan se estremeció imaginándose en qué estado se debía encontrar Pierre en el momento en que firmó ese documento lleno de sandeces y barbaridades. Pobre Pierre, hombre íntegro como pocos había conocido; puestos a elegir un mal menor seguramente inculpó a colegas de otros países, lejos de las garras de esta chusma enloquecida, esperando salvar así a sus compatriotas aunque en el proceso se condenase a si mismo, al reconocer que formaba parte de la "Gran Conspiración". Sintió la tentación de preguntar al Fiscal General qué se había hecho de Pierre, pero su nariz arrugada y el contenido desprecio que reflejaban sus labios apretados hasta volverlos lívidos dejaba claro que, si de él había dependido, Pierre haría tiempo que estaría muerto. Mala suerte: de hecho, había dependido de él. Ese pensamiento hizo enrojecer de rabia a Jan, hasta que reparó en que ahora su suerte y la de David también dependían del mismo energúmeno homicida.
Después de lo que él consideraba un argumento irrefutable (la declaración arrancada por medio de torturas a Pierre Lamarck) aún estuvo el Fiscal parloteando triunfalmente durante un inacabable cuarto de hora, llenándose al boca de palabras que en su engolada voz sonaban más huecas de lo acostumbrado: "responsabilidad", "destino", "ayudar a la Humanidad en tiempos de gran necesidad", "deber ineludible", "la República no reparará en medios para acabar con semejante atrocidad" y expresiones tópicas por el estilo. Lo que dejó perplejo a Jan fue el final de su discurso, de una banalidad propia de un niño de seis años:
- La cosa es simple - dijo el Fiscal - Vd. libera sus conocimientos sobre los dispositivos de energía libre y la República le perdonará sus faltas e incluso - la mueca de desprecio se hizo completamente evidente - le cubrirá de honores. Si decide guardar el secreto se lo llevará Vd. a la tumba, eso ya lo sabe, sólo que llegará allí antes de lo que se piensa.
Jan le miraba con los ojos abiertos, con la expresión de boxeador sonado. Pensaba en las torturas que habría soportado Pierre, y en el absurdo que le planteaba ese hombre que sería docto en leyes pero falto en sentido común y en la más mínima intuición de las leyes de la Naturaleza. Finalmente, bajó la mirada:
- No podría hacer tal cosa - meneó la cabeza lentamente, como intentando alejar un pensamiento molesto y doloroso. Y recalcó para dejarlo claro - No sé hacer tal cosa. Simplemente, no es posible hacer tal cosa.
- Ya me imaginaba que diría algo así - dijo el Fiscal, los labios en una fina línea blanquecina, mientras se volvía - Se le procurará un abogado para su mejor defensa.
Como si eso importara algo, pensó Jan.
El abogado defensor llegó al día siguiente. Un patán de mala muerte cuyo mayor mérito había sido defender al violador del puente del Norte, hazaña que le proporcionó a él cierta notoriedad mediática y a su cliente una ejecución rápida. El tipo veía en el caso de Jan Palermo y de su subalterno David Ros la oportunidad de ser aún más conocido, aunque le importaba bien poco lo que fuera de sus clientes; en realidad, se veía claramente que daba por descontado que serían condenados y ejecutados. Pero la República no podía o no quería permitirse pagar un abogado mejor para defender a los que por otra parte consideraba causa de todos su males. Algunas noches mientras se preparaba la farsa de juicio que vendría David sollozaba quedo, cosa que Jan le disculpaba por su juventud. Jan se mantenía sereno: se sentía cansado de tener que soportar tanta necedad, y aunque no deseaba morir veía lo que estaba pasando con cierta distancia, como si todo fuera el resultado lógico e ineludible de un experimento sociológico macabro.
El juicio se desarrolló según lo previsto: con gran pompa y boato se anunciaron los cargos contra Jan: crímenes contra la República y contra la Humanidad, conspiración, asociación de malhechores, estragos en bienes públicos y privados (se ve que le echaban la culpa de todas las revueltas ocasionadas por la escasez), miles de muertos y heridos, etc. La fiscalía pedía la pena de muerte para Jan y el embargo de todos los bienes que se le pudieran identificar. Para David, la lista era bastante más corta: complicidad y encubrimiento. Para él el fiscal sólo pedía 20 años de trabajos forzados.
Su abogado defensor hizo el bufón desde el primer momento; hizo un alegato inicial tan sobreactuado que consiguió una amonestación del tribunal. Concluyó con una declaración de inocencia de todos los cargos para sus dos defendidos tan poco creíble y con algunas contradicciones obvias, dando vueltas a hechos sobre los que en realidad nadie podía atestiguar (por ser completamente ficticios).
