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miércoles, 11 de octubre de 2017

Saliendo de cuentas




Queridos lectores,

Hubiera preferido no volver a hablar del conflicto que se vive en Cataluña durante una larga temporada, pero el devenir y acumularse de los acontecimientos, y la importancia que tienen para mi vida futura, me mueve a hablar una vez más de uno de los temas que se están volviendo más recurrentes en este blog. Blog, que, no olvidemos, está dedicado al análisis de la crisis económica y social que genera la progresiva escasez de recursos naturales, y principalmente de energía. Pero como justamente una de las cuestiones principales asociadas a la crisis energética es el colapso de las sociedades industriales, y como parece que el problema catalán será la forma concreta que ese colapso tomará cuerpo en España, parece lógico volver una vez más a lo mismo.

Como digo, el tema de Cataluña ha sido abordado en repetidas ocasiones aquí, la última vez hace unas tres semanas en el post "Modelo para recortar/model per retallar" (en el cual podrán encontrar enlaces a los posts anteriores). A mi me da cierto reparo hablar de temas que se alejan del dominio de las ciencias naturales por varios motivos. En primer lugar, porque mi opinión no es más cualificada que las de la de cualquier otro en estos temas y en todo caso lo será mucho menos que la de verdaderos expertos en estas materias. En segundo lugar, porque por más que intente hacer un ejercicio de autocrítica e introspección, es inevitable la presencia de ciertos sesgos en mis opiniones, los cuales restarán sin duda objetividad a mis afirmaciones. Y en tercer lugar, porque al tocar tan de cerca estos temas a puntos sensibles para algunos lectores, éstos podrían enfadarse por ciertas afirmaciones que yo pueda hacer y ocasionar que todo lo que se cuenta en este blog caiga en descrédito a sus ojos, incluso los análisis más técnicos y objetivados. Sin embargo, como observo una degradación de los argumentos que se usan desde los dos bandos más claramente identificados, creo que hacer algunas reflexiones, aunque imperfectas y seguramente sesgadas, puede tener su utilidad, no perdiendo de vista las limitaciones que tienen (que a mi modo de ver son menores que algunas de las cosas que escucho).

Comencemos por una breve glosa de qué es lo que ha pasado desde mi último post (de hace tres semanas, recuerdo).

Después de que el Govern de la Generalitat estuviese jugando al gato y al ratón con las fuerzas de seguridad españolas (Policía Nacional y Guardia Civil), escondiendo urnas y papeletas para que no fueran requisadas, y tras múltiples amenazas, registros y allanamientos, el 1 de octubre la mayoría de los colegios electorales abrieron para que la gente pudiera votar en el referéndum de autodeterminación al cual el Govern de la Generalitat había llamado a los ciudadanos. Un referéndum sin las garantías adecuadas y con muchas irregularidades, un referéndum que el Gobierno de España ya había descalificado por su falta de legalidad. Y a pesar de eso cientos de miles de ciudadanos acudieron a votar, en lo que podría tomarse por un ejercicio de una protesta contra un estado de cosas. La mayoría de los ciudadanos que fueron a votar pensaban que la policía del estado, desplegada días antes específicamente con el fin de evitar este referéndum, no osaría atacar a los centenares de personas que se agolpaban en los colegios electorales y que al ver el gentío desistirían de causar daños mayores. Se equivocaron por completo: las imágenes del salvajismo policial, las cargas indiscriminadas, el apalizamiento de ciudadanos corrientes que sólo resistían pacíficamente el embate, dieron la vuelta al mundo y no proyectaron una imagen muy positiva de la gestión española de la crisis secesionista. Al final, sólo una pequeña fracción de urnas fueron intervenidas, la gente se reorganizó para fortalecer la defensa de los colegios, y por fortuna en un momento dado alguien ordenó detener la represión, pero el daño ya estaba hecho. De acuerdo con los datos de la Generalitat votó en aquel referéndum alrededor del 43% del censo electoral, con una mayoría abrumadora de síes. A los dos días, una jornada de huelga paralizó Cataluña y se vieron impresionantes manifestaciones en contra de la represión policial en toda Cataluña (ver la imagen que abre el post). Durante los días siguientes continuó la actividad judicial contra todo el entramado secesionista pero hubo dos importantes novedades. La primera, el acoso a los policías alojados en diversos hoteles para que los abandonaran; y el pasado domingo, una gran manifestación en favor de la unidad de España y en contra de la secesión recorrió el centro de Barcelona. El último jalón (hasta ahora) de esta singladura fue la declaración hecha ayer por el President de la Generalitat en el Parlament de Catalunya, anunciando la proclamación de la república de Catalunya y acto seguido suspendiendo la independencia durante unas semanas para dar tiempo al estado español a negociar con la Generalitat "de tú a tú". Mientras esto escribo se anticipa que el Gobierno de España pondrá en marcha el procedimiento para anular la proclamación suspendida, lo cual probablemente sería respondida por la Generalitat con la finalización de esa suspensión y proclamación efectiva de la república, lo que nos llevaría a un estado práctico de guerra (no necesariamente de alta intensidad).

