domingo, 8 de marzo de 2015
Declive energético y cambio del modelo cultural
Queridos lectores,
Una de las cuestiones que se han tratado de manera fragmentaria a lo largo de estos cinco años de posts es la de la necesidad de un cambio cultural profundo para que nuestra sociedad pueda hacer frente al descenso energético. La mayoría de las discusiones que he desarrollado en el blog han tenido que ver con diversos aspectos del cambio de modelo económico y financiero. Hace unos días discutimos en estas mismas páginas algunos aspectos clave de los necesarios cambios en nuestro modelo de asignación de recursos, que en el fondo es una discusión sobre la estructura básica que tiene que tener un modelo económico que pueda funcionar cuando la energía sea menos abundante. Los aspectos que analicé en aquel post, y más aún las recetas que proponía para conseguir estructuras que puedan resistir un proceso tan agudo como es el descenso energético, no eran meramente económicos: al fin y al cabo, un sistema feudal en el que la mayoría vive en el umbral de subsistencia podría conseguir fácilmente cumplir los objetivos de sostenibilidad y resiliencia para garantizar su continuidad en el tiempo. Sin embargo, en la mente de todos está el interés de preservar algunos aspectos que habitualmente se consideran deseables del modelo social actual (la igualdad de oportunidades, la igualdad ante la ley, la democracia, la educación y la sanidad universales,...), más allá de lo lejos del ideal -a veces hasta lo grotesco- que hoy en día se encuentran estas conquistas sociales. Mucha gente que conoce la problemática de la crisis energética da por hecho que estas estructuras de carácter igualitario son fruto exclusivo de la abundancia energética y que sin ésta aquéllas no se podrán mantener. Sin embargo, la gran diversidad de sistemas de organización social que pueden encontrarse en la Historia de la Humanidad, sobre todo si uno se aleja de la visión sesgada que es norma en el mundo occidental, indica que no es del todo evidente que nuestros únicos puntos de destino para nuestra sociedad sean el autoritarismo o la extinción.
Debatir estos aspectos en profundidad y con propiedad requeriría una aproximación desde la Antropología, la Historia y la Sociología que al tiempo tuviera en cuenta las crudas realidades de la Física, la Geología y la Ecología. Poca gente tiene esa capacidad de síntesis; en general son los filósofos, como Jorge Riechmann, los que hacen este esfuerzo de comprender - en el sentido de abarcar - toda este poliédrico problema; pero yo echo en falta que gente proviniente de las tres últimas disciplinas que enumeraba más arriba hagan el esfuerzo de acercarse a las tres primeras (quizá de los pocos que podría hacerlo es mi compañero Antonio García-Olivares). Desde luego yo no tengo los conocimientos ni el bagaje cultural ni la capacidad que se necesitan para abordar con alguna garantía esta discusión. Pero no por ello el debate debe ser soslayado, y entiendo que en el contexto de este blog, que pretende ser solamente una herramienta divulgativa, seguramente esta discusión no puede postergarse más.
Así pues, enunciaré algunos aspectos de esos valores culturales, hoy comúnmente aceptados en esta parte del mundo que solemos decir occidental, que a mi pobre entender tendrán que ser revisados en un contexto de descenso energético. No podré, por no saber, proponer grandes recetas para ese cambio, sólo algunas ideas que me parecen más o menos sensatas. El objetivo de este post, por tanto, no es dar una visión acabada de la cuestión, sino en primer lugar mostrar un punto de vista bastante diferente al del supervivencialismo y del nihilismo en el que algunas personas, conscientes de los graves cambios que se avecinan, pueden caer por puro desánimo y resignación; y en un segundo término abrir la discusión.
