[Las personas y situaciones que aparecen en este relato son completamente ficticias. Cualquier parecido con personas o hechos reales será siempre mera coincidencia]
Mi padre me contó que hace muchos años, mucho antes de que yo naciera, estas tierras, en las que vivimos y que son nuestro sustento, formaban parte de un gran país. Un país que se extendía entre dos océanos como una franja de tierra inmensa. Un país tan grande que el cuando el Sol se ponía en una costa aún faltaban tres horas para que se pusiera en la costa contraria. Ese país, esa gigantesca nación, reunía en sí todos los paisajes de este gran planeta en el que vivimos. Había en él desiertos y llanuras heladas; tenía también ríos tan caudalosos que sólo se podían atravesar con puentes altos como cuatro o cinco veces nuestro granero y más largos que el mayor de nuestros campos. En algunas partes de ese país crecían árboles más altos que cualquier construcción que pudiera imaginar el Hombre, y había praderas inmensas, frondosos bosques y montañas escarpadas donde vivían en armonía toda clase de bestias. Ese país llevaba por nombre el de Estados Unidos de Norte América, aunque sus habitantes solían llamarle, orgullosos, América. El por qué de ese nombre se ha perdido desde hace mucho, y sólo algunos ancianos de nuestra comunidad dicen saber de dónde viene, aunque no siempre se ponen de acuerdo.
América era una nación bendecida por Dios. Había en ella todos los dones que se puedan imaginar: feraces tierras, preciadas maderas, agua, mares llenos de peces, carbón e incluso ese aceite negro del que hablan algunos libros antiguos, petróleo. Con el petróleo que sacaba América de sus entrañas y con el que le enviaban naciones amigas de lejanas tierras América levantó un imperio que llegaba hasta los últimos rincones del mundo. El poderío tecnológico de América era la envidia de las demás naciones de la Tierra, y dicen que incluso fue capaz de enviar un hombre a la Luna y devolverlo sano y salvo a casa.
Ya sé, ya sé, suena a cuento de viejas, a esas historias que nos cuentan a los niños mayores cuando los pequeños ya duermen pero a nosotros nos dejan quedarnos un rato con el adultos, mientras ellos acaban sus quehaceres de la jornada y nos dejan estar despiertos para atizar el fuego del hogar. Yo tampoco me creo del todo esos prodigios que cuentan (que los hombres eran capaces de ir de nuestro condado al de al lado en unas pocas horas; que incluso había máquinas que volaban). Sin embargo, sí que creo que América fue una gran nación que hizo cosas extraordinarias. Fijáos sino en esta cúpula esférica en ruinas donde nos sentamos ahora; ¿cuántos hombres haría falta para construir esta maravilla? Y está hecha de una especie de piedra pero moldeada. ¿Quién sabe qué maravillosos secretos contendría dentro? Una vez conocí a un niño de un condado vecino, y allí los niños van a la escuela, ya sabéis, un sitio donde los niños se pasan el día sentados y escuchan historias maravillosas que les cuentan sus maestros, y aprenden a leer y a escribir y a sumar. Tooodo el día sentados allí, sin tener que ir al campo a arrancar malas hierbas, a roturar la tierra o a cazar conejos, ¿os lo podéis creer? Y ese niño me contó otras cosas maravillosas que había leído en los libros de su escuela, libros, me dijo, que tenían 50 o 100 años. Yo creo que exageraba, pero muchas de las cosas que me contó eran iguales a las que me contó mi padre, que a él se las contó el suyo, mi abuelo.
Mi abuelo, ya le conocéis. Siempre está sentado en el porche, mirando al horizonte, pensando en no sé qué. Yo le digo a veces a mi padre: "¿por qué el abuelo no viene nunca al campo a ayudarnos? Es viejo, pero por poco que hiciera nos quitaría trabajo a los demás", y mi padre siempre me dice: "Déjale, él ya hizo mucho cuando era joven. Él levantó esta granja con sus manos, él cercó las tierras, y cuando vinieron los merodeadores él organizó a la gente y los echaron fuera". A veces mi padre, al decirme estas cosas, callaba de golpe y se quedaba pensativo, sin que yo supiera el por qué, y como no me gusta contrariar a mi padre yo me iba al campo y seguía con lo que estaba haciendo. Pero hace unos días yo estaba enfadado: el día anterior me había clavado una astilla en un dedo y el dedo me molestaba un montón - aún me duele, y le dije a mi padre: "Padre, bien sabe Dios que yo agradezco al abuelo todo lo que hizo en el pasado por nosotros; pero el abuelo tiene un plato en nuestra mesa y sigue comiendo de él, y aquí el trabajo es mucho. No pido que coja una guadaña, padre, pero podría separar los granos de maíz de las panochas, o conducir el caballo; o lo que fuera, padre. No somos ricos y la tierra da poco; y un día viene una helada en pleno verano y todo lo arruina, o hace un sol inclemente durante semanas sin una gota de lluvia para luego no parar de llover durante días". Mi padre dejó se segar y me miró fijamente durante un rato, mientras jadeaba quedo. Se diría que de repente me veía con otros ojos. A fin de cuentas, ¡ya tengo doce años! Ya soy casi un hombre, y en muchas tareas del campo pocos me igualan.
