viernes, 21 de septiembre de 2018

Distopía X: buenas vibraciones




Bajaba por las escaleras y ya casi estaba en la calle. Con prisa, como siempre. Tenía que buscar un taxi, para ir al aeropuerto o a la estación, ya no me acuerdo; sé que me iba, una vez más, de viaje de trabajo. Acababa de salir de mi casa y allí mismo, en el portal, me estaban esperando. No, no es cierto: acababan justo de llegar, porque se estaban bajando del coche cuando yo aparecí.

En seguida vi a mi hermana Marcela. No lloraba, pero sin duda había estado llorando hasta hacía quizá unos segundos. Al verme, vino corriendo hacia mi y me abrazó. Yo estaba perplejo: no esperaba verla allí, porque ella vivía muy lejos; pero al ver a otros miembros de mi familia comprendí al instante que ellos la habían traído y que debía ser un asunto importante.

Abracé a mi hermana y le di un beso en la cabeza, casi en la coronilla. Los años habían pasado para ella, igual que para mi, pero seguía teniendo un cabello muy bonito. Mi hermana pequeña, mi pobre hermanita.

Tuve que contener el llanto. No había sido un buen hermano con ella. No quiero decir cuando éramos pequeños: cuando éramos niños y vivíamos juntos y felices, ella lo era todo para mi y yo lo era todo para ella. Pero todo era más fácil cuando éramos niños. Habíamos crecido, yo tenía un trabajo importante, obligaciones, una familia... Y ella también. Bueno, tenía.

La abracé con fuerza. Cuando su familia murió, de aquella manera tan terrible, yo la llamé en seguida. Le dije palabras de consuelo y aliento que me sonaron a huecas y manidas - ¿por qué no era capaz de decir cosas que no sonaran a sandeces mil veces repetidas? -, y escuché su llanto con el corazón encogido. El día del funeral tenía una reunión muy importante en la otra punta de Europa - un contrato con muchos ceros - pero lo cancelé todo y allí estuve. Mi mano sobre su hombro, mis hombros como su pañuelo. Todos iban de negro, todo era negro y oscuro en aquel día que tuvo el poco decoro de ser resplandeciente. El contraste hacía parecer que vivíamos en blanco y negro, y así siempre ha sido mi ánimo recordando cosas tristes, en blanco y negro. Mientras descendían los ataúdes yo me acordaba de su marido - un hombre admirable y cariñoso-, de sus preciosos hijos - mis sobrinos- . Dolía recordar. Miré a mi mujer y a mis hijos y me di cuenta, no por primera vez pero quizá sí con mayor intensidad que nunca, de lo dichoso que yo era.

Después, no sé explicarlo. A nadie le gusta mirar al fondo de un pozo oscuro. Yo quería a Marcela y le llamaba a menudo, me forzaba a llamarla porque sentía que se lo debía. Quizá se me notaba demasiado que lo hacía forzado, pero de verdad quería ayudarla. Me había puesto un recordatorio en la agenda del móvil y, estuviera donde estuviera, cada viernes a la misma hora la llamaba. Como el que hace un servicio de guardia. Casi mecánicamente.

Ella se desasió suavemente de mis brazos y de mi sentimiento de culpabilidad. Marcela sabía mucho de culpabilidad. ¿Cuántas veces se habría culpado de no haber estado allí? No podía reprocharse haber sobrevivido al accidente donde los demás perecieron porque ni siquiera estaba allí en ese momento, y eso, en vez de hacerle sentir menos culpable, le hacía sentírselo más. Porque hubiera querido tener la oportunidad de morir con sus seres queridos, aunque al final la (mala) suerte le hubiera hecho sobrevivir. Pero es que ni siquiera tuvo la opción de morir con ellos cuando tocó. Llevaba un año así, mi hermana, y aún seguía muerta en vida, recibiendo mis vacías llamadas cada semana, sin que estuviera claro quién consolaba a quién de la ausencia de felicidad.

Marcela me miró a los ojos y me dijo:

- Ya no puedo soportarlo más. Voy a vibrar.