El juicio consistió en una retahíla interminable de testimonios de gente que había sufrido las consecuencias de no tener una fuente de energía mágica que satisficiera sus necesidades, y los reproches a los científicos que se la negaban. Sacaron a un par de pobres diablos de campos de trabajo, antiguos científicos, que atestiguaron haber visto maravillas en funcionamiento con las que experimentaban los jefes de laboratorio, e incluso uno dijo recordar haber visto a Jan en una de esas pruebas, a pesar de que por las fechas que él refería Jan se encontraba sin duda en un congreso anual en la otra punta de Europa, lo cual sería fácil de comprobar consultando los anales de aquel congreso. Pero Jan no quiso señalar esta contradicción, una más en un océano de ellas: seguramente aquellos pobres diablos habían conseguido una reducción de su tiempo de condena con aquellas declaraciones que en realidad no condenaban más a Jan porque después de matarle ya nada más le podrían hacer, y él ya estaba condenado y muerto de antemano. Quién sabe si dentro de unos años el propio David no tendría que recurrir a la misma añagaza para quitarse cuatro o cinco años de condena...
Después de una semana se había terminado la pantomima de testimonios, y Jan le dijo a su abogado que quería declarar. Éste le miró, receloso, pero con buenas palabras y tono sereno le convenció de que lo que iba a decir sería correcto y memorable. Su abogado vio la oportunidad de tener aún más publicidad y pidió permiso al tribunal para que Jan declarara. El juez habló con sus auxiliares unos segundos. "Curioso juicio en que nadie tiene interés en que el principal acusado declare", pensó Jan. Al cabo de un momento, quizá por lo obviamente necesaria que tendría que ser tal declaración, los jueces accedieron a oír a Jan, aunque le advirtieron que no consentirían el más mínimo desacato. Jan les agradeció la deferencia y les aseguró que no pretendía más que hacer una declaración moderada y ponderada.
Teóricamente Jan tendría que haber respondido a las preguntas de su abogado, pero nadie, ni el mismo abogado defensor, tuvo interés en preguntarle nada, y una vez que comenzó a hablar todos tuvieron curiosidad por escuchar lo que tenía que decir. Jan fue conciso y contundente; usó las mejores palabras que conocía de la lengua del país, que no le era propia, en un alegato que llevaba días ensayando en su celda. Simple y directo, sabiendo que no le dejarían hablar más que un par de minutos a lo sumo.
- Señorías, señores y señoras del jurado, público asistente a este juicio, pueblo de la República, de mi país, de Europa, del mundo... - comenzó Jan - quiero pedirles perdón. Perdón por no haber resuelto los problemas tan graves que han tenido nuestras sociedades. Perdón por no haber proporcionado soluciones factibles y expeditivas a la falta de energía y de recursos que han sumido nuestras ciudades en la oscuridad y la inactividad, y nuestra sociedad en la Edad Media. Les pido perdón.
El Juez sonrió, satisfecho, delante del acto de contrición de Jan. Pero éste continuó:
- Pero no les pido perdón porque yo o mis colegas tengamos estas soluciones y se las estemos malévolamente ocultando. No. Les pido perdón por haber permitido que les hicieran creer que la Ciencia era capaz de resolver todo problema que se planteaba. Les pido perdón por no haber protestado delante de esas noticias que repetidamente salían en los suplementos de ciencia y tecnología de los diarios y los boletines de las televisiones anunciando la próxima llegada de una maravilla tecnológica, de alguna nueva fuente de energía y de recursos, que después nunca se acababa de materializar a lo largo de los años. Les pido perdón porque incluso algunas veces neciamente jaleamos y propiciamos tales noticias como un medio de propaganda para conseguir dinero para nuestra investigación, sin darnos cuenta de que estábamos inflando las expectativas de una sociedad en estado de necesidad. Una sociedad necesitada de creer, de creer en algo que les devolvería la prosperidad perdida, de una sociedad a la que no contribuimos a educar lo suficiente, en la que consistimos que la gente dijera cosas como "creo en el Cambio Climático" o "no creo en el Cambio Climático", "creo en el Peak Oil" o "no creo en el Peak Oil", "creo en las energías libres" o "no creo en las energías libres", y expresiones similares que tantas veces habrán oído a lo largo de sus vidas.
El Juez comenzaba a fruncir el ceño. Jan podría hablar sólo unos instantes más, así que decidió ir al grano.