- Individualismo: Uno de los valores más fundamentales para el correcto funcionamiento de nuestra sociedad actual es el individualismo. El individualismo consiste en que cada indivuo intente conseguir sus objetivos por si mismo sin contar con los demás, sí, pero es mucho más que eso: es la obligación de conseguir lo que uno se propone por uno mismo, sin ayuda de nadie. El individualismo es fundamental para el sistema económico porque el individuo es más propenso a comprar bienes para conseguir sus fines, ya que si cooperase con otros individuos podría pedir prestado lo que necesite o hacerlo en conjunto, evitando el gasto y por tanto el beneficio de la fábrica que produce lo que requería. En la cultura popular, sobre todo a través de la televisión y el cine, se exalta las cualidades del líder que individualmente es capaz de lograr todo aquello que se propone, por su empeño y tesón (con consecuencias no siempre positivas, como ya comentamos). El reverso tenebroso del individualismo es la competición con los demás. Tan importante como que la gente sólo cuente con sus fuerzas (o las que pueda comprar) para cubrir sus necesidades es que no recurra a las de los demás, y la mejor manera de cortar la vía de la cooperación es la competición. Exaltar la competición en la cultura popular es bastante más difícil, pues competir con nuestros congéneres, por ejemplo, por una barra de pan tiene lógicamente muy mala prensa (y es que el hombre es, contrariamente a lo que a veces se dice, un animal eminentemente social). El vehículo adecuado para la exaltación de la competitividad es el deporte: se habla de "sano espíritu competitivo" y se le da una importancia desmesurada al deporte (en mi país, al fútbol) como vehículo cultural central. Una vez que se enseña que hay un contexto en el que competir es algo correcto, resulta más fácil extender ese argumento de competitividad a otros contextos en los que no resultaría tan obvio. Por ejemplo, en las empresas: todo el mundo hoy en día da por hecho que las empresas "han de ser competitivas", lo cual en el fondo quiere decir que compiten por un hueco en el mercado a costa de otras empresas a las que les irá peor y que eventualmente cerrarán. Eso es normal, nos dicen los economistas, ya que la competitividad permite mejorar la oferta a los consumidores, y de esa manera éstos disfrutan de mejores productos. Productos que, en realidad, sirven para exacerbar su individualismo, comprando aquello que en realidad no necesitaría si pidiera ayuda. Y aquí entra otra de las características culturalmente indeseables del individualismo, pero que también es necesaria, y mucho, para que nuestro sistema económico funcione como la seda: el aislamiento. Un individuo aislado se siente vacío, incompleto; nota que le falta algo. No hay nada peor y más doloroso que la soledad para un animal social como es el hombre. Por eso el individuo aislado, desconectado de todo lo que en realidad tiene sentido para él aunque él no lo sepa, intenta suplir esas carencias comprando cosas con las que rellenarlas. La exasperación vital que genera la soledad lleva a tener individuos que consumen compulsivamente; incluso en muchas relaciones de pareja es fácil observar que actúan muchas más veces como dos individuos que como una pareja (por ejemplo, si sus actividades favoritas excluyen al otro, como ir al fútbol o ir a comprar zapatos, mientras aumentan su consumo). Para acrecentar la soledad y el consumo compulsivo, es importante incentivar la desconfianza en los demás, incluso el miedo al otro, que te lleve a encerrarte con tu morada cada vez más llena de cosas y más vacía de vida. La receta adecuada para combatir el individualismo es cooperar con los demás, e incluso antes de eso confiar en los demás. Viniendo de donde venimos esto no es fácil, pues todos desconfiamos de los demás, incluso les tenemos miedo. Pensamos que si abrimos las puertas de nuestra casa a un extraño nos robará. No se trata de ser ingenuo y confiado, peor sí creer que nos irá mejor si trabajamos todos en común, y si comprendemos que todo el mundo hace falta para conseguir una transición viable. Buscar culpables y víctimas, incluso aunque los haya, no mejora nuestra situación. Para construir una relación de confianza, el primer paso es aportar más que lo que nos ha dado el otro para demostrar nuestra buena voluntad. Quizá comenzar por sonreír sea un paso en la buena dirección, y también rebajar nuestro nivel de reactividad y aguantar un poco hasta ver si el otro quiere también colaborar o no.