Yo la miré con estupor, no entendiendo - o no queriendo entender - qué me decía. Alcé los ojos y mi mujer me devolvió una mirada significativa. Volví a mirar a mi hermana, a los ojos, después de habérselos rehuido durante un año.

- Ellos dicen - y ladeó ligeramente la cara mientras que con un leve movimiento del hombro designaba a nuestros familiares detrás de ella - que debería primero hablar contigo. Que tú entiendes mucho más de estas cosas, y que siempre das consejos sensatos, - de repente, sentí su penetrante mirada apabullando a la mía - y hace mucho que no me das uno. Así que por eso he venido.

Hay momentos en la vida de una persona en los que ésta ha de saber exactamente lo que debe hacer. Son cosas que pasan rápido, en los que no hay mucho tiempo para decidirse, pero en los que lo que se decida será crucial. Por eso es tan importante saber reconocer esos momentos cuando llegan. Y no son muchos: quizá tres o cuatro en toda una vida, pero son de los que la definen enteramente. Yo en aquel momento no supe que mi hermana me necesitaba - porque ya lo sabía, desde hacía un año -, sino que esa vez tenía que ayudarle de verdad. Que tenía que comprometerme. Lo comprendí en un segundo, lo acepté en otro. Algo cambió dentro de mi y ella sin duda lo vio en mis ojos.

- Te quedarás con nosotros, Marcela. - y recalcándolo con la pausa -  Todo el tiempo que haga falta. Yo me tengo que ir de viaje ahora, por dos días, pero buscaré información y haré un par de llamadas. No hagas nada por el momento. Por favor.

Mi petición debió sonarle a mi hermana como una súplica, pero también como algo que ella estaba necesitando oír. Asintió, sacudiendo rápidamente la cabeza varias veces. Yo le di un beso en la frente y volviéndome a mi mujer le pedí que no le quitara el ojo de encima. Después, con un gesto rápido pedí un taxi y me fui de allí.

Vibrar. Había oído hablar de "vibrar", pero siempre como algo lejano, algo que hacen los otros, y siempre referido a gente marginal. Recordaba haber leído un texto en un semanario, titulado algo así como "¿Tiempos vibrantes?". Todo tenía que ver con un medicamento para combatir la depresión o algo así, que se llamaba Vibr. De ahí lo de "vibrar", "tomar Vibr". El tipo de simplificación lingüística que tanto gusta a la gente común.

Ya en el taxi busqué información y me descargué documentación relevante de bases de datos de referencia - porque, efectivamente, si algo se me daba bien era cribar, buscar y relacionar información - y me pasé la mitad del viaje del avión revisando los documentos del contrato que iba a firmar y la otra mitad estudiando el Vibr. Antidepresivo, ansiolítico, de la familia de las anfetaminas. Efecto neurotóxico, degeneración neuronal contrastada incluso a dosis moderadas si se produce una larga exposición, alta adictividad, síndrome de abstinencia que requiere tratamiento de choque para evitar los efectos más adversos - incluyendo paradas cardíacas... Vamos, que estaba claro que se trataba de una mierda de cuidado. Pero lo más sorprendente es que había sido aprobado como medicamento para uso en humanos (con seguimiento por especialista, eso sí). Muy recomendado para duelos patológicos - como seguro habían catalogado a mi hermana gente mucho más patológica que ella, gente incapaz de saber lo que es el amor y su pérdida.

Que el Vibr (nombre comercial del medicamento, cuyo principio activo tenía un nombre acabado en "mina" tan largo que podría rellenar él solo un crucigrama) fuese un medicamento era todavía más sorprendente después de leer los pocos ensayos clínicos que se habían hecho con él, todos ellos en terapias compasivas. El alarmante número de muertes prematuras con respecto al control se habían atribuido al mal estado basal de los pacientes (¿y para qué coño tenían entonces el grupo de control, si no era para ajustar ese parámetro?). No hacía falta ser un gran experto en salud pública - yo no lo soy - para saber que a la luz de esos estudios el Vibr no debía haber sido aprobado como medicamento. Pero había sido aprobado, unos seis meses atrás, por vaya Vd. a saber que oscuros intereses económicos.

