Plaça de l'Ajuntament de Figueres, 20 de septiembre de 2017, 19:56 |
Queridos lectores,
Quería dedicar ésta y las próximas semanas a discutir toda suerte de temas centrados en la energía y en la educación, con varias contribuciones ajenas destacadas, pero la vorágine de las últimas horas en Cataluña me ha hecho desviarme de mi plan inicial. Querría ser capaz de aislarme del tumulto que me rodea y centrarme en los temas específicos de los que versa este blog, pero la degeneración de la situación en el lugar donde vivo y trabajo hace muy difícil mantener la cabeza serena; incluso, ponerse a discutir los temas menos locales y más trascendentes de los que nos solemos ocupar en esta esquinita de internet podría ser interpretado como una cierta frivolidad o, peor aún, voluntad de ninguneo de la agitación social que llega a todos los ámbitos de la vida cotidiana; pero, ¿cómo ignorar el eco de las sirenas de los coches policiales que ayer retumbaron incluso a través de las paredes de mi laboratorio?
Haré un breve resumen (obviamente personalmente sesgado pues resulta imposible de evitar tal sesgo) acerca de qué pasa y, más importante, de cómo hemos llegado hasta aquí. Creo que tal resumen es importante no sólo para mis lectores de allende nuestras fronteras, sino que quizá puede llegar a ser útil también para aquéllos de mis compatriotas que pudiera ser el caso que hayan perdido perspectiva de las cosas que han ido pasando durante estos años.
Ayer se plasmó de manera dolorosa la diferente concepción de lo que es un proceso político para el Govern de Catalunya y para el Gobierno de España: durante largas horas la Guardia Civil registró numerosas dependencias de la Generalitat de Catalunya y detuvo a catorce personas, la mayoría de las cuales eran altos cargos de la administración catalana. Como reacción a lo que consideran un atropello, miles de ciudadanos de Cataluña se lanzaron a las calles a protestar (mi instituto se quedó medio vacío), de manera mayoritariamente pacífica, delante de los lugares donde se estaban produciendo los registros y las detenciones. La razón de esta medida de tanta fuerza fue la orden del juez que investiga la comisión de delitos asociados a la preparación del referéndum convocado para el domingo 1 de octubre por la Generalitat al amparo de una ley aprobada por el Parlament de Catalunya, ley recurrida por el Gobierno de España delante del Tribunal Constitucional y que ahora mismo está suspendida. Basándose en esa suspensión cautelar, el Gobierno de España considera delictiva la convocatoria del referéndum, y ha dado instrucciones a la Fiscalía General y a los cuerpos policiales españoles para que tomen las medidas adecuadas para evitar ese referéndum, al tiempo que se ha querellado contra todo el Govern y unas cuantas personas más. Durante las últimas semanas se ha producido un goteo de registros y requisa de material propagandístico y de papeletas, que hasta ahora fue tomado a risa por el sector independentista de la ciudadanía, hasta que se produjeron el asalto a las dependencias de la Generalitat y las detenciones de ayer. Para el Govern de la Generalitat, ayer se traspasaron muchas líneas rojas, que le han servido para demostrar qué pueden esperar de una negociación con el Estado español.
¿Cómo se ha pasado del vodevil de los últimos años al drama actual? Y, más importante aún, ¿se puede evitar que el drama acabe en tragedia? No puedo entrar a resumir todo lo que ha pasado hasta ahora: el lector interesado en profundizar más sobre esto puede leer mi primera entrada sobre el puzzle catalán, de hace 5 años, cuando la olla independentista comenzaba a hervir; o la que escribí hace 4 años (con una segunda entrada analizando la viabilidad económica de un nuevo estado desde el punto de vista del capital internacional), o la última, que data de hace 3 años (cuando se produjo la consulta alegal del 9N), aunque el tema de Cataluña sale una y otra vez en este blog, dado el interés que tiene para mi por ser el lugar donde vivo y también por ser un problema de primer orden en España. Déjenme que escoja una serie de hechos de todos esos posts que he mencionado más arriba para situar someramente la discusión actual, sin entrar en más detalles aquí.
