El descubrimiento más revolucionario de la raza humana fue, como suele pasar con las cosas importantes, fruto del azar.
Eran los primeros años del siglo XXI. Eran años tormentosos y atormentados. Después de negar durante décadas que jamás pudiera haber problemas con la disponibilidad de recursos naturales, y particularmente energéticos, la Humanidad se encontró con que la cantidad de petróleo, carbón, uranio y gas disponible cada año comenzaba a disminuir, y cada vez lo hacía más rápidamente. Costó años entender que esto era un proceso natural mediado por la geología y la física de los recursos, y que no era fruto de una conspiración de malvadas corporaciones internaciones (las cuales veían esfumarse su valor bursátil a ojos vista) ni de jeques árabes ávidos de dólares. Cuando el último jeque árabe desapareció tragado por la sangrienta guerra civil de su país, Occidente empezó a asimilar que, efectivamente, había un verdadero problema con la energía y con los recursos naturales. Pero se habían malgastado muchas décadas desde que los científicos especialistas dieran los primeros avisos, y parecía ya tarde para intentar nada. El colapso de la civilización global parecía inevitable.
Y entonces apareció el desentropizador, y una vez más todos los agoreros que hablaban de un futuro de escasez y privaciones, y de la necesidad de adaptarse a las limitaciones de un planeta finito quedaron, una vez más, en ridículo.
La invención del desentropizador fue, como decimos, casual. Un equipo de investigadores que trabajaba en una muy novedosa pero aparentemente poco relacionada teoría, la de la teletransportación cuántica, descubrió que podía reducir la entropía de un sistema de dos átomos sin que hubiese un cambio aparente en el sistema global. Los investigadores estaban trabajando en transmitir un estado atómico coherente a largas distancias, la teleportación. La idea era que si destruía un estado coherente en un punto podía conseguir que se formase este mismo estado coherente en otro punto, de manera instantánea, y por tanto propagándose a mayor velocidad que la luz. Trabajando sobre su dispositivo para conseguir alcanzar cada vez mayores distancias, los investigadores habían conseguido no sólo enviar el estado coherente a distancias de varios kilómetros, sino también el proceso inverso: crear en el laboratorio un estado coherente que en realidad provenía de un lugar lejano. Cuando perfeccionaron su invento y consiguieron teletransportar un minúsculo guijarro lunar a la Tierra consiguieron sus 15 minutos de fama mundial; se estimaba que de esa manera se podría explotar vetas minerales en planetas lejanos y aliviar las crisis energética mundial (pues, a diferencia de otros presuntos y luego fallidos milagros energéticos que se habían discutido en los años previos, el teletransportador no consumía prácticamente ninguna energía). Así que los investigadores recibieron generosas aportaciones para proseguir su investigación, se lanzaron a hacer prototipos cada vez mayores y comenzaron a apuntar a las lunas de Júpiter, ricas en metano.
Una noche, uno de los investigadores estaba trabajando en las mejoras del prototipo. Era muy tarde: el trabajo iba con retraso, y se había programado para la siguiente semana una gran presentación a la prensa, en la que se exhibirían los primeros hidrocarburos de origen extra solar obtenidos con el teletransportador (había habido una fuerte oposición a que se explotase Júpiter masivamente, por razones conservacionistas: se temía que se pudiera llegar a modificar la influencia gravitatoria del planeta gigante sobre el nuestro, con efectos desconocidos). En aquellas horas de confusión y cansancio de la noche, el investigador codificó incorrectamente las coordenadas, y en vez de apuntar a Alfa Centauri apuntó al infinito.
No era la primera vez que alguien apuntaba, por error, al infinito: el sistema angular de la máquina lo hacía posible, incluso relativamente probable. Todas las otras veces que se hizo, sin embargo, no sucedió nada destacable: en el infinito no había nada para transportar y por tanto no se transportaba nada a la Tierra. Sin embargo, el error genial de aquel investigador fatigado fue que había dejado cargada la matriz material del último guijarro de roca exótica que se había teletransportado desde un planeta lejano. Y fue exactamente ese guijarro lo que se materializó allí, delante de él. Bueno, no era el mismo guijarro, pues éste estaba en un expositor a unos metros de ahí y allí seguía tranquilamente, pero sí un guijarro exactamente idéntico. Él sabía que era idéntico porque había sido el encargado de teletransportarlo. Los análisis que le hizo le mostraron que era completamente idéntico: química y estructuralmente, coincidían hasta las grietas. Pero, ¿cómo era posible?
