lunes, 13 de noviembre de 2017

Las semillas del colapso


Imagen cortesía de Samuel Teruel


Queridos lectores,

Para mi propia sorpresa, parece que al final éste será mi tercer post consecutivo que versa sobre la cuestión catalana. Realmente quería alejarme de este tema que ocupa un tiempo excesivo en los noticiarios y en las mentes de la gente de aquí, y que además no está demasiado relacionado con la energía - tema principal de este blog - pero me veo obligado a volver a ello porque me interesa mucho hacer una serie de consideraciones sobre lo que ha sucedido durante estas últimas semanas. Esta vez, sin embargo, pretendo poner en un contexto más general, y espero que un poco más útil, diversos aspectos de la crisis española del momento.

No volveré una vez más a recapitular sobre todo lo que ha pasado los últimos años y principalmente en los últimos meses: leyendo mis dos últimos posts (Modelo para recortar/Model per retallar y Saliendo de cuentas) y los enlaces que hay allí deberían ser capaces de hacerse una idea de cómo veo la situación actual (si hace poco que ha llegado a este blog le ruego que no se saque conclusiones precipitadas sobre lo que yo pienso y se lea la buena colección de posts míos que están enlazados, principalmente en el primero de los que pongo arriba). Únicamente glosaré de manera muy breve lo que resulta más relevante para mi discusión de todo lo que ha pasado durante el último mes. Dado que mi objetivo final es intentar ir de lo menos específicamente catalán a lo más generalmente occidental, ruego a mis lectores españoles que no se alteren si ven algunos hechos relevantes omitidos en provecho de la discusión que quiero introducir.

Durante el último mes, la situación político-social de Cataluña ha sufrido un vaivén intenso, un flujo de emociones tremendo, y no sólo en esta que aún lo es comunidad autónoma española, sino en toda España. El 10 de octubre el president Pugidemont proclamó la independencia y casi al mismo tiempo dejó esta declaración en suspenso para abrir un tiempo de negociación con el Estado español. Pasaron los días y quedó claro que la única respuesta que iba a haber por parte del Estado español era la intervención de la autonomía catalana, al tiempo que los fiscales iban estrechando el cerco judicial sobre el Govern de la Generalitat. Al final, tras dudar en una delirante mañana si convocar elecciones autonómicas o proclamar definitivamente la independencia de Cataluña, Carles Puigdemont optó por la segunda opción (o eso fue lo que pareció, como discutiré más abajo), para gran regocijo de las masas de independentistas que le jaleaban en las calles. Como respuesta, el Gobierno de España puso en práctica el decreto de intervención de la autonomía, con la intención inicial de mantener el control durante al menos seis meses. Dos días más tarde, Puigdemont se dio a la fuga y se refugió en Bruselas con cuatro de sus consellers, mientras que el Estado español se hacía con el control efectivo de la Generalitat sin ningún tipo de resistencia. El resto del Govern, que se quedó en Cataluña, fue citado a declarar en la Audiencia Nacional unos días más tarde y metido en prisión preventiva, acusados de graves delitos contra el Estado. Y en ésas estamos: el autodenominado Govern en el exilio intentando (con bastante éxito, todo hay que decirlo) atraer la atención internacional sobre el caso, mientras que en Cataluña y en España todo el mundo está pendiente de los nuevos comicios autonómicos convocados por el Estado para el 21 de diciembre, es decir, en el menor plazo legamente posible, de manera un tanto sorprendente por cuanto contradice las intenciones expresadas de un control de más larga duración de la Generalitat.

Como pasa muchas veces en los grandes conflictos, hay un texto, que trata de aquello de lo que se habla, y un subtexto, que trata de lo que realmente subyace al conflicto. En este caso, a mi modo de ver lo que tenemos es un texto de confrontación nacional que genera una reacción nacionalista exacerbada (como ya me temía hace algunas semanas), mientras que el subtexto tiene mucho más que ver con el intento de estratos cada vez mayores de la clase media de escapar de la inevitable y cada vez más inexorable Gran Exclusión.