Por un lado, sabemos que Convergència Democràtica de Catalunya, el partido conservador que ha gobernado la Generalitat durante casi tres décadas (no seguidas), ha ido derivando hacia posturas cada vez más independentistas con el curso de los años. Es cierto que en un principio esta deriva fue una excusa para hacerse perdonar por los recortes sociales que implacablemente aplicó aquí, con verdadero convencimiento, la propia Convergència. Maniobra que ciertamente dió sus frutos, pues con la cada vez mayor deriva soberanista el rechazo por los recortes al estado del bienestar y también a los tremendos escándalos de corrupción de este partido han pasado a un segundo plano. Pero no es menos cierto que el soporte electoral de Convergència (ahora redenominado Partit Demòcrata Europeu Català, PDeCat, cambio de nombre que justamente se produjo para escapar de algunos de los escándalos de corrupción más graves y que afectaban a su cúpula y a la estructura misma del partido) se ha ido degradando y que en unas eventuales elecciones autonómicas sufriría una caída histórica. En su huida hacia adelante, los líderes de Convergència aka PDeCat se enrollaron en la bandera catalana y abrieron una caja de los truenos que llevaba muchos años cerrada y que ahora no pueden volver a clausurar. El ascenso de Carles Puigdemont, independentista convencido, a la presidencia de la Generalitat, aupado con los votos de los otros dos partidos independentistas, ERC y CUP, ha llevado al escenario actual de confrontación abierta con el Estado español, reclamando para la Generalitat una legitimidad de Estado soberano que justamente es lo que se tendría que discutir vía referéndum. Sin embargo, la coalición gobernante en la Generalitat, formada por el PDCat y ERC, ha tenido demasiada prisa por sacar adelante su proyecto de independencia porque sabían que la ciudadanía independentista no admitiría de grado una nueva dilación de plazos tras siete años de agitación popular continua, y porque además las encuestas muestran que el retroceso electoral que sufriría el PDCat pondría en cuestión la actual hegemonía independentista en el Parlament. Básicamente, así lo comprendieron, era ahora o nunca y se han decidido por un ahora atropellado, lleno de errores de bulto, manipulaciones groseras y falta de respeto a los procedimientos que han hecho las delicias de sus oponentes.
Por el otro lado, tenemos a un Gobierno español regido por el conservador Partido Popular (PP), con Mariano Rajoy al frente, urgido también por sus muchas necesidades. Pues durante los últimos años se han destapado numerosísimos casos de corrupción que afectan a prácticamente toda su cúpula y que comprometen incluso el sistema de financiación del propio partido (situación muy análoga a la de Convergència). Además, la lenta pero progresiva degradación de su base electoral, unida a la actual fragmentación del parlamento español con la irrupción de fuerzas políticas de nuevo cuño, llevaron a una repetición de elecciones primero y a muy feas maniobras para evitar una segunda repetición electoral, incluyendo un tumultoso proceso dentro del progresista y opositor PSOE, que primero defenestró a su líder Pedro Sánchez para facilitar la constitución de un gobierno del PP por medio de la abstención, pero que luego se vio obligado a restaurar a Sánchez en su cargo por el apoyo indiscutible de las bases. En este momento el PP gobierna sin mayoría en el Parlamento español y con el otro gran partido, el PSOE, en una posición tibiamente hostil (ciertamente tibia, pues le está dando un apoyo "crítico" en su manera de encarar el desafío soberanista en Cataluña). Delante del que posiblemente sea el mayor reto institucional de España desde la restauración de la democracia hace 40 años, la actitud del Gobierno del PP ha sido la de dejar que sean los tribunales los que se encarguen de parar el proceso independentista, ya que obviamente la independencia de Cataluña no es legal de acuerdo con las leyes españolas. El problema es que los procedimientos judiciales, en un sistema garantista como el español, son en general demasiado lentos, y en todo caso muy lentos para detener lo que el Gobierno no quiere consentir de ningún modo, que es que llegue a producirse la votación el 1 de octubre que pudiera en cierta manera legitimar a los independentistas. Por ese motivo, a través de la Fiscalía y de instrucciones a los cuerpos de seguridad, el PP ha pretendido acelerar algunos procesos, llegando a las detenciones preventivas de ayer, muy discutibles desde un punto de vista legal. Pero no tiene muchos otros recursos: en repetidas ocasiones se ha dicho que el Gobierno de España podría aplicar el artículo 155 de la Constitución española, que permite suspender total o parcialmente una autonomía española, pero aunque el PP controla el Senado y podría hacerlo, se arriesgaría a sufrir una moción de censura en el Congreso (gracias a mi padre por la corrección). Así las cosas, el Gobierno de España prepara el desembarco de 4000 policías nacionales en Cataluña en los próximos días, con el cometido probable de intentar evitar físicamente que se produzca la votación y eventualmente detener a todo el Govern el día 2 de octubre (no antes, para evitar espolear a que más gente vaya a las urnas).
