Queridos lectores,
Desde la asociación "Autonomía y bienvivir" (de la cual ya he publicado algunos escritos aquí con anterioridad) me hacen llegar el siguiente ensayo, muy pertinente en el actual momento político, y particularmente en el español: ¿cuál debe ser el papel de la izquierda en la encrucijada histórica que nos encontramos?
Salu2,
AMT
La izquierda en la
encrucijada ¿crecimiento o nuevo paradigma?
En un
libro publicado hace tres años, El
fin de la expansión, Ricardo Almenar nos
recordaba cómo en la primera mitad del siglo XX la apuesta por el
crecimiento económico se convertía, junto al avance científico y
técnico, en la gran esperanza para renovar la fe en el progreso,
esa idea de fondo que llevaba ya varios siglos animando la
cosmovisión europea, un progreso convertido en doctrina,
según Lewis Mumford, y cuyo sentido se tambaleaba tras el desastre
de la Gran Guerra, amplificado poco después por las cámaras de gas
y la bomba de hidrógeno. Entre otras cosas el crecimiento económico
nos traería paz social... sin necesidad de encarar el problema de la
repartición.
Almenar
pone esta nueva esperanza en palabras de dos economistas por lo demás
muy distintos: Keynes y Schumpeter. El primero decía en una
conferencia en Madrid en 1930 que, a largo plazo, "la
humanidad está resolviendo su problema económico. Predeciría
que el nivel de vida de las naciones progresivas, dentro de un siglo,
será entre cuatro y ocho veces más alto que el de hoy día".
Por su parte Schumpeter afirmaba en otra conferencia de 1936 que "si
el capitalismo repitiese sus resultados pasados durante otro medio
siglo a partir de 1928, acabaría con todo lo que con arreglo a los
patrones actuales podría llamarse pobreza, aun en los estratos
inferiores de población, exceptuando únicamente los casos
patológicos", y entonces serían fácilmente alcanzables "todos
los deseos que han sido expuestos hasta ahora por todos los
reformadores sociales".
Pasado
el tiempo que ambos economistas tomaron en consideración, y
habiéndose cumplido sus previsiones en cuanto al aumento de la
capacidad productiva, resulta bastante evidente, sin embargo, que el
problema económico dista mucho de estar resuelto. Las sucesivas
crisis, el escandaloso aumento de la desigualdad y la persistencia de
la pobreza también en los países más industrializados dejan pocas
dudas sobre la naturaleza política de ese problema económico.
¿Cuántas décadas de crecimiento más harán falta para
constatarlo? Y si la pobreza, la exclusión social y la desigualdad
no serán resueltas por el crecimiento económico, mucho menos aun lo
será el problema de la sostenibilidad, sacrificada precisamente en
el altar de ese crecimiento en el que tanto se confía, y que en
realidad está resultando antieconómico (en
palabras de Herman Daly.).
A pesar
de esto, el hueco teórico dejado por el neoliberalismo en su apuesta
por un crecimiento basado en el predominio de la libertad de mercado
parece estar resultando demasiado tentador para una izquierda que ve
la oportunidad de mostrarse superior en la búsqueda de ese
crecimiento mediante políticas keynesianas, con lo que lograría así
un cambio en las preferencias políticas de la sociedad. Pero a tenor
de lo dicho, hay que preguntarse si ese cambio de preferencias no
sería un mero cambio de gestores y de estilo de gestión, y no un
verdadero cambio social hacia un mundo mejor.
Quizá
inadvertidamente gran parte de la izquierda se ha dejado seducir por
una ética del trabajo y de la producción que en realidad esconde
una ideología política. Más allá del reparto de las plusvalías,
lo que está en juego es una idea de futuro y el papel reservado para
el ser humano en el mismo.
Por una
parte el crecimiento económico desborda la capacidad de carga del
planeta. Y si no cuestionamos este, los aumentos en la eficiencia
sólo redundan en una mayor capacidad para explotar el capital
natural, cosa que va mucho más allá de las emisiones de CO2 propias
de la energía fósil. En un mundo competitivo, esta capacidad
siempre será utilizada en aras de un mayor crecimiento con el que
mejorar la posición de cada nación (o de cada multinacional) en su
competición con las demás.
Por
otra parte, la modernidad no se limita a una apuesta por el avance
del conocimiento científico y de la innovación tecnológica unidos
al crecimiento del poder económico de la humanidad sino que además
adjudica a las personas el papel de meros instrumentos de ese
progreso material. Incluso desde la izquierda se vela por que los
incentivos no permitan que alguien quizá eluda ese mandato
incuestionable. (Sirvan
como ejemplo las recientes declaraciones de Alberto Garzón,
preocupado por los incentivos perdidos entre quienes reciben ayudas
económicas sin trabajar, o el conocido posicionamiento de Vincenç
Navarro en contra de la instauración de una Renta Básica
Universal).
¿Y
cuál debería ser entonces el papel del ser humano en un futuro más
razonable? Para no perder de vista el bosque de la historia en la
batalla enmarañada entre las ramas, es necesario poner en el
horizonte una visión social hacia la que encaminarnos desde ahora
más allá de la lucha de clases, aun cuando estemos lejos de haber
superado esta. El sistema productivo debe estar al servicio de los
fines humanos, no a la inversa. Pero para ello necesitamos dotarnos
de una autonomía suficiente que nos permita deliberar sobre esos
fines. (El propio Marx en la primera parte de El Capital
mostraba una preocupación por el objetivo de lograr una mayor
libertad para todos, como nos explica, por ejemplo, Yanis Varoufakis
en sus confesiones
de un marxista errático... ). Sin
duda tendremos que librarnos del chantaje económico de la pobreza.
Se trata de un chantaje que podemos considerar represivo,
políticamente impuesto a la sociedad, porque hace mucho tiempo que
hemos rebasado la capacidad productiva necesaria para que nadie pase
penuria sin necesidad de añadir nuevo crecimiento económico. Pero
por esto mismo, supeditar la inclusión a la necesidad del
crecimiento económico, como también propone gran parte de la
izquierda, es lo contrario de elegir libremente los fines de la
humanidad.
En
cuanto a la sostenibilidad, salta a la vista que tarde o temprano
tendremos que admitir la imposibilidad de mantener un crecimiento
económico ilimitado en un planeta finito y lleno de límites
necesarios para preservar el holoceno, el estado de la naturaleza en
el que hemos surgido. Tarde o temprano habrá que recuperar la
antigua aspiración de llegar a una economía en estado estacionario.
Esto no significa que a partir de ese momento la economía será
estática y carente de innovación sino sólo no creciente en su
volumen y sostenible en sus formas).