Aquel investigador se pasó el resto de aquella noche haciendo cálculos y más cálculos, y por la mañana, cuando llegaron sus colegas, les pudo enseñar sus conclusiones. Si se apuntaba el teletransportador al infinito y se "teletransportaba" un objeto prefijado desde la Tierra, se creaba real y verdaderamente tal objeto, literalmente de la nada y sin ningún coste energético apreciable (en todo caso, mucho menor que el que predecía la Teoría de la Relatividad).
Aquel descubrimiento levantó una polvareda descomunal, al principio entre la comunidad académica y en seguida también en la sociedad. Aquel aparato violaba flagrantemente todos los principios conocidos de la Relatividad y de la Termodinámica, pues para empezar creaba materia de la nada. En seguida se descubrió que, realmente, no creaba la materia: el aparato utilizaba la materia circundante y la reconfiguraba de la manera deseada (el afortunado investigador lo había sido doblemente, dado que la escasa masa del guijarro que creó se había podido crear a partir del aire circundante y un poco de la placa de soporte de la máquina; si hubiera sido una roca de mayor tamaño se hubiera consumido mucha más materia circundante de manera explosiva y posiblemente con emisión de radiación). Así pues, un teleportador apuntado al infinito y con una matriz material cargada no creaba realmente materia, sino que reconfiguraba la existente en el punto de llegada para recrear el objeto deseado. Lo que realmente hacía la máquina era reducir la entropía de los objetos, y lo hacía a costa de enviar el exceso de entropía al infinito, es decir, a ninguna parte. El Hombre había conseguido encontrar una manera de burlar el Segundo Principio de la Termodinámica. Si a alguien aquello le pareció extraño en ese momento nunca se supo; la Humanidad estaba demasiado necesitada de buenas noticias y nadie quiso hacer de aguafiestas.
Los años que siguieron al descubrimiento de la desentropización fueron febriles; el aprovechamiento de aquel principio descubierto fortuitamente se convirtió en una prioridad nacional para todos los países del mundo. En poco tiempo se inventó el primer desentropizador, que actuaba tal y como se esperaba, restaurando objetos destruidos. Las primeras pruebas parecían desmostraciones de feria: se quemaba una hoja de papel y después se desentropizaba las cenizas para recuperar la hoja de papel inicial. Pero al poco empezó a usarse el desentropizador para cosas más serias; la más obvia fue crear hidrocarburos líquidos a partir de agua y aire, con un consumo mínimo de energía: era el "petróleo del cielo", que para aquella sociedad hambrienta de energía del cielo caía como el maná. Afortunadamente, los principios básicos de la desentropización no eran excesivamente complicados y la mayoría habían sido publicados en revistas científicas, así que en poco tiempo casi todas las naciones del mundo dispusieron de sus propios desentropizadores, y en cuestión de pocos años se pudo superar la crisis energética y se recuperó el crecimiento económico.
Durante el resto del siglo XXI el uso y aplicaciones del desentropizador se fueron extendiendo. Casi en paralelo a su uso para generar combustibles líquidos el desentropizador fue usado para reparar los efectos del cambio climático y también otros graves impactos ambientales como la contaminación por metales pesados de tierras y aguas. La ventaja de ese uso es que no sólo se reparaba el hábitat, sino que también se recuperaban materiales, particularmente metales, que también habían comenzado a escasear. Hacia finales del siglo XXI el nivel de vida de todos los seres humanos del planeta había progresado tanto que no había ya paro ni hambre ni pobreza, y las guerras formaban parte del pasado (ningún armamento era tan potente como un entropizador, el reverso del desentropizador). Los ricos más ricos del planeta se volvieron estratosféricamente ricos, pero en general predominaba la paz social, toda vez que ningún hombre en la Tierra padecía (o eso se decía).