Después de contrastar la evidencia científica, me entretuve a leer algunos reportajes en prensa generalista. Lo que leía parecía realmente un relato de ciencia ficción, con ciertos puntos comunes en todos los artículos (seguramente, el fabricante había marcado ciertas pautas de guión cuando "contrató" esos "publirreportajes"). El Vibr era el nuevo medicamento milagroso contra la depresión. Los testimonios de los pacientes atestiguaban como todas sus preocupaciones y angustias habían desaparecido, y cómo volvían a ser miembros productivos y perfectamente integrados en la sociedad. Pura basura, pensé.

No tuve mucho más tiempo para pensar en el Vibr desde que aterricé, pero aquella noche, al llegar al hotel, llamé a un viejo amigo, un compañero de la escuela con el que había compartido décadas de singladura en la vida, y que en aquel entonces era un alto cargo del Ministerio de Sanidad.

Tras los saludos cordiales y las bromas de rigor, le solté a bocajarro, con la familiaridad que daba los años que hacía que nos conocíamos y nos apreciábamos:

- Manuel, ¿qué me puedes contar del Vibr?

Él calló dos segundos, y me respondió, con tono apresurado:

- ¿No estarás pensando en tomar esa mierda?

No podía verle la cara, pero intuí que se estaba arrepintiendo de su precipitación. Alguien que aspira a ser Secretario de Estado algún día no puede decir palabras como "mierda", y menos referidas al producto estrella de un pagador de campañas electorales.

- No, tranqui, Manuel. Se trata de un allegado. Lo estaba considerando y me ha consultado. No sabía nada de ese... medicamento, pero con lo que llevo leído me hago una idea clara. Gracias por tu tiempo, me has ayudado mucho.

Manuel no dijo nada más, pero por la confianza que había entre nosotros no hacía falta decir nada más. Yo ya sabía lo que necesitaba saber, y él sabía que yo nunca le pondría en evidencia. Así funciona la amistad.

Acto seguido llamé a mi mujer. Le resumí la situación:

- María, el Vibr es una sustancia peligrosísima, muy adictiva y de seguro mortal en como mucho unos pocos años si se toma con regularidad. No quita la depresión, te convierte en un zombi. Bajo ningún concepto permitas a Marcela que la tome.

María asintió.

- Creo que lo mejor es que se quede con nosotros, por una temporada - proseguí.

- Por todo el tiempo que necesite - me dijo María - Como si quiere quedarse a vivir con nosotros. Los niños la adoran, y es una persona dulce y buena, yo también quiero que se quede.

- Te quiero, María.

- Lo sé - me dijo, y yo me imaginé la sonrisa pícara que siempre ponía al decirme eso.

Al cabo de dos días volví a casa, y todo volvió a aquella cosa que llamamos normalidad pero que no lo es, sino más bien el frenopático frenesí de nuestra vida habitual. Marcela se fue integrando en nuestra rutina diaria y yo agradecí muchas veces que estuviera allí, sobre todo los días que María o yo faltábamos.

Pasaron los años. El Vibr pasó de ser un medicamento marginal a ser la gran estrella. Se empezaba a usar no solo para tratar la depresión, sino la ansiedad y los trastornos de conducta, e incluso los déficits de atención en niños. Yo me llevaba las manos a la cabeza, pero como en muchos otros temas, al igual que la mayoría, miraba a otro lado y continuaba con mi quehacer. Al fin y al cabo, no era una cosa que me afectase a mi personalmente.