Hay una cosa un tanto extraña, visto desde una perspectiva europea, en este conflicto institucional, y es la falta de diálogo entre los partidos independentistas catalanes y los partidos españoles. Después de las múltiples demostraciones de fuerza en la calle durante los últimos cinco años y de los resultados en las últimas elecciones autonómicas en septiembre de 2015, en las que los partidos independentistas se presentaron con un programa explícito a favor de la independencia, es evidente que en la actualidad el independentismo catalán tiene un soporte social muy amplio, sin duda por encima del 40% de la población. Sin entrar en la discusión de si el independentismo es mayoritario o no en Cataluña, en cualquier otro país con mayor tradición democrática un porcentaje tan abultado y constatado de apoyo a esa causa forzaría a que se abriera un diálogo entre las dos partes, diálogo que concluiría con la celebración de un referéndum organizado y amparado por el Estado español, como así ha sucedido en tantos otros lugares. Un referéndum libre y transparente, en que las dos opciones podrían ser defendidas con amplitud y claridad. A fin de cuentas, desde el punto de vista de un demócrata no tendría demasiado sentido forzar a los habitantes de un territorio a pertenecer a un país si mayoritariamente no lo desean, pues en la concepción moderna de lo que debe ser un país es una asociación libre por el mutuo interés, no algo inmutable sino, por el contrario, algo negociable y revisable. Además, como demuestra la experiencia de otros países, si se discuten las cosas con serenidad lo más probable es que en tal referéndum el no a la independencia hubiera ganado, porque en todo el mundo occidental la población tiende a ser conservadora en sus elecciones y preferir la estabilidad de un status quo funcional que les garantiza pan y seguridad a una aventura de incierto futuro.
Sin embargo, en España existe aún una minoritaria pero masiva percepción esencialista que impide cualquier aproximación moderna y racional al problema, un esencialismo labrado tras largas décadas de dictadura y adoctrinamiento, y que ha conseguido pervivir, casi inconscientemente, y que es sustentado ahora por muchos que no vivieron esa dictadura. Un esencialismo según la cual España es una idea superior y trascendente que está por encima de las ideas y de las vidas de sus individuos: es el viejo adagio franquista de "España es una unidad de destino en lo universal". Una concepción trascendente de España es comparable con un sentimiento religioso exaltado, que no admite ni enmiendas ni discusión. A un fanático religioso no se le puede plantear la celebración de un referéndum para decidir si Dios existe o no; "¡Qué tontería!" - te diría - "Es obvio que Dios existe". Del mismo modo, al esencialista español no se le puede plantear la celebración de un referéndum para decidir la independencia de Cataluña, "¡Qué tontería! Si Cataluña es España". Desde esa perspectiva esencialista española, si fuera cierto que existiera una amplia mayoría de catalanes que quisiera la independencia de Cataluña sólo podría ser porque han sido abducidos, engañados o se les ha lavado el cerebro, con una actitud paternalista que considera a los otros equivocados porque uno conoce la verdad máxima, la cualidad trascendente de España, que no puede ser cuestionada y es la verdad siempre. Llevada al extremo, hay quien en un arrebato considera que, en vez de sentarse y dialogar para entender los argumentos del otro, considera que lo que tendría más sentido es echar a los catalanes al mar o incluso destruir Barcelona con un misil, cualquier cosa antes que aceptar que Cataluña y sus gentes simplemente siguieran su rumbo como un país diferente, cualquier cosa antes de aceptar que la actual configuración de España no es una verdad indiscutible sino una construcción humana y por tanto provisional y revisable. En vez de querer construir un espacio común de encuentro donde todos los que quieran se sientan incluidos, el esencialismo español se considera legitimado para imponer su verdad por la fuerza si ello fuera preciso. Y el problema aquí es que el PP (y una parte del PSOE) se arropa en el esencialismo español, igual que Convergència lo hace con la bandera catalana y con igual motivo de hacerse perdonar sus muchos pecados. Y al igual que a Convergència, es una estrategia que al PP le ha funcionado bien, incluso se podría decir que mejor que a sus homólogos catalanes.