Para
defender este punto de vista e intentar rebatir las críticas que
desde la izquierda se hace a quienes cuestionamos el crecimiento
económico, vamos a desarrollar un poco más las claves esbozadas en
esta introducción.
¿Dónde
nos ha llevado la ideología crecentista?
Disponemos de gran variedad de estudios científicos que avalan y
certifican los firmes pasos hacia un colapso ecológico provocados
por la necesidad del capitalismo industrial de crecimiento económico
perpetuo en un planeta finito.
Un
buen indicador es el
declive de la megafauna,
es decir la desaparición de grandes mamíferos terrestres y marinos,
lo cual afecta profundamente a los ciclos de nutrientes esenciales,
especialmente al reciclaje del fósforo, uno de los minerales
limitantes más importantes.
Otro
proceso significativo es la homogenización de la flora y fauna
global. El proceso globalizador acrecenta los problemas debidos a
la expansión de especies invasoras,
que en su avance provocan importantes pérdidas de biodiversidad, y
con ello de resiliencia de los ecosistemas. La simplificación de las
cadenas tróficas vía eliminación de nichos puede facilitar y
acelerar
sucesos de extinción en cascada
que se lleven por delante a ecosistemas básicos para entre muchas
otras cosas, la alimentación de poblaciones humanas, y
una larga lista de “servicios ecosistémicos"
que bajo el paradigma actual no solo no se valoran, sino que se
desprecian.
Una
de los más flagrantes desastres que estamos viviendo con especial
intensidad en estos últimos meses son los grandes incendios
sucedidos en diferentes regiones a lo largo del globo, siendo
la más grave la situación en el sudeste asiático, especialmente en
Indonesia,
debido al gran reservorio de biodiversidad y pulmón verde que son
las selvas de Sumatra. Además, estos grandes incendios están
suponiendo grandes emisiones de gases de efecto invernadero y
polución. Las grandes sequías, junto con las prácticas de quema
provocada de terrenos para el cultivo de palma han llevado fuera de
control a esta situación dramática.
El
caso de los océanos y mares no es menos alarmante. Los cambios en el
pH y salinidad de las aguas oceánicas está suponiendo una
aceleración en el blanqueamiento de corales
y en la pérdida de estos ricos ecosistemas, que
son la base de la alimentación de innumerables poblaciones humanas
costeras.
Cada vez observamos más
“zonas muertas” anóxicas en los océanos,
y se incrementa la cantidad de plástico
en suspensión en los océanos,
afectando
dramáticamente a las poblaciones de zoo y fitoplancton,
base de alimentación de gran parte de la vida marina, y los último
grandes productores de oxígeno atmosférico vital para la
respiración.
Como
estos ejemplos, muchos otros vienen de la mano de la disrupción
climática y de la destrucción de ecosistemas provocadas por la
necesidad imperiosa por parte del sistema económico de crecimiento a
toda costa, aun cuando éste se torna “anti-económico” y
suicida. Conforme nos adentramos en el antropoceno, y vamos
profundizando en la
Sexta Extinción Masiva,
se va haciendo más complejo revertir o aminorar el ritmo de
degradación y recuperar la resiliencia que necesitamos en nuestros
ecosistemas para garantizar la vida humana sobre el planeta, por lo
que es extremadamente urgente plantear estrategias de choque para
paliar y reducir los impactos de los grandes cambios.
En nuestra “bio-región” especialmente preocupante es la sequía
y escasez de agua, y la erosión de los suelos, en acelerado declive
de su fertilidad y presencia de materia orgánica, debido al
extensivo uso de la agricultura convencional.
Es
también de capital importancia los
impactos debidos a los cambios de los usos del suelo,
en concreto los resultantes en la urbanización y del avance de la
agricultura industrial basada en el monocultivo intensivo. El primero
provoca fragmentación del territorio, y supone agujero negro de
recursos naturales y la producción en masa de basura que termina en
vertederos en el mejor de los casos, sino en los océanos o montes
adyacentes, o la “externalidad” es exportada a países receptores
de los restos del metabolismo y la voracidad del consumismo
patológico del urbanita medio occidental en especial, y en general
del modo de vida en la grandes urbes a lo largo del globo. Respecto a
los impactos de la agrícultura, cada vez se transforma más terreno
de selva para la producción de cultivos para alimentación ganadera,
y otros monocultivos demandados por la economía globalizada para la
producción de biocombustibles o alimentación humana. Los ejemplos
en
la amazonia
o en la
jungla de Indonesia
para la producción de palma aceitera son paradigmáticos.
Otro
aspecto a tener muy en cuenta es descenso de la disponibilidad de
energía neta. El pico de producción de petróleo convencional
(2005) y presumiblemente no convencional entre 2015-2016 tendrá
efectos cada vez más evidentes sobre la cantidad de energía
disponible para alimentar el funcionamiento del metabolismo de la
compleja civilización globalizada, cuyo
soporte está íntimamente ligado al suministro creciente y constante
de energía barata
y de calidad para el transporte necesario para mantener el flujo
comercial global. Otros fósiles como el carbón o el gas también se
aproximan a su pico de producción, que además se verá adelantada
debido a la necesidad de líquidos para las tareas extractivas y de
trasporte de ambas. Esto no solo afecta y afectará a la porción
fósil del mix energético, sino que también tendrá efectos sobre
las llamadas renovables, debido a que estas fuentes de energía sí
son de origen renovable, pero la tecnología para su captación y
distribución depende
directa o indirectamente de la disponiblilidad de combustibles
líquidos.
Es necesario considerar también los efectos en la minería de este
descenso de la disponibilidad energética, que se sumarán a los
rendimientos decrecientes a los que se ve sometido el sector por
motivos obvios, que si se suman al desplome actual de las commodities
y la consiguiente
destrucción de la oferta por quiebra de corporaciones que no pueden
mantener su producción a precios tan bajos, y caen por imposibilidad
de repagar sus deudas, como
el reciente caso de Arch Coal, una de las
mayores mineras de los EEUU.
Información adicional:
Libro
"En la Espiral de la Energía" Fernández Duran y González
Reyes, Ecologistas en Acción. Disponible
gratuito.
La
“ciencia” del crecimiento
El crecimiento económico es la receta universal para resolver
prácticamente todos nuestros problemas. Es lógico, pues crecimiento
tiene que ver no solo con tener más de todo sino mejor, es el
progreso tecnológico. Para los economistas es su bálsamo de
Fierabras, pues el crecimiento nos hace más ricos y siendo más
ricos podemos afrontar mejor cualquier dificultad. Parece una lógica
irrebatible y para muchos así es.