Referente al texto del conflicto, vemos un posicionamiento dialéctico muy diferente por parte de las autoridades catalanas y de las españolas. De la parte catalana, la mayoría independentista en el Parlament de Catalunya ha forzado la legalidad para conseguir su objetivo, que no era tanto conseguir la independencia de Cataluña como hacer una representación de la misma. Si uno analiza cuidadosamente lo que ha pasado desde comienzos de septiembre, veremos que los actos verdaderamente punibles desde el punto de visto jurídico han sido las irregulares sesiones de los días 6 y 7 de septiembre, donde esa mayoría se saltó el reglamento de la cámara (al estilo de lo que luego hiciera el Senado español en la tramitación del decreto de aplicación del artículo 155) y el mantenimiento de la convocatoria del referéndum para el 1 de octubre, a pesar de estar la ley autonómica que lo amparaba suspendida por el Tribunal Constitucional. Estas irregularidades pueden y deben ser perseguidas judicialmente de acuerdo con el ordenamiento jurídico español, pero no pasan de ser meros delitos de desobediencia, que podrían acarrear inhabilitación para quienes los originaran, aparte de multas, pero nada más. La pintoresca declaración de independencia e inmediata suspensión del 10 de octubre fue en realidad un acto declarativo, toda vez que el president Puigdemont suspendía una independencia que en realidad no había sido declarada. Más políticamente extrema fue la sesión del día 27 de octubre, en la cual la mayoría independentista declaró finalmente de manera formal la independencia de Cataluña; sin embargo, si se examina la parte resolutiva se ve que lo único que acordó esta mayoría fue pedir a Puigdemont que buscase la manera de implementar la ley de transitoriedad jurídica, en tanto que el texto de la declaración de independencia quedaba en la parte declarativa, sin consecuencia jurídica alguna. Tanto es así que el Diari Oficial de la Generalitat de Catalunya no recoge la independencia de Cataluña como un hecho, y la bandera de España no fue arriada del edificio de la Generalitat. Por el mismo motivo, cuando entró en vigor el decreto estatal de intervención de la Generalitat, los mismos que habían sostenido una retórica prácticamente belicosa rindieron dócilmente la administración catalana al control del Estado, acatando de facto la legalidad española.

Delante de esta gran representación orquestada por los partidos independentistas, la reacción española ha sido, desgraciadamente, excesiva, pues a cada jugada de farol y de escasas consecuencias jurídicas (o incluso sin ellas) de los independentistas, el Estado español ha reaccionado con gran dureza y con acciones de gran calado, cargadas de consecuencias jurídicas que forzosamente se tendrán que acabar volviendo contra él. De entrada, la imagen exterior de España se está viendo muy afectada (cosa que era en parte lo que pretendían los independentistas con esta actuación); y, en el ámbito doméstico, la retórica inflamada del Estado ha dado paso a un resurgir del esencialismo nacional español que puede ser la causa de muchos problemas interiores (y no sólo en Cataluña) en el futuro.

Hay que comprender una cosa: ERC y el PdeCat, que formaban la coalición de gobierno Junts pel Sí (JxS) en el Parlament de Catalunya, son partidos afincados en el BAU (como quedó acreditado hace muy poco) y por tanto la posibilidad de una ruptura descontrolada con España, que hubiera precipitado Cataluña en el colapso, no estaba en modo alguno en su hoja de ruta. Si Cataluña tuviese que ser independiente, tendrían que negociarse un montón de cosas con España: control de fronteras, gestión de recursos hídricos, gestión de infraestructuras en general y particularmente la red eléctrica, la gestión de los residuos nucleares, el transporte del gas natural y de productos refinados, la judicatura, la competencias de policía aún no asumidas por los Mossos d'Esquadra... Una lista larguísima que necesitaría de muchos meses de negociación, y unos cuantos años de implementación. Por ese motivo, nunca ha sido la intención de la coalición JxS proclamar la República por su cuenta y riesgo. Al contrario, lo que se ha pretendido ha sido escenificar esta ruptura al máximo posible pero sin acabar de salirse de la legalidad española, intentando forzar una negociación con el Estado español. El problema es que su representación ha sido demasiado creíble y hasta ahora el Estado español se había tomado el desafío como algo real, en vez de como la gran mascarada que era. Sólo recientemente han comenzado a comprender que se trataba de una boutade, y de ahí la insistencia en los últimos procesos judiciales en que los procesados renieguen del independentismo y declaren que acatan la legalidad española.

Pues no sólo fue el Estado español quién se tragó la bola de que se estaba buscando proclamar la independencia por la vía exprés, sino también toda la base social que les había apoyado con sus votos. En su mayoría, esas masas que ocupaban y aún hoy ocupan las calles para dar su apoyo a los diversos hitos de este proceso creyeron de buena fe que realmente íbamos a ser independientes en un plazo ínfimo de tiempo. El duro choque entre la retórica revolucionaria y una realidad en la que, sin la mínima resistencia, todo sigue supeditado a la legalidad española ha causado altas dosis de incredulidad, decepción y fustración en las filas independentistas, tal y como yo anunciaba incluso antes del referéndum del 1 de octubre. Y de ahí la nueva estrategia de la Fiscalía española, que, siguiendo las directrices marcadas por el Estado, pretende hacer patente entre los suyos que, más allá de la retórica, en realidad sólo había un juego de humo y espejos destinado no sólo a confundir al estado español, sino también a la gente que apoya el independentismo. No es por eso extraño que los partidos favorables a la unión estén poniendo el acento en que los partidos independentistas han engañado a sus votantes. 