- Ruptura del contrato intergeneracional: Los valores tradicionales que han sustentado todas las sociedades humanas de las que tenemos conocimiento se han basado en un principio muy sencillo: los padres siempre buscaban aquello que era mejor para sus hijos. En cierto modo, la vida de los padres está supeditada al bienestar futuro de sus hijos, y los padres aceptaban de manera natural cualquier sacrifico y privación si con eso sus hijos podrían estar en una mejor posición. Lógicamente, esos padres educaban a sus hijos en los mismos principios, con lo que se esperaba que en el momento de llegar a su edad núbil, los hijos, ahora padres, se comportasen de la misma manera. Este valor cultural, prácticamente constante en todas las sociedades humanas, tiene un valor ecológico muy importante, y es que en el fondo imprime a cada generación dominante una norma de autocontención. Siempre se vio mal que un padre inconsciente, por ejemplo, dilapidara el patrimonio familiar, o que se explotase los terrenos que habían estado en la familia durante generaciones de modo tal que quedasen esquilmados y baldíos. A cada generación se le asignaban los recursos como si ésta fuera simplemente un testaferro de la siguiente, y de ese modo se evitaba un ritmo de consumo excesivo que llevase a la insostenibilidad: recordemos que la definición más común y sencilla de sostenibilidad es "gestionar los recursos y generar residuos hoy de manera que nuestros hijos puedan hacer lo mismo mañana". Esta manera de entender la gestión de los recursos, ese fideicomiso que pasa de padres a hijos, es un contrato intergeneracional implícito con tanta fuerza o más que un contrato legal mercantil. Sin embargo, con la irrupción del capitalismo financierizado ese contrato saltó por los aires; puesto que una de las características del capitalismo es la necesidad del crecimiento exponencial, es importante quitar toda traba al consumo que evite que se crezca al deseado ritmo exponencial mientras éste es posible, y el contrato intergeneracional es un freno muy fuerte. Por tanto, es fundamental que cada generación piense a corto plazo y sólo en satisfacer sus propios deseos, y es importante que no se sienta culpable con eso; como una sublimación del individualismo explicado en el punto anterior, los padres compiten con sus propios hijos, y esperan que su descendencia sea capaz de resolver sus problemas por sí mismos, aunque éstos tengan dimensiones ciclópeas justamente por la falta de freno que tuvieron sus padres. Expresiones como "esto yo ya no lo veré" e incluso "bah, serán mis hijos o mis nietos los que tendrán que ocuparse de eso", habituales cuando uno empieza a discutir cuestiones ambientales o relacionadas con la escasez de recursos, muestran una actitud que desde la mentalidad de hace sólo un siglo sería socialmente reprobada. La receta adecuada para combatir la ruptura del contrato intergeneracional es recuperar la idea de que el bien de los hijos es lo más importante, de que nosotros sólo estamos de paso gestionando lo que tendrán que disfrutar los que nos seguirán, y recuperar el sentimiento de autocontención que ha de surgir naturalmente cuando lo que nos vemos impulsados a hacer contradice los intereses de nuestros descendientes. Es una lucha ardua, pues contradice de manera directa muchos de los mensajes publicitarios, orientados al consumo aquí y ahora.
- Pérdida del sentido de un bien común y transcendente. Muchas sociedades anteriores a la nuestra sentían que tenían un fin específico, colectivo y particular, aunque muy diferente de unas culturas a otras. Podía ser la custodia de una reliquia que era venerada por muchas sociedades vecinas (La Meca), o la responsabilidad de tener que cuidar el curso alto de un río (Alto Nilo), o la de hacer de muro de contención contra un enemigo externo ya humano (Polonia) ya natural (Países Bajos). A veces ese objetivo trascendente era un tanto absurdo, pero sin embargo siempre conseguía que los miembros de aquella sociedad tuvieran el objetivo común bien presente, y que se aprestaran a colaborar en momentos de crisis, en los que el objeto de su aspiración colectiva estaba particularmente en peligro. A veces ese bien común era simplemente una excusa para mantener a la comunidad unida en un objetivo común, a veces su finalidad era mucho más profunda; en todo caso, al fijar un objetivo común los individuos aprendían a colaborar, y a ceder una parte de su tiempo de trabajo en pro de la comunidad (por ejemplo, en la explotación de tierras comunales o en la construcción y mantenimiento de las murallas). La existencia de un bien común servía también para racionalizar el altruismo, y por eso no es raro encontrarse con muchos ejemplos en los que se establece el cómo, el cuándo y el qué dar a los demás. Muchas sociedades han funcionado de esta manera durante siglos, con una evolución a veces curiosa de los objetivos considerados comunes, a veces con cambios radicales. La ventaja de tener