Me dijo: "¿Sabes, Adam? Quizá ya eres lo suficientemente mayor para saber más". Segó otro haz. "En realidad, tu abuelo hizo mucho más que darnos estas tierras". Volvió a segar el trigo, a la misma velocidad, y su cara estaba inexpresiva, como si estuviera ido, como cuando a Mark tuvo las fiebres. "Antes nos lo quitó todo". Volvió a segar, igual que antes. "Antes nos lo hizo perder todo". Y volvió a pasar la guadaña. Pero ahí paró, y me miró como nunca antes en mi vida le había visto mirar a nadie. Bueno, no, recuerdo que una vez miró así a mi cuñado Jeremiah cuando aún no se había casado con Sarah, y no sé qué dijo Jeremiah a mi padre; recuerdo que mi hermana lloraba pero Jeremiah miraba a mi padre desafiante y le dijo, todavía me acuerdo, soy un hombre y haré lo que tengo que hacer, así le dijo: soy un hombre y haré lo que tengo que hacer, y una semana más tarde se casaron y se vinieron a vivir con nosotros - a mi me gusta porque así puedo jugar con mis sobrinos antes de ir a dormir. Aquel día yo creía que mi padre pegaría a Jeremiah porque tenía los puños y los dientes apretados, y esa mirada que os digo, pero el otro día no apretaba ni puños ni dientes, sólo la mirada. Yo estaba cagado de miedo, pensaba: "me he pasado de la raya, me dará una paliza como cuando quemando rastrojos casi quemo el bosque del linde sur, que me dijo: insensato, ese bosque es nuestro sustento en invierno, qué has hecho, desgraciado, y me dió un puñetazo en la boca que me sacó un diente de sitio" - éste, ya lo sabéis-. Así que estaba yo esperando como mínimo una bronca cuando mi padre abrió la boca y me dijo: "Tu abuelo destruyó América", y siguió segando a la misma velocidad, como si tal cosa.
Ya no me atreví a preguntarle a mi padre nada más, pero hice mi trabajo lo más rápido posible y al acabar pedí permiso a mi padre para volver antes a casa. Mi padre me volvió a mirar raro y me dijo: "Va, sí, corre, corre a hablar con tu abuelo". No sé como lo hace, mi padre, para saber siempre lo que pienso sin que yo se lo diga; no digo yo que sea brujo, eh, que decir eso es muy serio, pero me conoce muy bien, muy bien. El caso es que corrí a mi casa porque, era verdad, quería hablar con mi abuelo y que me explicase cómo hizo para destruir América. Así que llegué hasta el porche, y él estaba ahí, como siempre, mirando al horizonte sin ver nada en concreto. Me fui derecho a él y le dije: "Abuelo, ¿por qué destruiste América, si todos decís que era tan maravillosa?". Y mi abuelo me miró con esos mismos ojos de mi padre - mi abuela decía que mi padre tenía los ojos de mi abuelo; cómo echo de menos a la abuela, y creo que el abuelo también. Y mi abuelo me contó una historia; se la hice repetir varias veces, porque usó muchas palabras que nunca había oído, y ahora os la repito a vosotros lo mejor que sé. Dejadme que os la cuente tal cual la recuerdo, y otro día os explico con más calma lo que significan todas esas palabras, como luego me contó mi abuelo.
Ésta es la historia de mi abuelo. Ésta es la historia del hombre que quebró América.
El Gobierno de América debía mucho dinero a mi abuelo - Mark, ya te explicaré después lo que es el dinero; eran unos papeles verdes, "billetes", que imprimía "el Gobierno" o alguien por él, con los que compraban cosas; o no era "el Gobierno", sino otra cosa llamada "la Reserva Federal". Es igual, no interrumpáis más que si no no acabaré nunca.
Como decía, el Gobierno de América debía mucho dinero a mi abuelo; mi abuelo era carpintero, y no uno pequeño: tenía 5 trabajadores con él; uno de ellos tu abuelo, Mark. El caso es que mi abuelo les había hecho muchos muebles, arreglos y a veces les montaba escenarios para que el Presidente de América, que era quien mandaba en América, explicase a todos los ciudadanos del país por qué se estaban haciendo las cosas que se estaban haciendo; la gente podía ver lo que decía el Presidente porque tenían esas "televisiones" que servían para ver cosas que pasaban muy lejos.