Hubo un momento en el que la verdad del Vibr quedó completamente expuesta. Quien comenzaba a tomar Vibr ya no lo podía dejar, había muy pocos casos de personas que intentaran desintoxicarse, de éstos había menos que sobrevivieran al "mono" y los que lo conseguían quedaban con secuelas terribles de por vida. Muchos de ellos acababan recayendo. Además, las estadísticas mostraban que desde que se comenzaba a tomar Vibr hasta que sobrevenía la muerte solían pasar unos 5 años. De hecho, nadie llegaba a los 6, aunque había bastante gente que moría bastante antes, sobre todo, justamente, la gente más deprimida. Los periódicos se llenaron de reportajes denunciando la situación de los "vibrantes" (así se llamaba a los consumidores de Vibr, siguiendo con la misma bromita), sobre todo cuando eran terminales. Ya no era tan raro encontrarse algún vibrante por la calle. Los podías reconocer por su porte. De alguna manera, parecía como si alguien tirase de sus hilos: eran demasiado complacientes, demasiado tranquilos, demasiado moderados. Nunca nada les molestaba, eran amables hasta la náusea. Así eran todos, aunque los vibrantes "terminales" eran más lentos, menos reactivos. Su amabilidad se iba trocando progresivamente en indiferencia. En una ocasión yo mismo me había encontrado un joven muy delgado, demacrado y sucio, sentado inmóvil en un banco, con la mirada perdida y toda la pose típica de un vibrante: era un terminal. Deduje que ya no se tomaba la molestia ni de comer. Ni siquiera de buscar un lugar adecuado para hacer sus necesidades. Duró un par de días, llegué a ver el momento en el que se lo llevaron en una ambulancia.

Pensé que al quedar expuesto el horror del Vibr habría una reacción popular y que se exigiría su prohibición primero en la calle y luego en el Parlamento. Pero no fue así. De repente, todos los medios de comunicación comenzaron a publicar estudios (quizá sería más apropiado decir "el estudio", porque en realidad todos eran el mismo, mil veces repetido), en el que se "demostraba" que aunque era cierto que el Vibr te mataba "generalmente en 5 años" las personas que tomaban Vibr hubieran "en media muerto antes de 5 años si no hubieran tomado el Vibr". Así pues, la idea central de estudio es que se trataba de personas igualmente condenadas, a las que el Vibr les concedía una mejor calidad de vida y que además durante ese "período de gracia" que les concedía el Vibr "eran miembros productivos y valiosos de nuestra sociedad", lo que ilustraban con gráficas sobre las mejoras de productividad y descenso de morbilidad (porque los vibrantes iban mucho menos al médico y mucho más al trabajo).

Yo estaba convencido de que, una vez expuesta la verdad y viendo la baja calidad de los argumentos a favor del Vibr, el destino del medicamento estaba sellado. Pero, para mi sorpresa, la sociedad entera se tragó el sapo, y el Vibr continuó siendo socialmente aceptable. Crecidos sin duda por el éxito de su campaña de márketing, los productores de Vibr consiguieron rizar aún más el rizo, y difundir la idea de que cuando el médico te recetaba Vibr es que sin duda ya estabas "en media" condenado y que por tanto tomar Vibr era la mejor opción, porque los pocos años que te quedaban de vida no serías una carga para tus seres queridos e incluso con tu esfuerzo y trabajo mejorarías la pensión que les dejarías. Y la sociedad volvió a tragarse el sapo. Yo me indigné delante de lo que pasaba. Pero no lo exterioricé de ninguna manera: fue una indignación interior. Después, como en muchos otros temas, al igual que la mayoría, miré para otro lado y continué con mi quehacer. Al fin y al cabo, no era una cosa que me afectase a mi personalmente.

Fue más o menos en aquel entonces que coincidí por primera vez con un vibrante en el avión, en uno de mis múltiples viajes. Se trataba de una mujer, de mediana edad. Ella notó que yo me había sobresaltado al darme cuenta de que era vibrante, y me hizo un razonado y ponderado análisis de por qué había tomado la decisión de hacerse vibrante. Al fin y al cabo, con la edad que tenía le quedaban pocos años en la empresa, y corría el riesgo de que la echaran antes. Al volverse vibrante, había demostrado su compromiso con la empresa, que a cambio le garantizaba el contrato por cinco años y una buena pensión. Sus hijos ya habrían acabado la Universidad "para cuando ella dejara de vibrar" (juro que lo dijo de esa manera; a mi se me revolvió el estómago) y con su aportación podrían comenzar una próspera y fructífera vida. Yo pensé en refutarle una a una todas las falacias lógicas de lo que había dicho, pero al mirarla a los ojos desistí. Era obvio que ya estaba condenada. Qué sentido tenía, por tanto, polemizar. Yo no soy de naturaleza morbosa, e intuía que si argüía con ella acabaría exaltándome y poniéndome en evidencia. Así que callé y miré, literalmente, hacia otro lado. A ella mi posición, moral e incluso física, le pareció natural y respetó todo el viaje mi muro de silencio. Salí de aquel avión con la cabeza como un bombo y con tortícolis.