un bien común identificable es que esas sociedades planifican su futuro, imponiendo normas estrictas en la gestión de sus productos, a veces de manera muy eficiente; y la existencia de ese bien común y trascendente hace que todos sus miembros acepten las asignaciones que se realizan. Pero con el triunfo del individualismo, todo sentido de bien común se pierde: la sociedad ya no es una malla de cooperaciones mutuas sino un conjunto de individuos que buscan maximizar la satisfacción de sus propias necesidades, aunque sea a costa de otros. Cualquier concepto de organización común desaparece, y es importante que desaparezca para que el homo individualis consuma y consuma para que la producción pueda seguir aumentando exponencialmente. El Estado debe intervenir lo mínimo y sólo en auxilio de la mejor expansión empresarial (al fin y al cabo, como ya he argumentado, el Estado es más una sublimación del ideal de control capitalista que una herramienta de administración igualitaria). La receta adecuada para combatir la pérdida del sentido del bien común es fijar unos objetivos que desde un punto de vista racional y moderno tengan sentido, más allá de motivaciones abstractas o de carácter religioso. Esos objetivos pueden ser de sostenibilidad, en el sentido propio y no prostituido de la palabra, o el de construir una sociedad resiliente capaz de adaptarse a los retos del siglo XXI o cualquier otro objetivo que para la comunidad donde se adopte tenga sentido. Un aspecto clave es que este objetivo común no sea agresivo o irrespetuoso con los derechos de otras comunidades; por desgracia, los ideales de bien común y trascendente que más prosperan hoy en día tienen más que ver con la guerra, santa o no, que con el respeto y ayuda a los demás.
- Alienación de la propia responsabilidad en la gestión pública. El riesgo forma parte de la vida; siempre existe un cierto margen de incertidumbre sobre los resultados de nuestras acciones, y en ocasiones se producen desenlaces fatales. Hay en general la percepción de que en nuestra sociedad actual se tiene una mayor conciencia de los riesgos, sobre todo vitales, que el que existía hace por ejemplo un siglo: las medidas de seguridad laborales son incomparablemente mayores y muchos más detalladas, se anticipan necesidades en el caso de eventos especiales y multitudinarios, se planifican medidas para evitar situaciones adversas, etc. Sin embargo, a medida que se ha ido aumentando el despliegue tecnológico se ha ido reduciendo la percepción personal del riesgo, hasta prácticamente borrar la responsabilidad personal en la gestión del riesgo propio o próximo. Además de la tecnología, con la centralización de la toma de decisiones en los Estados, alejando el centro de decisión del lugar donde se aplican esas decisiones, los ciudadanos pierden la conciencia de que tengan algo que decir sobre la gestión de las cosas que les tocan cercanamente, hasta el extremo de asumir que no se puede hacer nada para cambiar las cosas. Nunca montaríamos en un autobús en el que el conductor estuviera completamente borracho o mostrase otros signos de no estar en condiciones de conducir con seguridad; sin embargo, continuamos delegando la toma de decisiones fundamentales en nuestro día a día en personas que no conocemos, que viven a cientos de kilómetros de distancia de nosotros y que repetidamente toman decisiones dañinas con nuestros intereses y en favor de grandes intereses económicos. Durante décadas se ha aceptado pasivamente este estado de cosas (era común hace unos años en España una frase idiota, en el sentido griego de la palabra: "Yo no entiendo de política"), lo cual simplemente ha agrandado los problemas con los que nos enfrentamos ahora. Incluso en este momento que surge una marea crítica, en España y otros países, con la manera de proceder que se percibe corrupta de nuestros responsables políticos, las alternativas que se configuran aspiran a la misma estructura de poder central, el centro de decisión alejado de lo gestionado, con los previsiblemente mismos problemas y resultados de lo que hay actualmente. Las consecuencias desastrosas de este sistema de gestión tan impersonal, tan alienado, no se limitan a la desatención de las cuestiones sociales, sino que acaban poniendo en peligro nuestra misma supervivencia: no puede ser que consideremos que las actuales externalidades ambientales asociadas a la "normal actividad económica" son adecuadas, si eso lleva a poner en grave riesgo nuestra misma continuidad en el planeta (si quieren ver unos cuantos ejemplos de lo que digo, lean el post correspondiente). La receta adecuada para combatir la alienación de la propia responsabilidad en la gestión pública es la relocalización, cosa no sólo necesaria a nivel de la producción y la asignación de recursos, sino también en la toma de decisiones: los centros de decisión han de estar próximos al ciudadanos y éste tiene que implicarse personalmente en las cuestiones que les atañen.