Hace años Herman Daly afrontó lo que denomino las falacias del
crecimiento. En el texto señalaba con acierto las connotaciones
positivas del verbo crecer pero que a su vez implicaban un momento
donde se alcanzaba la madurez, en otras palabras, se dejaba de
crecer. La analogía con los seres vivos no puede ser completa, pero
sí es cierto que, un sistema económico, como un ser vivo, es una
estructura disipativa que intercambia energía y residuos con aquello
que lo rodea.
Hemos de señalar que para construir el concepto de lo económico,
tal como se concibe actualmente, se ha de reducir a aquellos objetos
que son escasos, apropiables y reproducibles, tal como lo definió
uno de los padres fundadores de la escuela neoclásica, Leon Walras.
Sin una idea clara de lo económico no podemos entender porque desde
este punto de vista se ignora la naturaleza, entrando en conflicto
con ella. Aquello que es evidente desde otras perspectivas como la
ecológica, es secundario y molesto para la denominada ciencia
económica. La ironía es que ambas palabras derivan de la misma raíz
griega oikos.
El problema se presentó desde el mismo nacimiento de la economía
como disciplina independiente. James Maitland, Conde de Lauderdale,
planteó en su obra “Inquiry into the Nature and Origin of Public
Wealth and into the Means and Causes of its Increase” (1804) la que
se conoce como paradoja de Lauderdale. La citada paradoja señala que
existe una correlación inversa entre la riqueza pública (wealth) y
la riqueza privada (riches). Explicaba que la riqueza pública
consiste en todo lo que el hombre desea y es útil o satisfactorio
para él, tales cosas tiene valor de uso y, en consecuencia
constituyen riqueza. Sin embargo, las riquezas privadas necesitan
además de ser deseadas y útiles, existir en cantidad limitada, en
otras palabras ser escasas para que tengan valor de cambio. Los
bienes libres o gratuitos no son del ámbito de la economía por muy
útiles que sean, aunque nuestra vida y nuestra civilización
dependan de ellos. La paradoja nos plantea que para crear la riqueza
privada hemos de generar escasez lo que supone reducir el valor de
uso de bienes que antes eran públicos y abundantes y que, en
consecuencia, no poseían valor de (inter)cambio. Como nos limitamos
a contabilizar el valor de cambio ignorando las pérdidas del valor
de uso, nos creemos que somos más ricos cuando nos empobrecemos.
Este proceso de empobrecimiento que permanece oculto a las
(pseudo)magnitudes económicas, es la medida de la depreciación del
capital natural.
La ideología dominante construye su noción de lo económico
alrededor de la escasez subjetiva y el valor de cambio. La
delimitación del concepto de riqueza está vinculada a la producción
(cosas que se pueden reproducir) y el mercado (intercambio de cosas
subjetivamente escasas), que es el instrumento para generar valores
de cambio
El empeño en convertir a la economía en la física newtoniana de
las ciencias sociales para dotarla de una universalidad de la que
parecía gozar la segunda, se produce irónicamente cuando esa
pretendida universalidad de los juicios sintéticos apriorísticos se
derrumbaba a ojos vista, ante las nuevas teorías de la física. Sin
embargo, poco importó pues la teoría se asentaba en firmes bases
normativas (ideológicas) aunque su pretensión ampliamente
conseguida, era aparecer como una verdad universal inmutable que
describe el comportamiento humano en la esfera de lo económico.
En esa esfera de lo económico es donde el comportamiento se rige por
la maximización de la utilidad que no consiste en una abstracta
satisfacción de los deseos, sino en la satisfacción que es función
exclusiva del consumo de bienes y servicios. Pero no de todos los
bienes y servicios sino exclusivamente de los que tienen valor de
cambio, que son, por lo tanto, escasos. Como señala José Manuel
Naredo (2014) respecto al reduccionismo económico:
“...no son los principios absolutamente generales, que
describen de forma vaga ciertos rasgos hedonistas del comportamiento
humano, los que servirían de base a las formulaciones neoclásicas,
sino otros mucho más restringidos que responden a un marco social e
institucional bien concreto”
Ciertas enunciaciones generales del comportamiento humano que hace la
economía neoclásica como la búsqueda del placer con el mínimo
esfuerzo pueden parecer plausibles, e incluso razonables, el
problema, como señala Naredo, es que las verdaderas proposiciones de
partida son mucho más restringidas de forma que se puedan expresar
en términos homogéneos, unidades monetarias, y formalizar en
modelos matemáticos. Por otra parte, tales enunciados son meras
tautologías, en el sentido lógico, al no excluir ninguna
posibilidad son completamente irrelevantes.
Walras delimitó el concepto de lo económico sobre la base de unos
axiomas que han permanecido hasta nuestros días:
1º
Las cosas útiles limitadas en cantidad son apropiables, la
apropiación no recae más que sobre la riqueza social (Walras
denomina de esta forma lo que Maitland había denominado para su
paradoja riqueza privada), y sólo es considerado riqueza
social lo que es apropiable. Lo
útil y escaso coincide exclusivamente con la propiedad privada
burguesa. Mediante este instrumento de apropiación, de exclusión
del resto que no son propietarios, podemos generar escasez al privar
a otros del disfrute de un bien o servicio.
2º Las cosas útiles y limitadas son valorables e intercambiables,
por lo tanto, toda la riqueza social cumple con esas propiedades y
nada valorable e intercambiable queda fuera de la definición de
riqueza social.
3º Las cosas útiles y limitadas son industrialmente producibles o
se pueden multiplicar. (especial atención para nuestros propósitos
a este axioma que permite arrinconar las causas materiales y
centrarse exclusivamente en las eficientes, que denominaremos capital
y trabajo). Este axioma recoge, en cierto modo, la idea de los
clásicos de la necesidad de esfuerzo para la creación de valor. En
definitiva, solo el esfuerzo penoso realizado por una
contraprestación que resulte medible permite la creación de valor.
Nada que ver con el esfuerzo placentero o aquel que no recibe
contraprestación.
Lo anterior es un juego de espejos para pasar de definiciones
tautológicas que no significan nada a proposiciones que permiten
reducir lo económico a lo que pretendidamente es medible. Pero no es
más que un razonamiento circular, lo útil y escaso tiene valor de
cambio, luego si tiene valor de cambio es útil y escaso. Si el aire
no contaminado en Pekin es escaso y muy útil para evitar
enfermedades, por lo tanto, evitar padecimientos, pero carece de
valor de cambio por ser difícil de establecer derechos de propiedad,
no entra en el ámbito de lo económico.
La finalidad de todo este “montaje” es considerar al valor de
cambio como un hecho objetivo, natural y medible.