- Todas esas cuestiones no son de fe, no podemos "creer" o "no creer" en ellas. No son cuestiones de creencia, sino de ciencia. Nuestra ciencia es humana y por tanto, como nosotros, incompleta y en continua progresión; pero a pesar de sus limitaciones sí que sabíamos - y aún sabemos los que nos enorgullecemos en practicar la Ciencia- lo que era razonablemente posible y lo que no. No "creíamos": "sabíamos". Pero no fuimos capaces de ver que la sociedad no sabía, sólo creía; permitimos por omisión que la Ciencia fuera la nueva religión, la religión del siglo XX, y cuando llegaron los tiempos de necesidad en el siglo XXI y la Ciencia dijo: "lo sentimos, la Tierra tiene límites, los recursos son finitos, no hay fuentes de energía milagrosas pues todas están sometidas a las Leyes de la Termodinámica, la contaminación no puede crecer indefinidamente sin dañarnos gravemente" nuestros creyentes se sintieron ofendidos y traicionados. Y ahora quieren hacernos pagar nuestra traición sin comprender que no hay soluciones milagro; que el error lo cometimos antes, al dejarles creer que la Ciencia no tenía límites, y no ahora, cuando les decimos la verdad. ¡Dejen de soñar en quimeras! Tenemos que trabajar juntos para construir una nueva sociedad en la que los recursos se gestionen sosteniblemente y..."
- ¡Suficiente! - el Juez estaba rojo de ira - ¡Señor Palermo, ha desacatado a este tribunal con su discurso lleno de maldad y mentiras! Retírese del estrado, y que un alguacil le lleve al calabozo. ¡Y que no le den de cenar! - añadió con infantil determinación el Juez.
Al pasar, esposado, al lado de su abogado éste le susurró al oído: "Has firmado tu sentencia de muerte". Jan no pudo reprimir contestarle amargamente: "En realidad lleva meses firmada, y no por mí".
Desde el calabozo Jan podía continuar oyendo el griterío de la sala de vistas. Estaba claro que su alegato no había sido bien recibido, pero no había dejado indiferente. Luego David le explicaría las barbaridades que aquellas personas, en su mayoría gente de leyes, habían dicho, y cómo pedían para Jan una tortura ejemplarizante antes de ejecutarlo, y -mala suerte- que la pena para David había subido a 40 años, delante de lo cual su abogado sólo pudo balbucear un inconexo "Lo siento, lo siento". David tenía los ojos arrasados de lágrimas; si 20 años le parecían una vida, 40 años le garantizaban la muerte; sin embargo, no osó reprochar nada al profesor, quizá porque sabía que él afrontaba un destino sin esperanza, o quizá porque sabía que en el fondo tenía razón. Que su alegato era el "Eppur si muove" de Jan Palermo. Jan inspiró profundamente cuando su ayudante calló, y le dijo: "No te preocupes, David. Vamos a salir de ésta". David alzó rápidamente la vista y lo miró atónito. ¿Se estaba volviendo el profesor loco bajo la presión? Adivinando su pensamiento, Jan Palermo le dijo:
- Ha vuelto el Fiscal General. He llegado un acuerdo con él. He hecho todo lo que he podido para sacar a esta gente de la ignorancia, y mi muerte me importa ya poco, pero no puedo arrastrarte a ti en mi caída, joven ayudante.
Jan miraba a David. Si no le hubiera llevado consigo aquel maldito día en la capital de su país. Lo que había tenido que hacer por aquel muchacho. Pero aún creía que el chico estaba llamado a hacer grandes cosas.
- Pero, señor, ¿y a qué tipo de acuerdo ha llegado Vd.? ¿Qué tiene para ofrecerle? - acertó a decir al fin David, con la respiración entrecortada por el sollozo.
- Mañana lo verás. Ahora descansa, que mañana emprenderemos un nuevo viaje, como hombres libres, o casi.
David no se creía lo que oía. ¿Había esperanza, después de todo? ¿O el profesor se había vuelto loco sin remedio? El día había sido intenso y las emociones muchas, así que el joven se quedó dormido al poco, sin recordar que tampoco él había cenado.