- Fijación errónea del objetivo en la vida. ¿Cuál es el objeto de nuestra existencia? Dado que estaremos en este planeta durante un breve lapso de tiempo, es crítico saber lo antes posible qué es lo que podemos esperar y cuál es el mejor uso que le podemos dar a ese tiempo tasado que tenemos. Ésta es una de las grandes preguntas de la Humanidad desde la noche de los tiempos, y cada civilización y sociedad ha intentado dar una respuesta diferente a la misma, sin que se pueda decir en puridad en la mayoría de los casos que los objetivos que se marcaron unos sociedades sean claramente superiores a los de otras. La clave es que las personas se sientan felices, realizadas en su proyecto vital, por absurdo o ridículo que éste nos parezca. ¿Es feliz al gente en la sociedad actual? Es bastante discutible; el individualismo alienante lleva a tener una insatisfacción vital que el individuo afectado no sabe exactamente de dónde le proviene. Pensemos, además, que de cara a obtener la máxima producitividad de los individuos se ha introducido, también a través de elementos culturales, una extraña medida de la realización personal: tener éxito en el trabajo. Tener éxito en el trabajo significa trabajar más, ascender en la empresa, recibir palmadas en la espalda de los jefes, ganar más dinero, tener más gastos, y tener cada vez menos horas libres. En suma, convertirse cada vez más en un autómata (propiamente, un bautómata) cuya única función en la vida es producir y consumir. Esto es lo que se considera hoy en día tener éxito de manera socialmente aceptable. ¿Es eso realmente lo que queremos para nosotros? ¿Es eso realmente lo que queremos para nuestros hijos? La receta adecuada para fijar correctamente el objetivo de nuestras vidas no existe, o al menos no es única: cada persona debería buscar la suya. La clave es mirar en nuestro interior e intentar descubrir que es aquello que nos hace íntimamente felices, aquello que nos gusta hacer y en los que nos gusta ocupar nuestro tiempo. Girar completamente el objetivo de nuestras vidas y en vez de aceptar un objetivo único y uniforme para cada uno de nosotros, que es el de vivir para trabajar (aquellos que tienen la suerte de tener trabajo, un bien cada vez más escaso), debemos por el contrario trabajar para vivir, y el tiempo que no trabajemos simplemente vivir, haciendo aquello que a cada uno nos gusta hacer y que es para cada uno de nosotros diferente.
- Objetivo de nuestras empresas. Dentro del mismo ideal de productividad creciente hasta el infinito y más allá, nuestras empresas se comportan, a una escala mayor, como nos comportamos nosotros: son entes dirigidos a producir y producir, y ganar más y más dinero. Pero como son entes incorpóreos y sin mente, se comportan de una manera más automática y más cruel; se podría decir que, si fueran seres humanos, las grandes empresas tendrían rasgos psicopáticos: de caras a conseguir sus fines son capaces de engañar, sobornar, extorsionar y hasta torturar y matar. Este comportamiento moralmente reprobable es completamente lógico, al fin y al cabo, puesto que una empresa no tiene los condicionantes morales de un ser humano: una empresa no es un ser moral, no tiene concepto del bien y del mal, sólo del beneficio, que es su fin último. ¿Es eso lo que realmente queremos? ¿Debe una empresa abstraerse de la sociedad en la que está inscrita, ser insensible a los efectos negativos que puede causar y causa sobre la propia sociedad? La receta adecuada para fijar correctamente el objetivo de nuestras vidas consiste en delimitar claramente la responsabilidad social de las empresas, cosa que se consigue no sólo con las leyes adecuadas (probablemente las leyes actuales ya son suficientes en la mayoría de los países occidentales), sino con dos cambios más profundos. Uno, educando a los directivos: se tiene que hacer pedagogía con los cuadros directivos de las empresas de modo que rechacen tomar medidas que a la larga van a dañar la sociedad de la que forman parte y poner en peligro su mismo mercado. Y dos, educando a los accionistas: no puede ser que el fin último de las empresas sea generar beneficio sin cesar, siempre creciente, cosa que tarde o temprano se tiene que revelar imposible en un planeta finito, y mucho antes se tiene que revelar dañina para la sociedad que no sólo le da sustento, sino sentido a su existencia. Invertir financieramente en una empresa no debe ser un vehículo para el propio enriquecimiento e incluso en un determinado momento podría no producir beneficio económico alguno, aunque aún así podría ser interesante si produce un beneficio social. Estas ideas son tan revolucionarias (aunque para nada modernas) que se me antojan completamente imposibles de llevar a la práctica, en buena medida porque chocan directamente contra las bases del capitalismo, al igual que vimos cuando analizábamos los cambios en el modelo de asignación de recursos durante el declive energético.