Quizá mi memoria me falla o me reinventa la escena, pero yo juraría que lo siguiente pasó justo al volver de aquel viaje, quizá justo después de ese incómodo vuelo. Llegué a casa con ganas de pasar unos días tranquilo con la familia cuando Marcela se presentó delante de mi. A su lado estaba mi hija mayor, Clara. Yo no entendía nada de esa representación, hasta que Marcela abrió la mano y me enseñó una pastilla azul, que tenía unas letras grabadas: "VIBR". Nunca antes había visto una. La miré espantado, pensando que quizá había sucumbido por fin, pero la realidad era más horrible. "He encontrado esto en la mochila de Clara", anunció Marcela, y su voz se le quebraba de la angustia. Yo miré a mi hija con cara de pavor. Pero, no, Clara no era vibrante. Al menos no aún. No sabía cuántas pastillas hacían falta para volverse vibrante, aunque sí que sabía que te enganchaban desde la primera.

- Lo siento, papá - dijo Clara entre lágrimas - Pero, tranquilo, no la he probado. Me la ofrecieron unas chicas en el cole, y se pusieron tan pesadas con que la tenía que probar que al final la cogí para que se callaran. Pero no me he tomado ninguna, te lo juro.

La creía. Es verdad que quería creerla, pero de algún modo sabía que me decía la verdad. Era mi hija, al fin y al cabo.

- Clara - le dije, con la voz más calmada que pude articular - ¿tú sabes lo que hace ESO?

- Todo el mundo habla de ello, papá. Los chicos dicen que sirve para divertirse, para quitarte todos los malos rollos.

- ¿Y tú sabes que ESO mata?

- Sí, bueno, todo el mundo sabe que el Vibr te mata en cinco años si lo tomas a menudo, pero los chicos dicen que si tomas solo uno a la semana no te pasa nada malo y te lo pasas todo mucho mejor...

- Clara, una a la semana es exactamente la dosis que se administra a los vibrantes. Una a la semana, justamente. - no pude evitar recalcarlo.

Me quedé mirando a mi hija. Estaba furioso. Era evidente que el Vibr era una tentación para ella: una chica de 16 años, buena estudiante pero, como los de su generación, un poco perezosa, siempre quejándose de lo mucho que se le exige... La oferta de un paraíso artificial era demasiado tentadora, estaba claro.

No era culpa de ella. Era culpa mía. Por no haberle transmitido unas ideas claras sobre aquel veneno. Por no haber estado más tiempo en casa, ayudándole a levantar su carga, apoyándola, dándole ánimo. Mi hija había estado a punto de caer en la trampa, justo delante de mis narices. Miré a Marcela con los ojos en lágrimas  y como pude musité:

- Gracias. Eres lo mejor que le ha pasado a esta familia.

- Ésta también es mi familia.

Los tres nos abrazamos llorando.

Cancelé todas mis citas de aquella semana y me pedí los días. En menos de una semana cambié a mis hijos de colegio y de instituto. No fue difícil encontrar a dónde llevarlos: en sus páginas webs las nuevas (y caras) instituciones anunciaban: "Espacio libre de Vibr" y detallaban sus estrictos controles para evitar que sus alumnos cayeran en tal destructiva adicción. Yo ni imaginaba que hubiera colegios que hicieran tal tipo de publicidad. La sociedad había cambiado, adaptándose al Vibr.