“El valor de cambio toma así, una vez establecido, el
carácter de hecho natural en su manifestación, natural en su manera
de ser. Si el trigo y la plata tienen valor (de cambio) es porque son
útiles y limitados en cantidad, dos circunstancias naturales. Y si
el trigo y la plata tienen valor uno con relación al otro, es que
son respectivamente más o menos útiles y más o menos limitados en
cantidad, también son circunstancias naturales...”
En consecuencia, y de forma también natural y objetiva, lo que
carece de valor de cambio no cumple con los axiomas enunciados, no es
útil ni escaso y queda fuera de la economía. El mercado (perfecto)
sirve para asignar de forma óptima los bienes útiles y escasos
consiguiendo un equilibrio en los intercambios de dichos bienes.
Por otra parte, el intercambio y la contrapartida que surge del mismo
es la materia económica, sin contrapartida no existe. Por eso,
apropiarse de los recursos naturales no es una acción incluida en el
ámbito de la economía, la naturaleza no recibe contrapartida. Por
eso pueden ser explotados con total impunidad o dañados los sistemas
que nos proporcionan servicios que sostienen la vida sin que ello
quede reflejado en las magnitudes económicas.
La definición de economía que formuló Robbins busca ser un
compendio de lo expuesto, pero fracasa pues al querer ser general
entran en la misma campos que la economía deja voluntariamente fuera
de su campo de acción:
“Ciencia que estudia la conducta humana como una
relación entre objetivos y medios escasos susceptibles de usos
alternativos”
Sin embargo, la escasez de la definición se limita a los bienes o
servicios con valor de cambio. En realidad, evita afrontar la escasez
en términos generales pues eso provocaría su colapso. ¿Por qué?
Simplemente la economía se dedica a un tipo muy concreto de escasez
(subjetiva) pero, al mismo tiempo, necesita de la abundancia
(objetiva) de recursos y sumideros para que la supuesta maquina de
movimiento perpetuo funcione. Efectivamente, las máquinas de
movimiento perpetuo no existen, pero si ignoras los recursos que lo
alimentan y los residuos que resultan de la producción consigues la
cuadratura del círculo.
El
segundo principio de la termodinámica y sus consecuencias, tienen un
indudable interés económico. Cournot señaló el peligro de basar
un sistema social en el consumo de recursos agotables o que se
explotan por encima de su capacidad de regenerarse. Clausius, que fue
quién utilizó por primera vez el término entropía, señaló la
importancia de distinguir entre recursos renovables y no renovables.
Mucho antes que Hicks (con su concepto de renta
de Hicks)
pergeñó el concepto de sostenibilidad:
“..en general, en las relaciones económicas, vale el
principio de que cada cosa puede usarse solo lo que en el mismo
tiempo pueda ser de nuevo producido. Por tanto, se debería usar como
material combustible solo la cantidad que es producida de nuevo a
través del crecimiento de los árboles. Pero en verdad nos
comportamos de manera muy distinta. Hemos hallado que hay bajo la
tierra reservas de carbón de tiempos antiguos que se han formado de
plantas en superficie y depositado durante un período tan largo que
los tiempos históricos en comparación parecen minúsculos. Las
gastamos ahora y nos comportamos exactamente como herederos felices
que consumen un rico patrimonio.”
¿Pero
que diferencia, si existe, hay entre la escasez de la ecología o la
termodinámica y la de la economía?. La diferencia es la que hay
entre el concepto objetivo de escasez y el subjetivo que utiliza la
economía. Esa diferencia explica el rechazo frontal de la economía
a la existencia de escaseces objetivas, mucho más cuando estas se
ponen en el contexto de un sistema complejo como ocurrió con el
estudio del Club de Roma sobre los límites del crecimiento. Daly
acostumbra a citar Barnett y Morse
respecto a que la economía (neoclásica) considera escaseces
particulares, pero jamás una escasez general.
La escasez económica es un concepto subjetivo, es la relación entre
necesidad o deseo y disponibilidad, un concepto relativo que llamamos
utilidad marginal. El concepto subjetivo de utilidad se consigue
objetivar a través de su valor de cambio tal como describe Naredo:
Considerando que los valores de cambio son proporcionales
a la escasez (es decir, la utilidad marginal), Walras erige a
aquellos en indicadores eficientes de esta, aprovechando la
diferencia de que mientras ‹‹la escasez es personal o subjetiva;
el valor de cambio es real u objetivo››. Una vez reducida está
noción subjetiva de escasez al ámbito de los valores de cambio, la
ciencia económica utilizará, como es sabido, el sistema de precios
como reflejo de aquella, dejando fuera del análisis de la escasez
los recursos que no son directamente ‹‹valorables e
intercambiables›› aún cuando puedan influir sensiblemente sobre
la utilidad.
Señalar que si no existiera la entropía no habría escasez. Siempre
podríamos volver a usar una y otra vez la misma energía tantas
veces como la necesitáramos (movimiento perpetuo de segunda especie)
y, en consecuencia, la economía carecería de sentido pues en
abundancia absoluta no puede existir ningún tipo de escasez, ni
siquiera la subjetiva. Georgescu-Roegen que denominaba a la economía
neoclásica la cinemática sin tiempo nos indica que la teoría del
equilibrio general se fundamenta en lo que niega la termodinámica,
es decir, en la completa reversibilidad:
El fundamento de la teoría del equilibrio es que, si
algún acontecimiento altera las propensiones de la oferta y la
demanda, el mundo económico siempre regresa a su condición previa
tan pronto como el evento desaparece. La inflación, una sequía
catastrófica, o el desplome de la bolsa de valores no dejan en
absoluto huellas en la economía. La regla general, tal como en la
mecánica, es la completa reversibilidad.
Como
se ha discutido en el blog de Autonomía y Bienvivir,
el equilibrio general es matemáticamente inestable y presupone una
economía estacionaria, para una dimensión determinada, lo que es
una extraordinaria ironía cuando, como indicábamos en el inicio de
este apartado, el crecimiento es el remedio universal que ofrecen los
economistas para cualquier problema.
La economía neoclásica, por su propia construcción y por más que
haya hecho intentos, es incapaz de ofrecer una gestión de los
recursos sostenible pues los principios de los que parte son
completamente antitéticos a esa finalidad. De partida, eliminó el
factor tierra para evitar que introdujera un factor de limitación en
la producción, ya que cualquier limitación desembocaba en una
economía del estado estacionario, considerada un fracaso para los
clásicos, excepto para unos pocos como John Stuart Mill. La tierra
ricardiana despojada de cualquier otra propiedad que la meramente
espacial fue una estratagema para evitar la inevitable conclusión.