No fue hasta el siglo XXII que el desentropizador empezó a usarse en medicina. Fue necesario para ello un desarrollo monumental de la microelectrónica, y aunque la ley de Moore había dejado de cumplirse y por tanto no era posible miniaturizar más los ordenadores, la capacidad de cálculo en 2100 era millones de veces superior a la que había en 2000. Gracias a la potente computerización fue posible inferir matrices materiales no conocidas previamente, y así se pudo empezar a reconstruir primero miembros perdidos y después órganos dañados, aplicando directamente desentropizadores de precisión asistidos por ordenador. Con esos avances, la esperanza de vida se incrementa dramáticamente, superando los 100 años, edad que la mayoría era capaz de cumplir con buena salud. Hacia mediados del siglo XXII se comenzaron a hacer las primeras reparaciones teloméricas en las células de organismos vivos, y para el año 2200 los hombres más ricos de la Tierra consiguieron la inmortalidad biológica (no morían si no era por culpa de un accidente), mientras que lo común para la gente de a pie era vivir unos 200 años, la mayoría de ellos con una salud que muchos hombres de 40 años del siglo XX envidiarían. Tales avances médicos implicaron modificaciones sustanciales en la natalidad, y aunque la Humanidad había llegado ya a los 20.000 millones de habitantes se consideró que resultaba conveniente reducir esa cifra a la mitad. Unos adecuados incentivos fiscales y el retraso de la maternidad (ahora, prolongada hasta los 100 años para quien así lo deseara) consiguieron que la población humana se redujera y estabilizara en torno a los 10.000 millones durante el siglo XXIII. De todos modos, la cuestión poblacional continuó siendo el motivo de tensión social más fuerte en el mundo, ya que no pocos deseaban tener más hijos de los que se les permitía (en determinadas regiones el Gobierno mundial prohibía tener ningún hijo).
Con el uso masivo del desentropizador se consiguieron grandes avances tecnológicos en todos los campos, y una abundancia material como no se había visto nunca. Sin embargo, tanto la presión social como la de las megacoporaciones que regían el mundo empujaban al Hombre a expandirse, a conseguir más espacio vital, toda vez que el acceso a los recursos ya no era un problema. Fue en el siglo XXIII que se lanzó un gran programa de colonización de la Luna, pero a pesar del éxito relativo de las colonias que se establecieron en la Luna era imposible mantener una atmósfera estable, por más que se hicieron múltiples y fracasados intentos. En aquel momento se decidió que era necesario colonizar Marte, lo cual implicaba entre otras cosas reactivarlo geológicamente: tarea ingente, pero nada imposible gracias al desentropizador. Durante el siglo XXIII y el siglo XXIV todos los esfuerzos se dirigieron a la colonización, primero de la Luna y después de Marte: a finales del siglo XXIV el 40% de la población trabajaba directa o indirectamente con el fin de colonizar Marte.
Y entonces sucedió.
Aquella época era una nueva edad de oro para la Astronomía; los seres humanos se veían conquistando no ya el Sistema Solar, sino toda la galaxia y todo el Universo: era simplemente cuestión de tiempo. Así que los programas de exploración espacial estaban bien financiados y cada país contaba con al menos media docena de observatorios astronómicos de gran calidad. Por tanto, cuando en el cielo se apagó la primera estrella (de anodino nombre YK-2045 o algo parecido) se pudo corroborar que, efectivamente, la estrella en cuestión había desaparecido.
A pesar de lo llamativo del fenómeno, al principio la noticia fue tomada en broma (fue popular en aquella época relacionar YK-2045 con la eterna despedida de un presentador televisivo mundial que llevaba más de un siglo apareciendo en antena). Sin embargo, a medida que las noticias sobre los esfuerzos de reactivación geológica y terraformación de Marte se hacían más abundantes, también se hicieron más frecuentes las noticias sobre estrellas que se apagaban. La alarma empezaba a cundir entre los astrónomos: a comienzos del siglo XXV medio centenar de estrellas, algunas conocidas desde hacía siglos, habían desaparecido. Lo extraño del fenómeno es que las estrellas ocupaban posiciones muy distantes entre sí y tenían edades muy diferentes, con lo que no se podía entender qué fenómeno físico las estaba llevando a su desvanecimiento. Se especuló, incluso, con que hubiera "astros oscuros" que estuvieran tapando su vista, pero tales astros no podían estar muy cercanos o se les detectaría por otros medios, y de otro modo tendrían que moverse demasiado deprisa. Era, verdaderamente, algo muy extraño. Pero como quiera que las estrellas eran algo muy lejano, y la gente raramente levantaba la cabeza de las pantallas holográficas de sus terminales personales para mirar al cielo, el asunto quedó un tanto relegado en la información televisada, a pesar de que las estrellas se apagaban ya por cientos cada día a medidos del siglo XXV.