Les levantaron temprano por la mañana; el Juez quería dictar sentencia expeditivamente. "Nada de sutilezas de procedimiento", pensó Jan, "cómo cambian las cosas cuando la necesidad aprieta". Jan y David entraron en la sala en medio del abucheo general, que debía ser del agrado del Juez pues tardó varios minutos en llamar al orden. Su abogado permanecía sentado a su lado, seguramente pensando que quizá no era tan buena la publicidad de este caso. Se hizo finalmente el silencio y el Juez se dispuso a ordenar al Presidente del Jurado que leyese la sentencia cuando Jan habló con voz fuerte y clara:
- ¡Quisiera hacer una declaración que he acordado con el Fiscal General!
El Juez hubiera cortado la cabeza de Jan en aquel mismo momento si hubiera tenido un hacha, y abrió mucho la boca, rojo de la rabia, para ordenar que lo devolvieran al calabozo - y quizá por el camino lo apalizaran - cuando vio de pie entre el público la imponente figura del Fiscal General, vestido completamente de negro, que con un gesto imperativo asintió. El Juez se quedó paralizado, ridículo con su gran boca abierta y su tez que había pasado súbitamente del rojo al blanco más pálido. Finalmente dijo:
- Sea rápido, profesor Palermo.
"Montesquieu debe estar revolviéndose en su tumba", pensó Jan, y un segundo después reparó en que volvía a ser "profesor". Nunca le gustaron demasiado los títulos, pero su uso reflejaba bastante claramente la opinión de quien hablaba sobre él. Fue directamente al grano:
- Pido disculpas por mi actuación de ayer. Hasta ayer temía por mi vida y por la de mi familia si accedía a revelar los secretos que conozco. La asociación de los Illuminati, a la que pertenecí, hubiera acabado con todos nosotros- le costó decir estas palabras, conteniendo la risa. David le miraba atónito, como si no le conociese.
- Pero el Fiscal General me ha dado las máximas garantías personales - prosiguió Jan - y ahora puedo decir lo que sé en realidad. Me he comprometido con el Gobierno de la República para recuperar el proyecto Tesla, en el que yo participé. Me faltan materiales y los planos de los sistemas de generación de energía libre, destruidos por los Illuminati, pero espero en poco tiempo hacer los primeros prototipos y que en un plazo de pocos años la República recupere el esplendor que merece y que de nuevo sea el faro que ilumine el mundo.
Los ojos se le salían de las órbitas al Juez, la mandíbula irremisiblemente dislocada. Hubiera dicho algo, pero el Fiscal General se avanzó entre la multitud y dijo con fuerte voz:
- Es cierto. De hecho, tengo la orden del Gobierno - y se la entregó al Juez - de trasladar inmediatamente al profesor Palermo y a su ayudante a una instalación militar de máxima seguridad en la que desarrollarán las nuevas centrales Tesla que serán la envidia del mundo y el orgullo de la República - y girándose hacia el público, alzando los brazos dijo: "¡¡Viva la República!!", que fue contestado con tres salvas de "¡¡Viva!!" como en los días de Fiesta Nacional. Un grupo de diez soldados rodearon a Jan Palermo y a David Ros y los escoltaron hacia la salida. Cuando salían por la puerta Jan pudo ver que el Juez seguía con la misma expresión estúpida, la boca grotescamente abierta.
- Lo que propone es absurdo, profesor - dijo David una vez en el camión que les transportaba a su ignoto destino. Lo dijo en su lengua materna pero aún así en voz baja, por temor a ser entendido.
- Lo sé - contestó Jan sin ni siquiera mirarle - No sólo eso: es completamente contradictorio con mi alegato del otro día. Pero resuena perfectamente con los prejuicios de esta pobre gente. Fueron incapaces de entender lo que les decía ayer porque contradecía sus expectativas, y por eso estaban tan furiosos. Hoy, sin embargo, les he dicho lo que querían oír y esto sí que lo han escuchado.
David calló. Tenía la tentación de preguntarle al profesor Palermo qué plan tenía para evadirse mientras montaban ese fantasioso proyecto, pero pensó que les podrían estar entendiendo y no podía formular la cuestión tan abiertamente. Por lo que parecía, iban a estar todo el rato bajo custodia militar - era obvio que el gobierno de la República atribuía mucha importancia a este proyecto- y evadirse no iba ser nada fácil. Todo era cuestión de alargar el proyecto durante años hasta que sus captores se relajasen y ellos encontrasen la manera de escapar.
- ¿Y en cuantos años quieren que montemos la primera planta? - preguntó por fin David.
Jan sonrió cínicamente y dijo: -En seis - y delante de la mueca de David añadió. - Meses, no años-
David se quedó blanco. Seis meses. Habían ganado seis meses, pero igualmente estaban muertos.
Antonio Turiel
Figueres, Junio de 2013
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