Porque es cierto que lo han hecho, les han engañado. Se puede alegar que hacía falta esta representación para conseguir un gran avance, que todo este proceso era el primer capítulo de un historia, la de la independencia catalana, que se tenía que escribir forzosamente de esta manera. Sin embargo, los dirigentes catalanes, que se esperaban que al final el Estado español se sentara a negociar al ver el clamor popular, se han encontrado con la sorpresa de que no hay ninguna posibilidad de negociación y que todo lo que se puede esperar es represión. Por eso se les ve tan indefensos, tan incapaces de reaccionar: nunca pensaron que el Estado español fuera capaz de ir tan lejos.


La represión a gran escala (aunque, seamos honestos, todavía de una intensidad controlada) es una de los fenómenos más interesantes de toda esta historia. El 1 de octubre se verificó la extensión de la represión a sectores de la población que no están acostumbrados a ella. Porque dentro de las grandes hipocresías sociales actuales, la gente "normal", la gente "de bien", acepta que la represión pueda ser aplicada, injusta e indiscriminadamente, a otros, a los marginales, a la gente que algo malo seguramente habrán hecho. Que, de repente, la represión se pueda extender a familias que van con sus niños y sus abuelos a votar, a gente que, a su entender, no estaban haciendo algo malo, es algo que ha dejado en estado de shock a la sociedad catalana, un shock que dejará heridas muy duraderas. Y que se pueda encarcelar a personas "normales" y "de bien", con altas dosis de arbitrariedad, saltándose los procedimientos y garantías procesales, es algo también muy inesperado. Ese tipo de tratos a los cuales la chusma está acostumbrada, pero que no debería sucedernos a nosotros.

Mientras en Cataluña gente común se sorprende de que se les trate como pre-excluídos sociales, en España también se ha producido una reacción que causará tanto o mayor mal en el futuro. Delante de la exhibición masiva de enseñas independentistas en las calles catalanas, muchas personas comunes, también ellos pre-excluídos sociales, se han arropado en banderas españolas, en un resurgimiento nacionalista español, también carente de mucho sentido común y atizado por algo que afortunadamente aún no es común en Cataluña: el odio. Ese odio basado en argumentos de trazo grueso, que motiva debates imbéciles y argumentos grotescos con los que se atiza a diestro y siniestro, y no sólo en Cataluña. Esa rabia mal encauzada que se manifiesta en todo y contra todo, tenga sentido o no, como la de esa funcionaria de la Junta de Andalucía que por algún motivo se cree con el derecho de acosarme de tanto en tanto con vitriólicos desvaríos en forma de correos electrónicos. Curiosamente (o no), a medida que arrecian los rasgos más excluyentes del nacionalismo español se intenta repetidamente desde los medios de comunicación españoles presentar al independentismo catalán como un movimiento de corte fascista y xenófobo, sin entender de dónde viene el independentismo de nuevo cuño. Pues si bien el independentismo clásico tiene una cierta componente nacionalista (aunque probablemente menor de la que se le atribuye), el nuevo independentismo, ése que explica que las ansias secesionistas catalanas hayan pasado en menos de una década de menos del 20% de la población a situarse alrededor del 50% actualmente, tiene mucho más que ver con el deseo de huir de un Estado, el español, que se percibe como inoperante, corrupto y vendido a los intereses del gran capital, descuidando su deber de servicio a la ciudadanía. Nada que sea particular del Estado español, en realidad: este problema se reproduce en mayor o menor medida en todo Occidente, y es en parte lo que explica la situación en Grecia, el Brexit o la elección de Donald Trump en los EE.UU., por no hablar del ascenso de la ultraderecha en toda Europa. Una gran parte de la población de Cataluña ha llegado a creer que la independencia podría ser la solución a sus problemas, en tanto que otra parte de más o menos el mismo tamaño no lo cree en absoluto. Lo mejor de caso es que los argumentos que se exponen a favor y en contra tienen poco que ver con la situación real. Dejando al margen lo sesgado de las contabilidades económicas que presentan los exponentes de uno y otro lado, es cierto que la independencia de Cataluña sería una oportunidad para construir un nuevo Estado mucho más justo y social, en el que se limitara la capacidad de cooptación del poder económico y que incluso se contemplara como política de Estado la necesidad de abandonar el crecimiento y apostar por la dimensión social. Pero no es menos cierto que teniendo en cuenta quién está a los mandos de la nave, en vez de dirigirnos a Ítaca más probablemente acabaríamos llegando a Nueva España, donde todos los vicios que creeríamos estar dejando atrás se reproducirían a una escala más local pero no necesariamente menos corrupta. Por el otro lado, los argumentos esencialistas españolistas se están utilizando para ocultar o como mínimo minimizar el proceso de deriva de la clase media hacia la Gran Exclusión vía devaluación interna; la gente se olvida de su tránsito a la miseria mientras se centra en denostar a los malvados catalanes. Mientras tanto, el Estado va derivando cada vez más claramente al autoritarismo (como se ve en el caso de la intervención de las cuentas del Ayuntamiento de Madrid). Como tantas otras veces, la sociedad se rompe en dos bandos antagónicos de similar tamaño sin que uno de los dos domine con total claridad, simplemente porque el verdadero problema se sitúa en una dirección completamente diferente de aquélla por la que se está moviendo (probablemente de manera interesada) la discusión pública. Eso explica en parte el fracaso relativo de la última jornada de huelga general del día 8 de noviembre, si no convocada al menos capitalizada por el independentismo. Quizá se esperaban un paro tan absoluto como el del 3 de octubre, pero si bien entonces la gente estaba aún en estado de shock por los hechos del 1 de octubre, el 8 de noviembre probablemente pesó mucho más la cuestión económica, y es que la realidad es que mucha gente no se puede permitir el enorme lujo de parar un día.