No fue un astrónomo ni un físico el que encontró la terrible explicación al por qué del apagamiento de las estrellas, sino un ingeniero que trabajaba en nuevos diseños del desentropizador.
En aquellos años se trabajaba intensamente para acabar la terraformación de Marte, y uno de los aspectos clave era reactivar el núcleo del planeta para que su giro indujese un campo magnético protector. Para ello, era preciso desentropizar el centro del planeta, a una distancia considerable de la superficie. Hasta aquel momento, todo lo que se desentropizaba estaba cerca del desentropizador, pero en este caso era preciso que la desentropización tuviese lugar a unos 3.000 kilómetros de distancia, y se tenía que estar seguro de qué era lo que se estaba desentropizando, para no reparar siempre la misma porción del núcleo.
En aquellos años poca gente se dedicaba a la ingeniería, habiendo como había otros oficios menos complicados y más provechosos, y aún menos eran los ingenieros que estaban dispuestos a invertir años de su vida en estudiar a fondo el desentropizador y sus principios para mejorarlo. Podría parecer que, dado el gran interés que había puesto la Humanidad en la terraformación de Marte, se pagarían altos sueldos a los ingenieros que trabajaban en ello, pero no era así. En realidad, a las grandes corporaciones que acaparaban los contratos del Gobierno mundial lo que les interesaba era mantener una actividad constante que les garantizase un flujo continuo de capital, así que tampoco se esforzaban en hacer las cosas de manera diferente. Solamente cuando el Gobierno vio que no había progresos reales en la terraformación de Marte, y que a pesar de las décadas de promesas la superficie del planeta rojo continuaba siendo inhabitable, decidió adjudicarle un contrato importante y de larga duración a una empresa de mediano tamaño para que mejorara la ingeniería del desentropizador. Aquella empresa sólo contaba con un ingeniero experto, y así fue cómo éste se encontró empapándose en los diseños originales del aparato y estudiando conceptos que hacía literalmente siglos que nadie abordaba.
El ingeniero era un tipo hábil, y estudiando los diseños originales de los teleportadores del siglo XXI en relativamente poco tiempo creó un sistema de fijación de las coordenadas de destino de la desentropización de manera análoga a como antiguamente se fijaban las de la "fuente de baja entropía", como decían los trabajos clásicos. Le sorprendió ver que originalmente el desentropizador se usaba al revés de cómo se utilizaba en sus tiempos, justamente para teletransportar, y se le ocurrió que podía flexibilidar el diseño del desentropizador para que fuera al mismo tiempo teleportador (transportando objetos desde un punto fijado a otro dado) o como desentropizador (fijando la distancia a la fuente de baja entropía en el infinito y las coordenadas donde se desentropizada al lugar deseado). En menos de un año tenía acabado su diseño inicial, y aunque en la empresa no entendían muy bien el objeto de su trabajo, los informes de progreso eran aceptados por el Gobierno y el dinero seguía fluyendo, así que nadie preguntaba demasiado.
Aquel ingeniero decidió probar entonces su invento tanto para teletransportar como para desentropizar, aunque teniendo cuidado de no teletransportar a nadie (la teletransportación de seres vivos estaba prohibida por ley desde hacía siglos, por culpa, como descubrió en el transcurso de sus estudios, de algunas malas experiencias en el siglo XXI). Un día, por esa curiosidad juguetona y un tanto temeraria que a veces tienen los científicos, tuvo la ocurrencia de desentropizar una silla de su laboratorio tomando con fuente de "baja entropía" la propia silla. No estaba muy seguro de qué pasaría, aunque lo que sucedió fue bastante peor que la peor de sus espectativas: la silla y medio laboratorio fueron vaporizados, y si él no murió en ese experimento fue gracias a que la alimentación del desentropizador se interrumpió al volatilizarse los cables.