Por supuesto la posición ultranacionalista que representa el esencialismo español no es fácilmente homologable al nivel de las democracias europeas, y para salvar la cara se usa un discurso poco inteligible con unos esquemas bastante rígidos para justificar su negativa a negociar con los independentistas catalanes. Desde el Gobierno de España se habla repetidamente de respetar la ley, pero sin tener en cuenta que lo que está en discusión no es la legalidad sino la legitimidad; y si bien los partidos independentistas catalanes no están legitimados para saltarse todas las leyes españolas a la torera y a su conveniencia, tampoco están los partidos españoles legitimados a ignorar la amplia base social que en Cataluña reclama un cambio de status quo, en un debate que podía y debía ser tratado desde las instancias españolas en vez de ser ninguneado. La clásica argumentación de que si lo que pretenden los catalanes es cambiar la Constitución española lo que deben hacer es conseguir el apoyo de una mayoría de dos tercios de las cámaras españolas es completamente tramposo y torticero, pues la población de Cataluña no representa dos tercios de la de España y desde el punto de vista de España la independencia de Cataluña no es interesante, confrontando de nuevo la legitimidad que es del pueblo español con la legitimidad que quiere ser del pueblo catalán. Dar vueltas sobre la legalidad española es absurdo e inútil porque la cuestión de fondo es si se debe considerar al pueblo catalán sujeto legítimo de derecho del modo que lo es el español, y sólo desde la grandeza de miras y un verdadero convencimiento democrático podrían los legítimos representantes del pueblo español aceptar discutir la eventual legitimidad de los representantes del pueblo catalán. Un pueblo catalán que por supuesto es diverso y en el que una parte importante del mismo no querría tal independencia y que también debe ser oído y respetado, como oído y respetado debe ser quien sí lo desea. Y al final de una larga negociación, encontrar una fórmula adecuada para dirimir el conflicto. Pero nada de eso está sobre la mesa, uno y otro bando sólo usa argumentos repetidos y cíclicos que usan la legalidad preferida como si fuera la vara de todo medir, ignorando cualquier legitimidad que no sea la propia.
El desastre que inevitablemente sobrevendrá el 2 de octubre abrirá un nuevo capítulo de este conflicto de legitimidades no reconocidas disfrazado de conflicto de legalidades. La frustración de un 2 de octubre que no se parecerá a lo que hubieran deseado, no por la falta de apoyo a la independencia sino por la imposición forzada de la españolidad, dejará profundas marcas en el independentismo catalán. Un independentismo que, con el devenir de los años, podría acabar incubando un esencialismo catalán parejo al español, esencialismo que por más que se empeñen en denunciar es todavía inexistente a una escala digna de ser apreciado, pero que eventualmente puede acabar sobreviniendo. Un esencialismo catalán que puede, como un agujero negro, ir absorbiendo razones y sumiendo a sus víctimas en el mismo tipo de negro no-razonamiento que demuestran quienes son presas del esencialismo español, que sólo busca la aniquilación del disidente. Y es que por desgracia la radicalidad es un pozo del que resulta muy difícil salir.
Yo hace años que vivo aquí, y he aprendido a amar a esta gente y a esta cultura que generosamente me acogió. Veo con inmensa preocupación la lenta pero inexorable deriva hacia la radicalidad de familiares y de gente a los que llamo amigos y a los que quiero, a ambos lados de la frontera. Estos días de mierda en los que ahora estamos sumidos nos llevan a razonamientos de mierda y a discusiones de mierda de donde, lógicamente, sólo podemos salir cubiertos de mierda. Me comentaba hoy mismo un compañero que ha tenido que salirse de 4 grupos de whatsapp porque ya no lo soportaba. Los que no somos de aquí pero vivimos aquí teniendo muchos vínculos allá recibimos muchos mensajes de gente a la que parecería que ya no conocemos, en las que al final nos reprochan nuestra falta de adhesión a una de las dos causas.
¿Qué espacio nos queda a los de la equidistancia imposible, a los que no queremos vernos envueltos en ningún esencialismo irracional, a los que creemos que hay otros muchos problemas de mucho calado que necesitan ser abordados? ¿Con qué ley seremos juzgados los que no queremos la independencia de Cataluña pero comprendemos a aquéllos que sí la desean? ¿Qué veredicto merecemos los que pensamos que el estado español es profundamente corrupto y decadente, y necesita reformas urgentes que no han querido ser abordadas en tantas décadas por culpa tanto de los dirigentes españoles como de los catalanes? ¿Qué pena se nos reserva a los que amamos a gente que se odia por su defensa encarnizada de entes abstractos?
Una vez más, nuestra dificultad para reconocer el colapso nos lleva a él de manera irremediable. Mientras los que dicen dirigirnos se abocan a una lucha terrible que las masas convencidas jalean, se acerca una nueva recesión económica, los problemas de disponibilidad de recursos están a la vuelta de la esquina, la degradación ambiental no puede esperar más a ser tratada y comienzan a sonar, aún poco audibles, los tambores para las próximas guerras por los recursos. Hablar de todo ello en este momento se considera una frivolidad, una distracción, cuando la verdadera distracción es esta lucha fratricida mientras se nos echa encima la oscura noche.
Salu2,
AMT
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