Los neoclásicos establecieron el principio de la sustituibilidad de
factores de producción como la solución al problema. De hecho,
Walras asimiló la tierra al capital, aunque un capital especial que
no se consume con su uso, al no ser producible tal como exigía en su
axiomática. Pero el truco de la tierra ricardiana no funciona con
los los recursos no renovables que son agotables, en especial, los
combustibles fósiles, la piedra angular del sistema. La salida fue
en su momento y continua siendo hasta nuestros días la misma,
sustituibilidad infinita de factores cuyo corolario es el progreso
tecnológico que la habilita.
La perfecta sustituibilidad no es más que la maquina de movimiento
perpetuo de segunda especie que ignora la segunda ley de la
termodinámica. Introduciendo la entropía el sistema colapsa bajo el
peso de la escasez, pero no la subjetiva sino la objetiva. El que la
ciencia que se vanagloria de tratar y gestionar los recursos escasos
requiera ser una maquina de movimiento perpetuo que supone la
abundancia de recursos y sumideros puede resultar paradójico, pero
es incontrovertible. Como bien apuntó Nicholas Georgescu-Roegen
respecto a los recursos:
"dado que todas las clases de recursos juntos
representan una cantidad finita, ningún cambio taxonómico puede
hacerla ir más allá de su finitud"
La última falacia sobre la que se sostiene el edificio es la que el
mismo Georgescu-Roegen denominaba la creencia caprichosa en que
cualquiera que sea el problema siempre inventaremos algo, y podemos
añadir que siempre será a tiempo.
Uno de los problemas esenciales a los que se enfrenta la economía
dominante, y son muchos, es la imposibilidad que un marco intemporal
(reversibilidad) sirva para afrontar las necesidades de las
generaciones futuras. Es esencial entender lo siguiente (Naredo,
2014):
...el valor de
cambio de un mercancía,
al ser una noción relativa a otra y otras mercancías (equilibrio
general walrasiano) contra las que se puede intercambiar en un
momento determinado, no puede servir de unidad de medida invariable a
la cual referir las comparaciones intertemporales
Ahora
pensemos en las
pretendidas soluciones que quieren gestionar los problemas
medioambientales, recursos y sumideros, introduciendo el mercado,
que hemos delimitado por necesidad dejando fuera la naturaleza,
dotando de valor de cambio a lo que por construcción del sistema no
lo tiene. Es como si en la geometría euclidiana pretendemos
construir triángulos cuyos ángulos suman menos de 180ª sin cambiar
los axiomas, una tontería. Son los mismos que previamente han
construido triángulos siguiendo los axiomas de la geometría de
Euclides y, a continuación, con una transportador de ángulos han
medido sus triángulos quedándose atónitos y complacidos de que
sumaran 180º ¡voto a dios que me espanta esta grandeza! Sin
que la naturaleza reciba la contrapartida (monetaria) por sus
recursos y sin capacidad de hacer
un análisis auténticamente dinámico no puede gestionar aquello que
antes hemos excluido para intentar dar consistencia a su definición
del ámbito de lo económico. En otras palabras, cualquier pretensión
de la economía de intentar resolver mediante los valores de cambio
(mercado) está condenada al fracaso pues debe ignorar las escaseces
que estudia la ecología o la termodinámica que son la esencia del
problema.
Debemos buscar el apoyo entre las diferentes disciplinas para tener
instrumentos realmente útiles con los que afrontar los enormes
desafíos que nos traerán los próximos 20 años, un suspiro en la
historia. Como bien dice Naredo (2014):
No hay una "buena asignación de recursos" o un
"óptimo económico" a descubrir y formalizar, sino muchos,
según cuales sean los presupuestos éticos, institucionales y, en
general, ideológicos de que se parta, presupuestos que....ha tratado
de ocultar la ciencia económica establecida, invistiendo a algunos
de ellos de una inusitada generalidad
El criterio de maximización o el de la eficiencia económica que
parecen regir nuestro comportamiento carecen de sentido si queremos
gestionar nuestros recursos y sumideros o más ampliamente los
sistema ecológicos de los que formamos parte, de forma que no
comprometamos el futuro de futuras generaciones que no pueden
intervenir en esos procesos. Según la economía dominante el sistema
nos lleva al nirvana del mercado que es el coto privado donde unos
pocos obtienen pingües beneficios a costa de la inmensa mayoría de
la población y, es además el camino seguro a la destrucción del
planeta que nos sostiene. Sabemos que la respuesta será la de
siempre, el ilimitado ingenio humano inventará algo que solucione
todos nuestros problemas (aunque para ello deban violar las leyes de
la naturaleza), por lo tanto, solo cabe hacernos más ricos (private
riches) aunque en el proceso destruyamos lo que nos mantiene con vida
(public wealth). La paradoja de Lauderdale continua siendo
indescifrable para aquellos que toman o asesoran sobre decisiones que
comprometen nuestro futuro.
Gran
parte de la izquierda comparte la axiomática que hemos descrito en
este apartado. Tienen una preocupación justificada por el problema
de la distribución, sin embargo, pretenden solucionar el problema
con la misma receta de crecimiento de lo económico, en la definición
reduccionista de los neoclásicos. Esta pretensión, que podía tener
alguna viabilidad en lo que se denomina economía cowboy (sin límites
físicos o escaseces objetivas), no es posible en la economía del
astronauta a la que nos enfrentamos. Algunos añoran la llamada
"Golden Era"
del capitalismo, esas dos décadas y media entre la Segunda Guerra
Mundial y la muerte del sistema nacido en Bretton Woods.
Lo
que no perciben es que el camino que se tomó tras la muerte de
Bretton Woods, a pesar de todos los problemas de inestabilidad que
genera la financiarización de la economía, fue el camino lógico
para su supervivencia, la expansión hacia los últimos bienes
comunes, la huida de cualquier posible regulación de
las denominadas externalidades
en los países centrales. La globalización es la sublimación del
reduccionismo económico. Cualquier intento serio de incluir la
escasez objetiva provoca una reacción en sentido opuesto que impulsa
la depredación de lo objetivamente escaso. El siglo XXI, con sus
crisis, ha visto como el descontrol medioambiental se hace cada vez
más necesario. Más allá de reuniones inútiles mantenidas para
propagar la idea de que estamos haciendo algo, la realidad es que la
presión sobre los sistemas ecológicos que sostienen la vida y que
no tienen valor económico es cada vez más insoportable. El mensaje
de la izquierda debe ser radicalmente diferente, debe sostenerse en
un paradigma económico completamente diferente al que ha dado lugar
a nuestra angustiosa situación.
Las
consecuencias sociales del crecimiento
Un lugar común de los críticos del decrecimiento es justificar la
necesidad de continuar por la senda del incremento del producto
interior bruto como forma de solucionar los enormes problemas
sociales a los que asistimos compungidos cada vez que la máquina de
producir, a causa de la crisis de turno, comienza a girar más
despacio.