Otra persona quizá hubiera desistido después de ese casi mortal percance, pero a nuestro hombre lo sucedido en el laboratorio le espoleó a intentar comprender mejor qué estaba pasando. Así, se pasó meses estudiando Termodinámica, y con un nuevo prototipo de su máquina y haciendo experimentos a escala más reducida comprendió que el desentropizador no disminuye la entropía total del Universo sino que en realidad la incrementa de una manera brutal. Eso era esperable en aplicación del Segundo Principio de la Termodinámica: para poder reducir la entropía de una pequeña parte de todo el Universo se tenía que aumentar la entropía en otra parte. Se dio cuenta, además, de que conceptual y prácticamente siempre debía existir una fuente de baja entropía, un sistema bien ordenado, que tenía que resultar "entropizado" (esto es, destruido completamente) para que un entropizador pudiera funcionar. Sin embargo, según los antiguos artículos que leyó una y otra vez, la fuente de baja entropía se fijaba en el infinito, y eso permitía conseguir el truco de reducir localmente la entropía a coste cero.
La evaluación del segundo año fue superada sin demasiados problemas, a pesar del desagradable incidente del laboratorio que la empresa supo camuflar con cierta habilidad, y como su ingeniero estrella quería seguir trabajando sobre el prototipo y el dinero seguía fluyendo nadie preguntaba demasiado. Y así fue como nuestro ingeniero pudo meterse a fondo con la cuestión clave: ¿dónde estaba la fuente de baja entropía, si se fijaba el alcance en el infinito?
Le llevó todo un año meterse a fondo con los viejos tratados de Mecánica Cuántica para comprender que, en realidad, el infinito depende de la coherencia cuántica de la materia. Nadie jamás había hecho los cálculos cuidadosamente, teniendo en cuenta que el Universo es finito, teniendo en cuenta que la cantidad de materia que contiene es gargantuesca pero limitada, y teniendo en cuenta que sólo la coherencia de la materia permite fijar una distancia espacial. A nadie le había importado nada de eso durante siglos: si en algún recóndito lugar del Universo algo resultaba destruido cada vez que se utilizaba un desentropizador, como lo que fuera pasaba muy lejos de las preocupaciones de los hombres, se asumía que no pasaba nada. Pero cuando nuestro ingeniero rehizo los cálculos teniéndolo todo en cuenta comprendió que la fuente de baja entropía que se utilizaba al fijar el alcance en el infinito no se encontraba más allá de toda distancia, sino que el desentropizador tomaba como fuente la materia no completamente entropizada más lejana disponible. La entropía se conservaba, después de todo; el desentropizador había conseguido traspasar los límites de la Relatividad, pero no los de la Termodinámica. Lo que era más preocupante del descubrimiento de aquel ingeniero es que el desentropizador no había sido diseñado para limitar la entropía total que causaba en el otro extremo del Universo, y en realidad creaba cantidades ingentes de entropía para hacer cosas muy banales. Reparar una mano seccionada podría requerir la aniquilación de un planeta pequeño; la construcción de una nueva vía del tren costaba una estrella, la terraformación de Marte había costado ya galaxias enteras...
El ingeniero redactó un voluminoso informe, lleno de trabajosos cálculos y detalladísimas demostraciones, justo a tiempo para la evaluación anual del tercer año. Los responsables de aquella firma de ingeniería se frotaban las manos, al ver las doce carpetas llenas de folios y más folios: sin duda, conseguirían una amplicación del contrato del Gobierno. A nadie dentro de la empresa se le ocurrió leer ni una sola hoja, ni siquiera el resumen ejecutivo; a nadie le vino a la cabeza preguntarle al ingeniero por qué había escrito un informe tan extenso, al menos no hasta que el Gobierno revocó el contrato con la empresa y le exigió la devolución de las cantidades ingresadas, alegando "negligencia manifiesta". Huelga decir que el ingeniero fue despedido de aquella empresa y, lo que fue más curioso, no consiguió encontrar trabajo nunca más: todas las empresas le cerraban la puerta según osaba acercarse a ellas. El pobre ingeniero se convirtió en el único parado en su ciudad, prácticamente un fenómeno de feria.
Si el Gobierno había pretendido silenciar el trabajo del ingeniero mediante la revocación del contrato con la empresa de ingeniería e incluyendo su nombre en la (corta) lista negra de los (escasos) disidentes políticos, de manera que se aseguraba que nunca más podría trabajar, no podía haber cometido un error mayor. En la Tierra del siglo XXV todas las necesidades básicas estaban garantizadas por ley, así que nuestro ingeniero tenía techo, comida y vestido, e incluso un limitado presupuesto para viajar. Para alguien acostumbrado a los lujos tal desgracia hubiera sido peor que el suicidio (y generalmente, los disidentes de buena familia acaban efectivamente suicidándose al caer en desgracia); incluso para la gente trabajadora perder el trabajo era una deshonra y el que caía en el paro no descansaba hasta volver a trabajar, en cualquier trabajo, aunque fuera recogiendo residuos tóxicos. Pero en el caso del ingeniero, habiendo dedicado su vida al estudio y a la resolución de problemas, su situación le espoleó a resolver el desafío más complicado de su vida. Y así, sin quererlo y sin entenderlo, el Gobierno mundial creó al primer activista digno de tal nombre que había visto la faz de la Tierra en varios siglos.