- Nuestra relación con la Naturaleza: No hace tanto los hombres tenían claro que dependían de la Naturaleza para vivir. Incluso aquellos que no trabajaban la tierra con sus manos sabían perfectamente no sólo de la procedencia de los alimentos, sino que entendían muchos aspectos del delicado equilibrio que permite que las tierras, el ganado y la pesca sean productivos. Y sin duda lo entendían mucho mejor que muchas personas hoy en día, a pesar de los años de escolarización obligatoria, porque a nadie llegaba a los extremos de alienación de la Naturaleza que se puede conseguir en algunas ciudades modernas. El hombre moderno de la urbe moderna no tiene frío ni calor ni hambre; no le duele la espalda por tenerse que agachar a recoger patatas ni los brazos por hacer ir y venir la azada; no teme por la próxima cosecha y si quiere come uvas en primavera y naranjas en verano, aunque prefiere degustar otros manjares traídos de lugares distantes miles de kilómetros. No teme coger fiebres ni morir de diarrea, cuando se encuentra mal toma la pastilla adecuada y va al médico para que le repare el problema que eventualmente se le presenta como el que va al taller mecánico a reparar el coche. Y si los problemas ambientales se empiezan a acumular, hasta el extremo de amenazar su modo de vivir, el hombre moderno de la urbe moderna confía en que la tecnología le salvará, que invirtiendo lo suficiente surgirán, porque así ha de ser, invenciones adecuadas que sin efectos secundarios le proporcionarán lo que desea y se llevarán lo que le molesta. Todas esas actitudes son las que dos siglos de energía abundante han forjado en nuestro inconsciente colectivo: a hombros de una grandiosa cantidad de energía nos creímos gigantes, embriagados y ensoberbecidos por la tremenda alzada de la montaña de combustibles fósiles donde nos apoyábamos. Pero a medida que el gigante de pies de barro que nos aupó se deshace, vencida su fuerza por la Geología y la Termodinámica, de repente chocamos con nuestras propias limitaciones, y no las queremos aceptar, malcriados como estamos. Una de esas limitaciones es que, al final, aunque no lo entendiéramos y no lo aceptemos, los humanos somos animales como cualesquiera otros. Y como todo animal dependemos de un hábitat para nuestra subsistencia, sólo que en nuestro caso se trata un hábitat muy deteriorado que mantiene una alta funcionalidad gracias a la enorme y continua inyección de energía fósil que ahora comienza a declinar. ¿Cómo produciremos alimentos masivamente sin tractores, cosechadoras, pesticidas y fertilizantes? No sólo eso: la contaminación del agua, del aire, del suelo, del mar... nos acosa y deteriora nuestra salud. Y por último el cambio climático, una peligrosa espada de Damocles que está cada vez más cerca de caer. Las personas más conscientes del problema han salido a la calle a reivindicar que tenemos que tomar medidas positivas para "salvar el planeta", pero hasta en esas personas se ve nuestra ceguera sobre lo que es la Naturaleza: si nos extinguimos los seres humanos, el planeta seguirá existiendo, e incluso seguirá habiendo vida, que se adaptará a las nuevas condiciones. Todas esas campañas bienintencionadas se equivocan en una cuestión fundamental: no tenemos que salvar el planeta, el cual no está en peligro; lo que sí que está en riesgo es nuestro hábitat, nuestro sustento vital - es el ser humano el que no podrá sobrevivir si la temperatura media del planeta sube 6 grados, el mar sube 50 metros y los fenómenos extremos se agudizan y multiplican. Un viejo amigo, aludiendo a estas cuestiones, decía que un día le gustaría sintetizar todas estas ideas en un libro que titularía "Ecologistas por cojones"; el exabrupto del título serviría básicamente para dejar claro que la única opción que nos permite mantener la vida humana es adoptar una postura ecologista radical. La receta adecuada para recuperar una relación sana con la Naturaleza pasa, en gran medida, por acercarse a ella, con tranquilidad y con humildad, sin miedo ni arrogancia. No es una cuestión mística, sino mucho más prosaica: cultivar un huerto, buscar setas o espárragos silvestres en un bosque, recoger hierbas medicinales, reconocer los signos del cambio del tiempo. Cosas que en un determinado momento pueden sernos, además, de gran utilidad. Y por supuesto no maltratarla; no alterarla más allá de lo estrictamente necesario.