Así por ejemplo, en un artículo de febrero de 2014, Vincent Navarro
señala:
En un momento de enormes crisis, con crecimiento casi cero,
que está creando un gran drama humano, las voces a favor del
decrecimiento parecen anunciar que ello es bueno, pues así salvamos
el planeta. No se dan cuenta de que están haciendo el juego al mundo
del capital responsable de las crisis económica y ecológica.
El
razonamiento no es muy elegante, la producción tendría que tener
sentido en sí misma, no debería ser justificada en función de un
objetivo que quizás puede ser alcanzado por otros medios. Quién
primero comprendió esto fue precisamente un admirador de Keynes,
John Kenneth Galbraith, que en su libro The
Affluent Society, de
1958, ya avisaba sobre las funestas consecuencias que podría tener
aceptar el objetivo de maximizar el PIB en una sociedad que había
dejado ya lejos las carencias que hicieron, en otro tiempo, tan
perentorio el objetivo de aumentar el producto.
Galbraith nos guía a través de la historia del pensamiento
económico, y haya el origen del predominio de la producción sobre
cualquier otra consideración, en las ideas de Malthus (1766- 1834) y
Ricardo (1772-1823) que dieron forma a la ciencia lúgubre. Unas
ideas que podemos comprender son fruto de su tiempo, y de las
circunstancias sociales de la época. Unas ideas de puro sentido
común, en unas circunstancias muy diferentes de las actuales.
Como observó Tawney, muy pocas veces nos damos cuenta de la
calidad del aire que respiramos. Pero en Los Ángeles, en donde
apenas puede sostener su cargamento, consideramos al aire con toda
seriedad. De modo semejante, quienes residen en un desierto
recientemente irrigado ven en el agua que fluye por los canales la
evidencia de su antinatural triunfo sobre la naturaleza. Y el vecino
de Chicago en Sarasota contempla en su tostado abdomen la prueba de
su inteligencia al evadirse de su oscura y helada región. Pero allí
donde la lluvia y el sol son abundantes se los tiene por algo seguro,
aunque no por ello disminuya el aprecio en que se les tiene. En el
mundo de Ricardo los bienes eran escasos. Se los relacionaba
estrechamente también, si no con la supervivencia, al menos con las
más elementales comodidades del hombre. Le alimentaban, le
proporcionaban vestido para salir de casa y le mantenían abrigado
cuando se encontraba dentro de ella. No es sorprendente, pues, que la
producción, gracias a la cual se obtenían esos bienes,fuese el
centro de los pensamientos humanos.
Pero hoy no estamos acuciados por la necesidad, y el sentido común
nos indica que el mandato de incrementar la producción no debería
ser tan acuciante. A pesar de ello, la posición suprema de la
producción se mantiene inalterada una vez saciada el hambre, la
necesidad de cobijo y de bienestar. Para justificar este hecho, la
ciencia económica recurre a una teoría de las necesidades del
consumidor muy singular, que clarifica cuestiones transcendentales
sobre nuestra sociedad, por qué estamos en esta situación y lo que
ello implica.
Lo primero que debe hacer esta teoría de las necesidades del
consumidor es negar que haya una jerarquía entre ellas. Tan
necesaria puede ser una barra de pan para el hambriento, como el
último modelo de iPhone para un satisfecho miembro de la clase
media. Incluso aunque ambas personas sean la misma, lo único
necesario es que sean momentos distintos de su vida, para ello se
debe asumir que no se puede decir nada sobre las comparaciones de
utilidad intertemporales.
Esta postura hace caso omiso del evidente hecho de que algunas
cosas se adquieren antes que otras y de que, con toda probabilidad,
las más importantes tienen primacía. Lo cual, como ya se observó,
implica una urgencia decreciente de necesidades. Sin embargo, esta
conclusión es rechazada por la teoría un poco más sofisticada. Su
repudio se basa en la negación de que pueda decirse nada
verdaderamente útil acerca de los estados comparativos de la
mentalidad y de la satisfacción del consumidor en distintos períodos
de tiempo. Pocos estudiantes de economía, aun en el curso elemental,
se ven libres de una advertencia acerca del error de efectuar
comparaciones intertemporales de la utilidad partiendo de situaciones
dadas de consumo. Ayer, el hombre con una renta real mínima, pero
que iba aumentando, cosechaba las satisfacciones que se derivaban de
una dieta adecuada y de un techo que ya no dejaba filtrar las
goteras. Hoy, después de un aumento considerable de renta, su
consumo incluye televisión por cable y excéntricos mocasines. Pero
decir que la satisfacción que deriva de estas últimas comodidades y
diversiones es menor que la que proporcionan las calorías
adicionales y la eliminación de las goteras sería completamente
inadecuado. Las cosas han cambiado, se dice; se trata de un hombre
distinto; no existe verdadero patrón para efectuar comparaciones. Se
llega a admitir que un individuo, en un momento determinado, pueda
derivar unas satisfacciones menores de los incrementos marginales de
unas existencias dadas de bienes y, por lo tanto, no pueda
inducírsele a pagar mucho por ellos. Pero esto no nos dice nada
acerca de las satisfacciones que proporcionan tales bienes
adicionales y, más especialmente, las que puedan proporcionar unos
bienes distintos cuando se los adquiere más tarde. La conclusión es
evidente. No se puede asegurar nunca que disminuya la satisfacción
que se derive de esos incrementos posteriores en el tiempo de las
existencias de bienes del individuo. Por lo tanto, es imposible
afirmar que la producción que los proporciona tenga una utilidad
decreciente.
Por esta razón los economistas no son muy amigos de la psicología,
dado que psicólogos como Abraham Maslow, basándose en sus
experiencias clínicas, han establecido una jerarquía de
necesidades. Dicha jerarquía invalida por completo la teoría
neoclásica de las necesidades del consumidor.
Una vez analizado lo inadecuado de la teoría económica
convencional, podemos preguntarnos de dónde surge entonces la fiebre
consumista si no es del deseo de satisfacer necesidades realmente
urgentes y perentorias. Galbraith señala dos fuentes, por un lado la
carrera por la emulación, el afán de tener algo igual o superior a
lo que tiene el vecino, y por otro lado la publicidad y la técnica
de ventas. Sin duda la publicidad funciona, dado que en caso
contrario no se dedicarían tantos recursos a ella. Esto nos pone en
una situación muy incómoda, sólo podemos concluir que es la propia
producción la que crea las necesidades que ella misma satisface.