Lo que pasó a continuación está recogido en los libros de Historia y no merece la pena explicarlo con más detalle aquí. Baste decir que ese ingeniero (cuyo nombre todos Vds. conocen bien) dedicó el resto de su vida a divulgar su terrible descubrimiento, yendo por todo el mundo explicando qué estaba pasando en el cielo. Durante los primeros años poca gente le hacía caso, pero el evidente oscurecimiento del cielo nocturno hizo que unos pocos astrónomos se dignasen a leer ese enciclopédico informe que el ingeniero había preparado hacía años y del cual había hecho tantas copias como pudo. A pesar de que hacía años que en las facultades de Física no se explicaban algunos conceptos básicos, el informe era muy autocontenido y algunos de esos astrónomos, quizá con mejor formación académica, fueron capaces de comprender y aceptar la terrible verdad que contenía. En unos pocos años, el ingeniero había sido capaz de crear una pequeña red semi-clandestina de científicos disidentes, la cual fue capaz de producir otros informes de gran calidad científica, y empezaron a hacer predicciones precisas sobre el ritmo de oscurecimiento del cielo. De acuerdo con los cálculos de La Luz (pues así se llamaba la red de científicos), la situación del Universo era dramática: con el uso desmesurado del desentropizador, unido a lo torpe de su diseño (que creaba muchísima más entropía de la estrictamente necesaria), la Humanidad había ya consumido la mayor parte del Universo exterior, hasta el punto de que los desentropizadores entropizaban incluso la luz que viajaba desde las estrellas desaparecidas (por eso se oscurecía repentinamente la luz proveniente de estrellas distantes miles de millones de años luz, aún cuando la luz que deberíamos estar observando hubiera partido de ellas mucho tiempo antes de la invención del desentropizador). De hecho, el radio del Universo todavía no entropizado era muy pequeño, unos pocos cientos de miles de años-luz. A esas alturas quedaba por entropizar poco más que la Vía Láctea. "A los ritmos actuales de entropización", advertía la Luz en uno de sus informes, fechado de 2472, "la Humanidad destruirá todo lo que queda del Universo conocido, incluída la Tierra, a principios del siglo XXVI".
Durante mucho tiempo se tachó los informes de la Luz de catastrofistas y de agoreros, e incluso algunos destacados economistas encontraron paralelismos entre los integrantes de la Luz y los peakoilers del siglo XXI, a los cuales la Historia había cruelmente desmentido y absolutamente ridiculizado. Un presentador de fama mundial se preguntaba casi todas las semanas en su programa de máxima audiencia: "¿Quiénes son ésos, que dicen ser La Luz pero continúan en la sombra?". En realidad el Gobierno mundial estaba cada vez más inquieto, pues tenía constancia de que el indisimulable oscurecimiento del firmamento estaba consiguiendo que la gente empezara a prestar atención a los informes de La Luz (que cada vez eran más divulgativos y contundentes); por eso, los pocos miembros de La Luz que decidieron salir del anonimato fueron rápidamente encarcelados, acusados del delito de sedición - aunque nunca encarcelaron al ingeniero, quien se había convertido en un maestro de ocultar su rastro. En la época de apogeo de La Luz, era un secreto a voces que todos (o casi todos) los astrónomos militaban en sus filas, y también estaban afiliados gran número de científicos de ramas diversas. Aunque en realidad la causa de La Luz no se hizo popular gracias al masivo apoyo de los científicos, no; cuando la Luz se hizo verdaderamente popular fue cuando desaparecieron los signos del Zodíaco y los periódicos y semanarios, siguiendo la recomendación del Gobierno mundial, retiraron discretamente la columna dedicada al horóscopo. La Luz recibió entonces el insospechado apoyo de un abigarrado gremio de tarotistas, quiromantes y futurólogos varios, que resultó ser insólitamente pujante en el hipertecnificado mundo del siglo XXV. Al final, los grupos ecologistas, prácticamente desmovilizados durante siglos gracias al éxito de la remediación ambiental de la Tierra, se unieron a las filas de los astrónomos (y de los tarotistas), y la causa de la Luz ganó una gran notoriedad pública.