El caso es que el Gobierno, o el Presidente, o quien fuera, le debía a mi abuelo 100.000 dólares, que por la cara de mi abuelo debía ser mucho, mucho dinero. Mi abuelo le había pedido al Presidente que le pagase muchas veces, pero resulta que en América las cosas no iban bien. Al estar en todas partes del mundo, América tenía muchos enemigos y siempre estaba en guerra con alguien en algún rincón lejano, y eso costaba mucho dinero. Además, la gente no encontraba trabajo y las fábricas (donde se fabricaban muchas cosas que la gente compraba) cerraban y cada vez había menos trabajo y menos dinero. Alguna gente no tenía ni para comer; peor incluso que ahora, por lo que dice mi abuelo, porque había mucha gente en América entonces y muy pocos tenían tierras, aunque fueran tan malas como las nuestras - bueno, el abuelo dice que nuestras tierras no son tan malas, pero que ahora el clima ha cambiado. No sé qué es eso del clima; creo que quiere decir la lluvia o algo así.
El abuelo le había pedido una y mil veces su dinero al Presidente, pero éste sólo le daba buenas palabras escritas en un papel muy bonito que le enviaba por carta y que, según el abuelo, sólo le servían para limpiarse al culo - ja, ja, ja, ja. Ojo: que mi abuelo sabe leer, eh, que es un hombre muy inteligente. En fin: se ve que el abuelo al final fue a ver a un juez de paz o algo así, no lo entendí muy bien, porque dijo muchas palabras raras como "abogado" (éste era un señor que hablaba por ti ante el juez de paz), "corte" (era algo como una junta de jueces de paz), "pleito" (la demanda) y no sé qué más: otro día le diré que venga él y que os lo explique con más calma; será más fácil. La Corte le dio la razón y envió otras cartas al Presidente, con copia a mi abuelo, que el Presidente respondió con más buenas palabras pero sin dinero. Se ve que el Congreso, que era como un consejo de sabios ancianos (aunque, según mi abuelo, no eran precisamente lo que se dice sabios, aunque sí ancianos en su mayoría), no le dejaba imprimir más dinero al Presidente porque ha había imprimido mucho, y si seguía imprimiendo entonces los que tenían muchos billetes (los papeles del dinero) verían que valían menos. Total, que el Presidente, como no tenía gallinas para dar huevos ni vacas para dar leche, ni siquiera tierras, no podía pagar a mi abuelo. Mi abuelo se enfadó mucho y pidió a la Corte que, si no podían pagar, que al menos le devolvieran las cosas que les había dado, y después de varios meses le dijeron que sí, que tenía derecho a que le devolvieran o lo que les había dado o algo que fuera equivalente. Mi abuelo les pidió que le acompañaran los policías de la Corte (que eran como un somatén) para que le dejaran entrar en casa del Presidente, y la orden para poder ejecutar el embargo (para poder llevarse lo que es suyo, vamos), y así lo hicieron.
Quedaron un día y una hora concretas delante de la casa del Presidente para hacer eso. A la entrada, el somatén del Presidente (que tenía uno propio) no le querían dejar entrar, pero como tenía la orden escrita de la Corte y venía acompañado por el otro somatén, al final le dejaron pasar a regañadientes.
Mi abuelo entró en la Casa del Presidente y buscó los muebles que le había dado, pero no los encontró. Al final, vio en el jardín el atril de madera que había preparado para el Presidente y se fue para allí con dos de sus trabajadores.
Por casualidad, el Presidente estaba allí. Quiero decir: estaba delante de ese mismo atril. Estaba hablando a las televisiones, explicando por qué habían de recortar más gastos y tomar medidas que no contentaban ni a los pobres ni a los ricos de América; creo que ese Presidente no era muy querido. Y en eso estaba que llegó mi abuelo con el tuyo, Mark, cogieron el atril y se lo llevaron. El Presidente se quedó sorprendido y no sabía qué decir; luego, se enfadó mucho y le gritó al jefe de su somatén que por qué le habían dejado a mi abuelo llevarse el atril, y el jefe de su somatén le dijo que no podían hacer nada, que había la orden de la Corte y que las leyes se tienen que cumplir. El Presidente le gritó que eso no se podía hacer, que si todo el mundo intentase recuperar sus cosas el Presidente no tendría qué darles porque muchas cosas ya las habían vendido y que sería el caos. En su furia, el Presidente no se dió cuenta de que todas las televisiones le estaban viendo.
Entretanto, mi abuelo cargó el atril y cuatro muebles más que pudo coger en su furgoneta y se largó. De los muebles no sacó mucho dinero, pero el atril se lo compraron por mucho más que lo que le debía el Presidente, pues había gente muy rica que disfrutó con el enfado del Presidente y querían el atril. Mi abuelo se quedó con los 100.000 dólares que le tocaban, envió el resto al Presidente (pues le faltaba dinero y mi abuelo no quería abusar de él) y avisó a la Corte que su deuda ya estaba saldada.