Este extremo es tan importante que debemos analizarlo con más
detalle. Las necesidades del consumidor pueden tener causas
grotescas, frívolas o incluso inmorales y, sin embargo, se puede
realizar una maravillosa defensa de la sociedad que procura
satisfacerlas. Pero no se puede mantener esta defensa si es el mismo
proceso de satisfacción de necesidades el que viene a crearlas. Ya
que en este caso el individuo que insiste en la importancia de la
producción para satisfacer esas necesidades se encuentra
precisamente en la misma posición del espectador que aplaude los
esfuerzos de la ardilla para adelantarse a la rueda que está
accionando con sus propias energías.
No conozco ningún intelectual que haya propuesto a una ardilla dando
vueltas a una rueda, en una carrera sin fin, como modelo de buena
sociedad, pero es ahí a dónde nos conduce la posición suprema de
la producción en la escala de valores social. Sin embargo, no
debemos dejar de reconocer que la producción, a pesar de ser en
esencia superflua, actúa como paliativo de muchos otros problemas.
El incremento de la producción equivalía a aliviar la
desocupación, la inseguridad agrícola, la amenaza de quiebra para
el pequeño comerciante, el riesgo de los inversores, las
preocupaciones financieras de los estados, de los municipios, incluso
el desventurado hacinamiento que se produce cuando la gente no puede
poseer o alquilar sus propias casas y debe habitar con otras
personas.
La solución a estos problemas, como analizará Galbraith al final
del libro, es luchar contra ellos de forma directa, y no de una forma
indirecta, a través del incremento de la producción. Esto es de
suma importancia, porque la posición suprema de la producción en
nuestra escala de valores está trufada de consecuencias funestas,
como los escasos recursos, que no se pueden detraer de la producción,
dedicados a la formación de las personas, o al mismo conocimiento
científico, o el fomento sin límite del endeudamiento para espolear
el consumo. Galbraith explica que en las sociedades desarrolladas
pudimos prescindir de los bienes que producían los niños o los
ancianos porque ya no eran vitales para nuestro bienestar, una vez
cubiertas las necesidades del escalafón más bajo de la jerarquía
que describe Maslow. De la misma forma podríamos haber seguido
reduciendo la jornada de trabajo, cambiando tiempo de vida por la
producción de unos bienes que ya no son urgentes. Dejar de
centrarnos en la producción abre una abanico inmenso de
posibilidades al ser humano, podemos elegir cuales serán las nuevas
prioridades.
Pero el mayor acierto del economista norteamericano fue percibir que
hay un nexo común que une todos los males a las que nos condena el
crecentismo, y es la minusvaloración de los bienes públicos, sin
mercado, frente al predominio absoluto de los bienes privados.
La familia que hace una excursión en su coche color malva y
cereza, con aire acondicionado, conducción asistida y servofreno,
pasa a través de ciudades deficientemente pavimentadas, afeadas por
los desperdicios, los edificios desconchados y los anuncios junto a
postes de conducciones eléctricas que deberían ser subterráneas
desde hace ya tiempo. Contemplan un paisaje rural que es casi
invisible por obra y gracia del arte comercial. Meriendan con unos
alimentos exquisitamente empaquetados que sacan de una nevera
portátil, a orillas de un arroyo contaminado, y pasan la noche en un
parque que es una amenaza para la salud pública y la moral. Y antes
de adormecerse, acostados en un colchón neumático, cobijados en una
tienda de nailon y rodeados por el hedor de la basura semicorrupta,
pueden reflexionar vagamente sobre la curiosa desigualdad de las
mercedes que se les han otorgado. Realmente, ¿es esto el genio
americano?
Aunque Galbraith apenas cita muy de pasada el deterioro
medioambiental, son evidentes las conclusiones que se derivan de su
teoría del desequilibro social entre bienes públicos y privados que
es consustancial al crecentismo. Con el tiempo, los bienes púbicos
terminarían destruidos, como así está ocurriendo con algunos de
tanta transcendencia como un clima benigno o el resto de servicios
medioambientales que nos proporciona la biodiversidad del planeta.
Ante esta situación, los neoliberales reaccionarán creando mercados
ficticios para los bienes públicos, como los derechos de emisión de
dióxido de carbono, o el pago de los derechos públicos educativos
en un cheque para gastar en escuelas privadas. De esta forma, los
crecentistas de izquierdas, ignorando los escritos del que otrora fue
un keynesiano ejemplar, luego convertido en heterodoxo, con su
énfasis en el dominio absoluto de la producción sobre todo lo
demás, son el cómplice necesario en la destrucción de los bienes
públicos que allana el camino al proceso de privatización
neoliberal.
Pero sin duda ellos no estarán dispuestos a reconocerlo, a pesar de
las evidencias presentadas hasta el momento. Siempre puede argüirse
que el socialismo sí es capaz de incrementar los bienes privados
preservando los públicos, o que puede evitar el proceso de
generación de necesidades superfluas mediante su socialización.
Este es el camino emprendido, realizando un doble salto mortal con
tirabuzón, por Vincent Navarro, cuando afirma, en el artículo
anteriormente reseñado.
Uno de los puntos que subrayé en aquel libro era que el
socialismo tenía que cambiar no solo la distribución de los
recursos, sino la forma y tipo de producción. Y para que ello
ocurriera era fundamental cambiar las relaciones de poder en el mundo
de la producción (con la democratización de la producción, que es
distinto a su estatalización) y cambiar el motor del sistema, de
manera que el afán de lucro se sustituyera por el afán de servicio
a las necesidades humanas, definidas democráticamente.
¡Claro!
Las necesidades se determinarán democráticamente ¿Y qué decidirá
el pueblo? ¿Un mercedes y un chalet con piscina para todos? Al
distribuir un bien de lujo entre el conjunto de la población pierde
por completo su valor, ya que deja de tener utilidad en la carrera
por el estatus, y nos obliga a perpetuar esta carrera
insostenible sin saciedad material posible.
Seguramente el pueblo sería más inteligente que todo eso, creemos
firmemente en las virtudes de la democracia, pero si como plantea
Navarro definimos democráticamente las necesidades humanas, no tiene
sentido concluir que el resultado debe implicar un mayor crecimiento
económico. Bien podría ocurrir que una deliberación pública
informada concluyera que hay una forma más realista y alejada del
economicismo imperante de satisfacer las necesidades humanas. En tal
caso la apuesta por el crecimiento se convierte en un apriorismo
antidemocrático; incurre en la contradicción de decirnos cuál debe
ser el resultado de tal deliberación. El problema es que detrás de
esa retórica democrática se esconde una teoría de las necesidades
humanas tan deficiente como la enarbolada por la economía ortodoxa
neoliberal.