Corrían los años 70 del siglo XXV cuando se iniciaron las primeras campañas globales contra el desentropizador. Por primer vez en siglos, la Humanidad se ve apremiada a responder por los efectos de sus acciones, que creía ya inocuas. Es en ese momento cuando se plantean graves dilemas morales: "dado que probablemente el Ser Humano no es la única especie inteligente del Universo, con el uso indiscriminado del desentropizador estamos acabando con otras especies inteligentes en galaxias remotas, sin ni siquiera saber de su existencia". Sin embargo, la importancia económica de la tecnología de desentropización era tan grande que los grandes lobbies económicos montaron grandes campañas de propaganda para contrarrestar el empuje de La Luz. Uno de los contra-argumentos de mayor éxito fue el del bienestar y seguridad de la Humanidad: "si existen otras especies inteligentes en el Universo es cuestión de tiempo que obtengan su propio desentropizador, y eventualmente acabarían usándolo para exterminarnos, voluntaria o inintencionalmente. Por tanto, es una cuestión de seguridad mundial que nosotros seamos los primeros en usar el desentropizador". A partir de ese momento, se militarizó la tecnología de desentropizar y se convirtió en delito criticarla públicamente; muchos astrónomos acabaron en prisión, y al final se cerraron observatorios astronómicos y se abolió oficialmente la astronomía. Para cuando se consiguió finalizar, por fin, el programa de terraformación de Marte (irónicamente, gracias al trabajo del ingeniero que fundó La Luz) sólo quedaba la Vía Láctea en el cielo. La noche era muy oscura, pero ya nadie se atrevía a mirar al cielo.
A pesar de que la doctrina oficial era que no se podía criticar la tecnología de desentropización, las instancias oficiales comprendían perfectamente que el trabajo del ingeniero que creó La Luz era correcto, y se invirtieron muchos recursos en mejorarlo, y en particular en mejorar el desentropizador. Y la eficiencia mejoró a gran velocidad: los desentropizadores de la década de los 80 eran capaces de generar mucha menos entropía remota que sus predecesores; y cada década que pasaba los desentropizadores eran, al menos, el doble de eficientes que la década anterior. Desafortunadamente, el Universo utilizable era mucho más pequeño entonces, y la colonización de Marte requería grandes cantidades de energía para trasladar los colonos y crear las nuevas ciudades. Marte resultó ser un planeta más pobre en recursos naturales de lo que se esperaba, y aunque gracias a la terraformación poseía atmósfera respirable, agua y vida vegetal, no contaba con mucho más, y ni de lejos disponía de los recursos que los planes de expansión económica preveían. En todo caso, los hombres habían olvidado lo que es una mina o un pozo de petróleo, pues hacía siglos que todos los recursos los obtienían mediante desentropización, y así lo continuaron haciendo. Los costes de la colonización resultaron ser muy onerosos, y eso hizo que la Vía Láctea se consumiera a una velocidad inusitada: a pesar de las mejoras en eficiencia de los desentropizadores, la relación entre entropía eliminada en Marte y entropía creada en otra parte era fuertemente no lineal. Para cuando Marte fue capaz de llegar a una mediocre población de 50 millones de personas la Vía Láctea había desaparecido prácticamente, y aunque nadie osaba decirlo todo el mundo sentía una gran congoja al contemplar el cielo sin estrellas.
La llegada del siglo XXVI inauguró una época de grandes restricciones: se restringió el uso de la tecnología de desentropización de manera drástica y los seres humanos tuvieron que ponerse seriamente a trabajar, después de siglos de general molicie. La colonización de Marte resultó ser muy trabajosa, y a pesar de las restricciones al final se permitió el uso de desentropizadores para acelerar la expansión marciana. El Gobierno mundial decidió en 2505 sacrificar Plutón para intentar la colonización a escala masiva, y después de aquello las restricciones a la desentropización en la Tierra fueron aún más drásticas .