- El mito del progreso. Desde la Ilustración, el programa del progreso se fue implantando y fue decididamente impulsado con la Revolución Industrial. Hoy en día, la idea de que lo único deseable es el progreso y que de hecho el progreso de la Humanidad es inevitable, entendido éste como una acumulación sin fin de conocimientos y capacidades técnicas que siempre mejoran la calidad de vida de los seres humanos. Sin embargo, la observación detallada de la realidad proyecta algunos claroscuros sobre esta visión tan optimista. ¿Realmente la Humanidad camina hacia un paraíso terrenal? ¿Realmente hay cada vez más humanos viviendo mejor, o en los últimos años se ha constatado un retroceso creciente en el opulento Occidente que hasta hace poco soñaba con esa nueva Icaria? ¿Son siempre los cambios considerados "progresistas" convenientes o cada vez más nos alejan de vivir en un mundo mejor? No todo cambio implica una mejora per se, y la idea de progreso se ha prostituido en favor del progreso de la acumulación del capital, en una dinámica simplemente autodestructiva, pero el meme del progreso es culturalmente tan fuerte que oponerse a él es simplemente un suicidio cultural: ni los partidos de izquierda osan decir que no están a favor del progreso. Esto condiciona muchísimo el tipo de soluciones que uno puede imaginar para los graves problemas energéticos que se nos vienen encima; así, gente más o menos inteligente y bien colocada en las esferas decisorias cree a pies juntillas que estamos en ciernes de una revolución renovable que seguirá unos caminos bastante convencionales: sólo es cuestión de poner más paneles solares, más aerogeneradores, más smart grids, etc, cuando en realidad, si tal revolución es posible, no es una simple acumulación aleatoria de sistemas sino algo mucho más planificado que implicará un gran esfuerzo y cooperación para después caer en una economía estacionaria que implicará de un modo u otro la superación del capitalismo. El mito del progreso es tan fuerte que nadie osa contradecirlo, y la fe ciega en él puede ser enormemente destructiva. La receta adecuada para superar el mito del progreso es adoptar una visión mucho más humilde de las cosas, aceptando que cualquier solución propuesta implica también una serie de problemas que le son propios, y que a veces para avanzar hay que retroceder, especialmente en aquellas cosas en las que hemos ido demasiado lejos; y también que las cosas no van necesariamente a ir a mejor por sí mismas, sino que sin la debida atención podrían ir a peor, y de hecho a mucho peor.
- Hipermercantilización. Uno de los valores fuertemente asentados en la sociedad a lo largo de estos dos siglos es que el dinero lo puede comprar todo, y que de hecho cualquier bien tiene un precio. Más aún: que si alguien quiere comprar algo es correcto que alguien se lo pueda vender. El dinero es la medida de todo, no sólo de las relaciones humanas sino que puede cuantificarlo todo; al final, todo es de algún modo "capital" y así se habla de "capital humano" para referirse a los trabajadores y de "capital natural" para describir los recursos y lo que los economistas clásicos llamaban "factor tierra". Mercantilizarlo todo tiene la ventaja de que no hay problema que no se puede resolver llevándolo al mercado, donde habrá un comprador y un vendedor. Todas estas ideas son profundamente falsas, como ya discutimos al hablar de la religión neoliberal, pero están tan profundamente asentadas, sobre todo entre la mayoría de los economistas, que es imposible entrar a cuestionarlas. La receta adecuada para acabar con la hipermercantilización es negarse a que determinados bienes de interés general, amén de las relacionados con la intimidad de las personas, sean mercantilizados, lo que quiere decir que no se les puede poner precio y que por tanto se tendrán que regular de otro modo. Esto a muchos economistas les sonará aberrante y obsceno, pero de hecho es como se ha conducido la Humanidad durante 10.000 años de Historia y tampoco le ha ido tan mal (es por eso moneda común en ciertos think tanks neoliberales reescribir la Historia para que cuadre con su propia narrativa, a pesar de la evidencia en contrario).