Por supuesto, el nuevo colegio de Juan, mi hijo pequeño, y el instituto de Clara, la mayor, eran bastante más caros que el colegio público y el instituto público a los que iban antes. Afortunadamente, tanto yo como mi mujer éramos "profesionales de éxito", así que nos lo podíamos permitir, aunque a mi el tufo clasista que destilaba todo aquello me molestaba. Pero estaba claro que el Vibr corría a sus anchas en los centros públicos incluso en primaria. Leyendo informes confidenciales que me pasó Manuel (ya subsecretario de Estado) vi que hasta el 25% de los estudiantes de bachillerato eran vibrantes. Gente que ya ni optaba por ir a la Universidad, porque era malgastar el poco tiempo que les quedaba.

La reacción gubernamental a la cada vez más desatada epidemia del Vibr no fue exactamente como yo me la hubiera esperado. A la vista de que cada vez había más niños huérfanos, se amplió enormemente el Estado del Bienestar, de modo que la sanidad y la educación públicas eran totalmente gratuitos, y se establecían programas de acogida hasta la Universidad para los huérfanos del Vibr (afortunadamente, los hijos de adictos no desarrollaban ninguna adicción per se). La única condición que se pedía a los alumnos huérfanos era que demostraran su valía académica; si lo hacían así, podrían llegar a donde quisieran. Siempre me pregunté qué pasaba con los que no daban la talla. Además, a mi me sorprendía tanta generosidad del Estado, y no entendía de dónde salían los recursos para mantener el sistema en marcha. Años antes tal desarrollo del Estado del Bienestar se habría considerado excesivamente oneroso. ¿Qué había cambiado? 

Cada vez entendía menos el mundo, y cada vez me hastiaba más. En el avión, el número de vibrantes hacía tiempo que había superado al de no vibrantes. De hecho, los que no vibramos no soportábamos hablar con los vibrantes: era algo exasperante. Un vibrante parece hablar con lógica y razón, pero en sus argumentos se transluce siempre una falta de apego por las cosas. En el fondo, a un vibrante todo le da igual, con lo que realmente no tiene ninguna preferencia. Un vibrante no tiene ninguna visión de cómo debería ser la sociedad, se adapta a la que haya, y nada, por más aberrante que sea, le parece una injusticia social; para él o ella es un simple hecho que debe ser tenido en cuenta, pero nunca es algo que desee cambiar para mejorar porque un vibrante no desea nada.

Por eso, después de varias experiencias desagradables hablando con vibrantes, había comenzando a pagar más por los billetes premium "no vibrante". Éramos una casta aparte, una minoría amedrentada, refugiados en la parte delantera del avión para poder salir de él cuanto antes, precipitadamente incluso, delante de la masa informe que paciente y obedientemente esperaba detrás de nosotros para salir de manera ordenada, marcial.

Y entonces pasó. El Gobierno presentó un proyecto de Ley sobre el consumo obligatorio de sustancias reguladoras del comportamiento. Yo no me lo podía creer cuando lo leía en el diario. Me descargué el documento y dediqué el resto del día a leerlo, a analizarlo con cuidado. Después, llamé a Manuel.

- Sabía que me ibas a llamar - fue lo primero que me dijo - No podemos hablar por teléfono. Quedaremos en el Café Central a las siete. Sé puntual, a las ocho ya me habré marchado.

Algo en la voz de Manuel sonaba a despedida. Algo iba rematadamente mal.

Llegué al Café Central a las siete menos cuarto. Me senté en nuestra mesa, y me tomé pausadamente el café con leche que un solícito camarero me trajo en seguida. A las siete en punto Manuel entró en el café, pidió un coñac y se sentó directamente en mi mesa.

- ¿Qué está pasando, Manuel? - dije yo, sin más preámbulos.

- Más respeto, joven, que está Vd. hablando con el nuevo Ministro de Sanidad - me soltó él. No me dejó tiempo ni para asombrarme - Pago por los numerosos servicios prestados, supongo. También, porque ya no les queda nadie medianamente formado y que no vibre.

- ¿Has redactado tú la nueva ley? - dije, y mi voz quizá sonó un poco más alta de lo que debería.

Se sonrió amargamente.

- He luchado con todas mis fuerzas, durante años, para evitar que esa ley viera la luz. ¿Tan poco me conoces? Pero esto viene de arriba. De muy arriba. De bastante más arriba que el Presidente. Es algo global y concertado.