Desgraciadamente, Marte resultó ser un planeta muy inestable: de alguna manera, daba la impresión de que el planeta quería desembarazarse de su terraformación, de la misma manera que un perro intenta desembarazarse de un ridículo jerseicito de lana que le ha puesto su dueño. Las apuestas de los grandes poderes económicos sobre Marte eran muy elevadas, y no querían darse por vencidos sin luchar. Después de sacrificar Neptuno intentando mantener Marte se llegó a la conclusión de que Marte no era viable. En 2516 el Gobierno mundial apruebó el plan de evacuación de Marte, pero para poder llevar a cabo la migración masiva y el reacomodo en la Tierra y en las colonias lunares de todo la población marciana fue preciso el sacrificio de Urano.
La Historia de la Humanidad, que había vivido una aceleración sin precedentes desde comienzos del siglo XX, entró con el siglo XXVI en una fase mucho más pausada, en sintonía con la progresiva desaceleración tecnológica. Durante el siglo XXVI en la Tierra se volvió a la explotación a la antigua usanza de recursos naturales, pero aún así los costes de mantener el estándar de vida en el sistema Tierra-Luna continuaban siendo muy onerosos; y a pesar de las restricciones en el uso de la desentropización, cada vez más fuertes, cada siglo que pasaba caía un planeta: Júpiter consiguió durar dos siglos, pero después, en poco más de cien años, desaparecieron Saturno, Marte y el cinturón de asteroides. La tecnología de desentropización llegó a su cenit en pleno siglo XXVIII, a su máxima eficiencia y precisión. Es a comienzos del XXVIII que se reajustaron los desentropizadores para que no apuntasen al Sol ni a la Tierra ni a la Luna, y se imponen penas severísimas a la desentropización no autorizada, incluyendo la muerte de los infractores y de sus familias. A pesar de ello Venus y Mercurio a penas duraron un siglo.
A principios del siglo XXIX en la Tierra las renuncias eran cada vez mayores, de manera que el estándar de vida es por primera vez inferior al del siglo XX, y eso creó una grandísima inestabilidad social y revueltas frecuentes. Pero eso no fue lo peor: los costes de mantener las colonias humanas en la Luna exigirían ir consumiendo el Sol, y trasladar los 20 millones de personas que vivían allí también causaría estragos en la última estrella del Universo. Tras una caótica sesión en el Parlamento Mundial, se decidió como medida extrema superentropizar las colonias lunares. "El sacrificio de los 20 millones", en 2930, como sería conocida desde entonces, permitió conservar el satélite y la Tierra. A partir de aquel hito histórico se prohibió volver a usar el desentropizador; a partir de aquel momento todo el Universo fue el Sol, la Tierra y la Luna.
Como dijo Martin Luther King III, en ocasión de lo que él denominaba "La masacre de los 20 millones":
"¿Y ahora qué? Ya no hay ningún lugar más a dónde ir. El Hombre lo ha destruido absolutamente todo. Ya sólo le queda suicidarse, si tan sólo tuviera el valor de hacerlo. En todo caso, el fin natural de su estrella será el fin de su especie, y también del Universo."
El resto ya lo conocéis. Durante este siglo XXX la Tierra se ha desindustrializado rápidamente después de la prohibición de la desentropización, y todos los sueños de grandeza se han esfumado con ella. El Gobierno mundial colapsó, y ahora hay decenas, sino centenares de países (y no todos bien avenidos). Algunos soñadores miran al cielo y se preguntan si no hubiera sido mejor parar, antes de arrasar el Universo, antes de destruir mundos fabulosos que nunca fueron conocidos. Hay una pregunta que hoy en día se suele plantear en los últimos cursos del bachillerato: ¿en qué punto deberíamos haber parado? O, dicho de otro modo: ¿cuánta parte del Universo hubiera sido razonable sacrificar? Planteado de otra manera: ¿qué se debería haber respetado siempre?
¿Deberían los hombre haber respetado las galaxias más cercanas? ¿sólo la Vía Láctea? ¿algunas estrellas próximas? ¿Sólo el Sistema Solar? ¿Sólo el Sol y la Tierra, como así se hizo? ¿O quizá hubiera sido mejor respetar el Universo entero? ¿Teníamos derecho a destruir toda la belleza ignota de nuestro cosmos, como si fueran un bien de nuestra posesión y estuviera puesto ahí para nuestro capricho, a cambio de un bienestar que a la postre se ha demostrado efímero?
Y tú, ¿qué piensas?
Antonio Turiel
Enero de 2016
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