- Necesidad de valores. Una carencia básica de la sociedad moderna es tener un esquema de valores morales estructurado que todo el mundo pueda aceptar; todo el mundo percibe que necesitamos nuevos valores y más universales. ¿De dónde deben emergen? ¿Es este anhelo, como dicen alguno, el germen de una espiritualidad no cartesiana que ha de superar el exceso de cientismo que ha caracterizado al siglo XX? Yo no voy tan lejos, pero sí que creo que es necesario profundizar en la búsqueda de esos valores comunes compartidos, que posiblemente no serán exactamente los mismos según la comunidad a la que se refieran, aunque probablemente todos compartan puntos claves, como el respeto por la vida humana, por los derechos de los otros y por la Naturaleza.
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No por casualidad, todas las cuestiones que he abordado son propiamente más bien cuestiones éticas y no simplemente culturales. Sin embargo, es a través de la cultura que en numerosas ocasiones se implementan prácticas de contenido ético. Si la costumbre dice que cuando muere un hombre los vecinos deberán entregar una parte de lo que cosechen a la viuda hasta que el hijo mayor llegue a la mayoría de edad, hay en esa costumbre un principio de solidaridad que emana de un ideal ético, el de la solidaridad universal. Sin embargo, ese ideal ético responde muchas veces a un principio más prosaico que tiene sus raíces en principios físicos o ecológicos: una comunidad en la que sus miembros cuidan unos de los otros es más resiliente y por tanto más capaz de no extinguirse en épocas de gran necesidad. La costumbre y los valores culturales actúan así como un vehículo sencillo para implementar las medidas necesarias para garantizar la continuidad de la comunidad, y todo el mundo los aprende desde bien pequeños y la mayoría los acepta acríticamente porque "son la costumbre", "siempre se ha hecho así". Convertir en valores culturales y en costumbre hábitos que mejoran la resiliencia de una comunidad es una manera más práctica y más eficaz para conseguir que realmente se implementen que comenzar una ardua discusión intelectual, valorando pros y contras y discutiendo todas las alternativas y vericuetos posibles. Llevado al extremo, esas costumbres se podrían sacralizar hasta el punto de convertirse en una verdadera religión (como por ejemplo mostraba Carlos de Castro en su "Oráculo de Gaia"). Y por eso mismo no es tampoco una casualidad que el pensamiento económico actualmente dominante tenga rasgos de religión totalitaria.
El riesgo de convertir los valores de resiliencia en memes culturales o incluso en dogmas religiosos es que el entorno variante al que tendremos que hacer frente durante las próximas décadas, caracterizadas por un rápido (en términos históricos) descenso energético y un profundo cambio climático, las recetas que son hoy funcionales podrían ser dramáticamente erróneas con sólo unas pocas década de diferencia. En ese sentido, parece preferible intentar hacer una evaluación continua de la situación, en un consejo abierto de todos los ciudadanos y con un asesoramiento amplio por expertos, para en cada momento dar con la mejor estrategia que vaya, por una vez, en pro del bien común. Encontrar el punto de equilibrio entre fijar recetas útiles y eficaces y mantener un espíritu crítico y adaptable a cambios que son muy rápidos en escalas históricas pero relativamente lentos para la psique de los individuos no es una tarea fácil, y desde luego yo no sé cómo exactamente se puede lograr ese equilibrio; a fin de cuentas, yo no dije que tuviera la solución. Lo que está claro es que debemos profundizar en estas cuestiones, habida cuenta de lo que está en juego.
Salu2,
AMT
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