Yo callé, asimilando lo que me decía Manuel. Él aprovechó mi silencio para quitarse una enorme losa de encima.

- ¿Sabes todas las veces que me has preguntado de dónde salía el dinero para pagar el nuevo Estado del Bienestar? Pues del Vibr. No de la venta del Vibr, claro está: el Vibr no cuesta nada de fabricar, y se vende a un precio tirado. Pero el Vibr paga con creces. El Vibr ha disminuido enormemente las cargas sociales, y la productividad se ha disparado. ¿Sabías que parte del programa de ayudas al ciudadano lo pagan las propias empresas, para las que sale mucho más rentable el nuevo sistema que el anterior? No, claro que no lo sabes, porque lo guardamos en secreto. 

Manuel apuró su coñac, yo mi silencio.

- Mucha gente con escasa formación muere cuando aún es joven y altamente productiva en sus trabajos poco cualificados. No dan costes, solo beneficios. Y la mano de obra para esos menesteres no falta. Regulamos el flujo migratorio procedente de países mucho menos desarrollados con precisión quirúrgica. Los trabajadores menos cualificados son siempre jóvenes. ¿Has visto cómo vibra el Café Central?

Yo le miré extrañado, y de golpe lo vi. Todos los camareros. Jovencísimos, serviciales. Todos vibrantes. Un escalofrío me recorrió la espalda.

- Por supuesto, en las categorías superiores el reemplazo no es tan rápido - prosiguió Manuel - No nos sobra gente cualificada y preparada como tú - y alzó su copa como si brindase por mi. - Por eso se han dado muchos incentivos adecuados para evitar que la gente más valiosa cayese en el Vibr. 

- Pero, Manuel, ¿qué narices es esto? - fue todo lo que acerté a decir

- Lo sabes de sobra, pero no lo quieres aceptar - dijo Manuel, suavemente, con una sonrisa triste - Al final, más que ser un gran negocio para las farmacéuticas, el Vibr es y siempre ha sido un experimento de control social a gran escala, que resultaba muy idóneo para adaptarse a un mundo donde los recursos comienzan a escasear y el medio ambiente está muy desestabilizado. Gracias al Vibr, el consumo global está siguiendo una curva de suave descenso, un decrecimiento controlado y pilotado. Y todo el mundo participa de este descenso contento y colaborando. Es lo que tiene que ser.

- Pero, con la nueva propuesta ...

- Con la nueva Ley nos adaptamos a una fase de descenso más rápido - la mirada de Manuel se perdía en el fondo de su copa - Solo podrá permitirse no ser vibrante la gente excepcional. Como tú. Por eso te lo estoy contando: para que quede alguna memoria de esto. ¿Sabes? Este descenso no durará para siempre, y hará falta alguien que sepa pararlo, que accione los frenos cuando hayamos bajado ya lo suficiente y antes de estrellarnos.

- Es una locura...

- Locura o no, es cosa hecha - dijo Manuel, y de un trago apuró su copa -  La mitad del Congreso es vibrante. Sálvate tú. - y tras decir esto se levantó y se fue. 

Yo me quedé allí aún un par de minutos, estupefacto, asimilando la nueva realidad. Después recordé que estaba rodeado de vibrantes y me inundó una sensación de ahogo; me levanté de un salto y salí por la puerta. Llevaba andados ya unos metros cuando me di cuenta de que no había pagado. Tampoco Manuel. De manera instintiva saqué de mi cartera un billete, como una torpe excusa, como para parar la acusación de gorrón del camarero que había salido apresuradamente detrás de mi y cuya mano intuía que iba a posarse sobre mi hombro. Pero ningún camarero me seguía. Fue entonces cuando lo comprendí. A los vibrantes les da igual, no tienen ninguna preferencia. La sociedad se mantenía solo por costumbre, solo por apariencia. Los vibrantes ya estaban perdidos y no lucharían por nada.

Llamé a mi mujer, a Marcela y a mis hijos y quedé con todos ellos en casa. Tenía que hablar con ellos, esa misma noche. 
 