Una
teoría de las necesidades humanas debería estar basada en
fundamentos psicológicos y antropológicos, prestando mayor atención
hacia aspectos cualitativos, no lineales, del comportamiento
individual y de la sociedad. Una teoría que cumple estos requisitos
es la del psicólogo Abraham Maslow sintetizada en la figura
superior, otra de ellas es la del economista Manfred Máx-Neef. La
relevancia del planteamiento de Max-Neef es que establece una
taxonomía de necesidades universales, válidas transculturalmente,
siempre y cuando sepamos distinguir entre necesidades, satisfactores
y bienes económicos. Quién mejor lo explica es el propio economista
chileno en su libro Desarrollo
a escala humana:
Se ha creído, tradicionalmente, que las necesidades
humanas tienden a ser infinitas, que están constantemente cambiando,
que varían de una cultura a otra, y que son diferentes en cada
periodo histórico. Nos parece que tales suposiciones son
incorrectas, puesto que son producto de un error conceptual.
El
típico error que se comete en la literatura y análisis acerca de
las necesidades humanas es que se explicita la diferencia fundamental
entre lo que son propiamente necesidades
y lo que son satisfactores
de esas necesidades. Es indispensable hacer una distinción entre
ambos conceptos, por motivos tanto epistemológicos como
metodológicos.
La persona es un ser de necesidades múltiples e interdependientes.
Por ello las necesidades humanas deben entenderse como un sistema en
las que se interrelacionan e interactúan. Simultaneidades,
complementariedades y compensaciones son características de la
dinámica del proceso de satisfacción de necesidades.
Las necesidades humanas pueden desagregarse conforme a múltiples
criterios, y las ciencias humanas ofrecen en este sentido una vasta y
variada literatura. En este documento se combinan dos criterios
posibles de desagregación: según categorías existenciales y según
categorías axiológicas. Esta combinación permite operar con una
clasificación que incluye, por una parte, las necesidades de Ser,
Tener, Hacer y Estar, y, por la otra, las necesidades de
Subsistencia, Protección, Afecto, Entendimiento, Participación,
Ocio, Creación, Identidad y Libertad. Ambas categorías de
necesidades pueden combinarse con la ayuda de una matriz.
De la clasificación propuesta se desprende que, por
ejemplo, alimentación y abrigo no deben considerarse como
necesidades, sino como satisfactores de la necesidad fundamental de
subsistencia. Del mismo modo, la educación (ya sea formal o
informal), el estudio, la investigación, la estimulación precoz y
la meditación son satisfactores de la necesidad de entendimiento.
Los sistemas curativos, la prevención y los esquemas de salud, en
general, son satisfactores de la necesidad de protección.
Habiendo diferenciado los conceptos de necesidad y de satisfactor, es
posible formular dos postulados adicionales. Primero: Las necesidades
humanas fundamentales son finitas, pocas y clasificables. Segundo:
Las necesidades humanas fundamentales (como las contenidas en el
sistema propuesto) son las mismas en todas las culturas y en todos
los periodos históricos. Lo que cambia, a través del tiempo y de
las culturas, es la manera o los medios utilizados para la
satisfacción de las necesidades.
Una economía centrada en las necesidades humanas es aquella que
tiene por objeto la producción de personas autónomas, capaces de
encontrar los satisfactores más adecuados a sus necesidades,
independientemente de la producción de bienes. Necesitamos sentirnos
atractivos y sentir afecto, no maquillaje, sea esto decidido por el
mercado o “democráticamente”. La democracia entra en escena para
asegurar que nadie es excluido de la satisfacción de las necesidades
que pueden ser cubiertas con bienes (alimentación, techo, abrigo,
etc), y para intentar dar a cada individuo las herramientas
necesarias para encontrar los satisfactores adecuados al resto de sus
necesidades, satisfactores que deberían ser prioritariamente
inmateriales (como podemos ver muchos en la tabla anterior:
autoestima, amistades, conciencia crítica, maestros, etc) porque la
energía gastada de forma más eficiente es la que no se gasta de
forma innecesaria, y el proceso productivo que genera menos residuos
y consumo de materias primas es el del bien que no se produce de
forma innecesaria.
Tendiendo
puentes
¿Podemos encontrar puntos de confluencia con la izquierda
crecentista? Una economía centrada en las necesidades humanas
debería erradicar la pobreza, y reducir significativamente la
desigualdad, ya que ambos problemas, el primero en un grado mayor que
el segundo, son incompatibles con una satisfacción plena de dichas
necesidades.
Al mismo tiempo, John Kenneth Galbraith, nos ha dado la clave del
problema de nuestro tiempo, y como resolverlo, problema fuertemente
enraizado en los errores del crecentismo: la supremacia de los bienes
privados, con mercado, sobre los bienes públicos, y el consiguiente
deterioro y desaparición de los segundos.
Un plan para recuperar, en la medida de lo posible, esos bienes
públicos, mediante el trabajo humano, y que garantice una renta a
personas que tienen problemas para satisfacer sus necesidades
básicas, las que dependen de bienes materiales, sería una idea en
la que podríamos confluir.
Así
por ejemplo, es
bien sabido que aumentar un 0,4% el contenido de carbono en los
suelos
lograría que el balance neto de carbono emitido a la atmósfera se
redujese a cero. El problema es que los suelos nos prestan servicios
medioambientales, como la captura de carbono, que no tienen valor de
mercado. Aumentar el carbono en el suelo no nos hace más ricos, en
el sentido en el que habitualmente lo entendemos, ya que no nos hace
disponer de más bienes para consumo privado. Nuestro sentido de la
riqueza es profundamente erróneo. Por el contrario, el trabajo
necesario para realizar esa labor, tendría que ser retribuido, en
parte, mediante la posibilidad de adquirir bienes básicos de consumo
como alimento, techo, abrigo. La situación nos obliga a redistribuir
de forma más generosa algunos bienes de consumo privado, y una forma
de legitimar esta redistribución es el trabajo en la recuperación
de los bienes públicos.
¿Aumentaría ello la demanda y por tanto el tamaño de la economía?
No tiene porqué ser así, en la actualidad ya producimos suficiente
cantidad de estos bienes para todos, bastaría con evitar su derroche
o su acaparamiento. En cualquier caso, el decrecimiento no implica,
como algunas veces se expone de forma caricaturesca, un descenso
proporcional de todos los sectores y de la producción de todos los
bienes económicos. Por ejemplo, estamos dispuestos a reconocer que
el sector de energías renovables tiene que crecer, aunque discutimos
hasta qué escala es posible ese crecimiento.
Igual
que hemos hablado del carbono en los suelos, podríamos hablar de
educación, cuidados, etc. Sin embargo, no tenemos la misma urgencia
en la recuperación de todos los bienes públicos. La situación de
degradación medioambiental requiere medidas urgentes, y para que se
puedan llevar a cabo es necesario librarse del corsé de los errores
de las tesis del crecentismo.
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