¿Y si el colapso era esto? ¿Y si ésta era la forma que tenía que tomar el colapso en el concreto caso de España? ¿Y si nuestro camino en el descenso energético tenía que ser hacerlo confundidos en debates entre esencialismo español y nuevas repúblicas ibéricas? Para mi estos días han sido muy curiosos: cada dos por tres me he encontrado con personas hablando del mismo tema, del único tema que ocupa recurrentemente las conversaciones. Y con mucha serenidad me he visto dando ánimos y consejos a unos y a otros,  a los independentistas y a los unionistas, todos ellos abatidos, los primeros porque Ítaca estaba más lejos de lo que creían, los segundos porque ven cómo derivan las cosas y que ya no son mayoría. Me he encontrado repetidas veces haciendo de consejero emocional y dándole bálsamo a unos y a otros. Al final, uno de ellos me preguntó por qué yo estaba tan tranquilo, y cómo era que nada de todo eso que altera a todo el mundo me afecta. Sonriendo, le dije que la razón es que yo ya he asumido que vamos a colapsar, al menos parcialmente, y delante de eso todo lo demás me parece accesorio.

En medio de toda la confusión actual, hay un fenómeno nuevo que está surgiendo en Cataluña: los autodenominados Comités de Defensa de la República (CDR). Se trata de pequeños grupúsculos de ciudadanos que se organizan autónomamente para favorecer la llegada de la República catalana, y son herederos de los Comités de Defensa del Referéndum, de mismo acrónimo, que tan bien funcionaron para la organización clandestina del referéndum, tan efectiva que fue capaz de escapar a la presión del Estado. Inicialmente impulsados por algunas CUPs, estos CDRs funcionan realmente como células independientes de gente con una inquietud común que intenta organizarse, de ciudadanos que intentan coger las riendas de la situación con sus manos en vez de esperar que los líderes les resuelvan los problemas. Básicamente, es un gran experimento de empoderamiento ciudadano, favorecido por la crisis independentista. Mientras los CDRs consigan mantenerse como agrupaciones de fines pacíficos podrán sobrevivir, aunque lógicamente el Estado los va a combatir ya que algunas de sus acciones son claramente ilegales (por ejemplo, cortar carreteras o vías del tren). Lo verdaderamente interesante de los CDRs es su capacidad de, por un lado, dar salida a la necesidad de la gente de hacer algo para superar la actual crisis, y por el otro crear estructura que puede resultar muy útil cuando venga la siguiente oleada recesiva y particularmente cuando nos vayamos hundiendo en el progresivo colapso y desestabilización del Estado. Que los CDRs se acaben convirtiendo en sanguinarias milicias o en grupos de resiliencia ciudadana dependerá de la inteligencia colectiva y de la evolución de los acontecimientos. De una manera u otra, son probablemente las semillas del colapso, a falta de decidir si serán las que acelerarán el mismo o las que podrán dar un fruto del cual construir una nueva sociedad cuando el colapso finalmente sobrevenga.

Salu2,
AMT 

Post Data: Mientras nos entretenemos con todas estas cosas, hay algunas otras cuestiones relevantes para los temas de este blog que están pasando: la consolidación de la caída de la producción de petróleo en China; el fracaso relativo de la Oferta Pública de Acciones de la compañía nacional saudí de petróleo, Aramco, y casi al unísono la batida contra la corrupción en Arabia Saudita, que ha descabezado Aramco y otras compañías; la progresiva subida del precio del petróleo; la generalizada bajada de la inversión en upstream que sin embargo se está viendo compensada por la brutal subida de la inversión sólo en los EE.UU. de Donald Trump... Mañana saldrá el informe anual de la Agencia Internacional de la Energía de este año, el World Energy Outlook 2018 y, como siempre, intentaré ofrecerles un análisis del mismo a la mayor brevedad.

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