Marcela improvisó algo para picar y lo dispuso en la mesa a la que nos sentamos todos. Yo la presidía. Qué poco me ha gustado siempre tener que presidir nada. Pero en esa ocasión tenía que hacerlo. Y lo haría.

- Supongo que ya sabéis por qué os he llamado - dije.

- La nueva ley - dijo Clara.

- Con la que nos van a matar a todos - dijo Juan.

Su madre frunció levemente el ceño, reprendiéndole.

- Así es, para matarnos - dije yo, y María se me quedó mirando boquiabierta. Si yo, que siempre le quitaba hierro a las cosas, decía eso, es que la situación era grave.

- Con la nueva ley - proseguí - será obligatorio consumir Vibr "para mejorar la productividad" si no se consiguen cumplir ciertos objetivos, que dependerán fundamentalmente de la edad y del nivel de formación. Lo que cuenta, básicamente, es cuánto ganas. Así se va a valorar a las personas: por lo que ganen.

Miré a Marcela:

- Tú, Marcela, con tus clases y tus artesanías, no llegas al salario mínimo. A tu edad, que casi es la mía, se te obligará a tomar Vibr desde que entre en vigor la ley, pasado mañana.

Miré a mi mujer:

- Tú, María, eres una empleada cualificada. De momento no tendrás que tomar Vibr. Pero cuando cumplas los 55 años revisarán de nuevo tu expediente y tu salario tendría que prácticamente haberse duplicado con respecto a lo que es ahora, y estoy seguro de que eso no va a pasar. Así que no vas a llegar a jubilarte. Lo siento.

Miré a mis hijos:

- Vosotros vais a la Universidad, así que estáis exentos de tomar Vibr hasta los 30 años. Puede parecer mucho tiempo, pero no es tanto. A los 30 años tendréis que tener trabajo y vuestro salario deberá ser por lo menos 4 veces el salario mínimo. De acuerdo con las estadísticas, lo más probable es que uno de los dos no lo logréis. A los 35 años vuestro salario debería ser 6 veces el salario mínimo. Será muy difícil que el que sobreviva de los dos lo consiga, pero si trabaja como un animal quizá lo logre. A los 40 años, el salario del que aún quede debería ser 12 veces el salario mínimo. A tenor de las estadísticas, incluso teniendo en cuenta que pertenecéis al 10% más privilegiado de la sociedad, tenéis - el de vosotros que sobreviva - un 5% de posibilidades de lograrlo. Para llegar a los 45 años, un 1 por mil. Yo creo que podemos dar por seguro que no vais a conocer a vuestros nietos.

Todos me miraban desolados, encajando el golpe.

- En cuanto a mi - dije yo para acabar - soy demasiado importante para ellos, y aunque mi salario no es tan extraordinario han hecho un capítulo especial para gente como yo. Yo llegaré a jubilarme, a los 70 si el cuerpo me aguanta. Después, me dejarán dos años para que ordene mis cosas, y después podré elegir entre suicidarme o el Vibr. Valga la redundancia.

- ¿Qué vamos a hacer, papá? - dijo Clara, angustiada

Miré mi cara reflejada en el espejo del comedor. Tantos años de trabajo duro y mala vida me habían dejado una cara que era un cruce entre Papa Noel y George Clooney. Con más del primero que del segundo. Me reí, literalmente, de mi cara.

Me puse de pie. Me dolía un poco la espalda, sentí mis huesos cansados de tanto trajinar, de tanto viajar aquí y allá, de tantas reuniones. Tanto esfuerzo para llegar a este punto ¡Qué idiotez! ¡Qué inmensa insensatez, la de la raza humana!

Un segundo para pensarlo, otro para decidirlo. Saqué de mi bolsillo el billete del Café Central, y lo dejé con un fuerte manotazo sobre la mesa.

- Ahora, Clara, - dije, con voz potente - ahora iremos a la guerra.

Antonio Turiel
Septiembre de 2018



No hay comentarios:

Publicar un comentario

La sección de comentarios de este blog ha sido clausurada por ser imposible su gestión. Disculpen las molestias. Pueden seguir comentando en el Foro OilCrash: http://forocrashoil.blogspot.com.ar/

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.