Pero ya era tarde. Mucha gente a la que el Presidente debía dinero vio por las televisiones que el Presidente no tenía dinero para pagarles. Muchos de ellos eran de otras naciones, y en seguida fueron a la Corte, a muchas Cortes, a pedir hacer lo mismo que había hecho mi abuelo, y aunque el Presidente intentó evitarlo las Cortes les dieron la razón, y al final había tantas comitivas, cada una con su somatén, yendo a casa del Presidente a recuperar lo que había, que el Presidente se tuvo que mudar a otro sitio. Pero le quitaban cosas por todo el país; allí donde había alguna cosa que perteneciera al Presidente o al Gobierno aparecían somatenes con órdenes de embargo, y en seguida no quedaba nada; incluso, algunos somatenes lucharon entre ellos, según me contó mi abuelo, por llevarse los últimos despojos. Al final "al Presidente sólo le quedó una pistola y una única bala, e hizo lo último que un hombre puede hacer", ja, ja, mi abuelo me dijo eso así, con voz grave; supongo que el viejo Presidente se pegó un tiro.
Después de eso dice mi abuelo que estalló el caos, que las ciudades, en las que entonces vivía mucha gente, estallaron muchas luchas e incendios, y al final quedaron las ruinas que vemos ahora.
Mi abuelo vio venir eso muchos meses antes; cogió sus 100.000 dólares y sus ahorros de toda la vida y se volvió a una vieja granja que había sido de su abuelo y donde él había pasado su infancia, aquí; arregló la granja y compró más tierras, todas las que pudo, y trajo a sus trabajadores y amigos. Aprendieron a hacer de granjeros y a sobrevivir, mientras que América se derrumbaba y al cabo de unos pocos años dejó de existir. Al principio les asaltaban gente que huía de las ciudades, pero después dejaron de venir: quizá se cansaron o se murieron. Y así nació nuestra comunidad, cuando murió América.
Al final de su historia mi abuelo me dijo: "América fue un país maravilloso; temible, sí, pero grandioso. Y por mi culpa no existe más". No lloró, pero su voz temblaba.
Y yo le dije: "No es verdad, abuelo, no fue por tu culpa. La culpa fue de ese Presidente que se gastaba un dinero que no tenía. América sería grande, de acuerdo, pero no podía basarse en robar a sus gentes y a pueblos lejanos. Eso sólo podía aguantar mientras alguien no se rebelase contra tal injusticia. Tarde o temprano alguien tenía que decir - ¡Basta! - y ése fuiste tú. No hiciste nada malo, sólo lo que era justo. ¿Te imaginas lo que hubiera pasado si te hubiera dejado robar sin más? Hoy no tendríamos esta granja, hoy no podríamos vivir, ni nosotros ni nuestra comunidad. Hiciste lo que tenías que hacer, y estoy orgulloso de ti" y le abracé.
Mi abuelo me miró con los ojos llenos de lágrimas, me abrazó con mucha fuerza -no sabía que el viejo tuviera tanta fuerza- y me dió un beso en la frente.
Al día siguiente mi abuelo fue al campo; mi padre dice que hacía más de 10 años que no lo había vuelto a pisar. Vino conmigo y me enseñó muchos trucos que yo no conocía: dónde están las raíces profundas de las malas hierbas y cómo arrancarlas para que no rebroten, dónde está el gorgojo y cómo matarlo sin arruinar las bellotas, y así mil cosas más. Para ser tan viejo se movía muy rápido y me contó muchas cosas de su juventud; cosas portentosas que otro día que quedemos os explicaré con calma - os vais a quedar alucinados. No había oído hablar tanto a seguido a mi abuelo en mi vida. Por la noche volvimos juntos a casa, y yo le serví la comida a mi abuelo. Nunca me había sentido tan, no sé, orgulloso de él. Sí, orgulloso, esa es mi palabra. No sé si mi abuelo destruyó América, pero sí que sé que es un gran hombre. Que es un buen hombre. Ya os contaré lo que me contó ese día, y todos los siguientes, mientras trabajamos. A veces río con las historias que me cuenta: nunca había reído yo en el campo.
Va, volvamos a casa, que ya anochece. Además, no creo que al abuelo le hiciera gracia saber que estábamos aquí; siempre me dice: "No te acerques a la vieja planta, es peligroso". ¿Planta, de qué? ¡Aquí no hay plantas! Aquí sólo hay piedras y esas señales tan graciosas con tres triángulos amarillos tocándose por la punta. Me gustaría saber leer para saber qué ponen esos carteles de la pared. Sin duda, América debió ser una gran nación, y éste lugar debió contener secretos maravillosos.
Antonio Turiel
Figueres, 3 de Junio de 2013
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