Como pueden ver, un embrollo de dimensiones ciclópeas y consecuencias imprevisibles pero cada vez más probablemente funestas.

Como comenté más arriba, en la discusión de este conflicto asistimos a una confusión generalizada por la lasitud con la que se emplean los términos y por muchas ocultaciones interesadas. No nos engañemos, todos los actores implicados mienten en mayor o menor medida, y la gente repite argumentos mal fundados a los que se oponen otros iguales o peores, llevando a la incomprensión y al inconsistencia de todo lo que se dice, haciendo imposible un acuerdo porque todo el mundo ha renunciado a transitar por tierra firme y camina sobre arenas movedizas. Como antes dije, yo no soy experto en estos temas y por ello quizá alguna de las cosas que ahora diré no es correcta por mi falta de conocimiento; si es el caso por ello pido perdón. Únicamente espero aportar a centrar el debate en las ideas y abandonar ciertos esencialismos bastante poco útiles para progresar.

Una de las discusiones repetidas es sobre qué significa democracia. He visto repetidas veces estos días que democracia es votar, y que por definición votar es democrático. A partir de ese punto la gente se suele internar en un fangal inconmensurable sobre quién tiene derecho a votar qué y sobre cuáles son los límites de lo que se puede votar. Dado que éste es uno de los puntos básicos me gustaría empezar por aquí.

Por definición, democracia es un sistema político (es decir, de organización social) que defiende que el poder, todo el poder, emana del pueblo. Para conocer la opinión de este pueblo se debe votar, y la elección de los representantes del pueblo debe suceder en comicios transparentes, pero votar no es la democracia sino su síntoma. Democracia significa que sólo se reconoce el poder que emana del pueblo.

¿Y qué es el pueblo? El pueblo, las gentes, es un concepto del tipo primer principio, es decir, es una abstracción que no se puede definir a partir de otros conceptos anteriores. Es un punto de partida, una verdad que aceptamos convencionalmente porque no podemos definirla a partir de cosas más básicas. De manera genérica y un tanto vaga, para poder hacer algo útil pero como definición muy imprecisa, un pueblo es un conjunto de personas que habitan un determinado territorio, que se reconocen a sí mismas como comunidad, con un deseo de convivir juntas y regirse por unas reglas comunes que ellos mismos definen y se otorgan. No es por tanto casual la mención repetida en el preámbulo de la Constitución española al pueblo español: es del pueblo español que emana todo el poder, la soberanía.

Un pueblo soberano se define no tan sólo por sí mismo sino también por el reconocimiento de otros pueblos soberanos, otros pueblos que se reconocen a sí mismos y que reconocen al otro como un igual. No siempre es así: a veces el pueblo A somete o simplemente contiene al pueblo B, tal como lo entiende el pueblo B; por supuesto el pueblo A no reconoce la existencia del pueblo B, sino que dice que el pueblo A tiene todo el derecho al territorio y la población reclamados por el pueblo B como parte del pueblo A. El reconocimiento internacional es por tanto una herramienta muy importante para asegurar la soberanía de los pueblos.

En el conflicto catalán, desde el Estado español se invoca repetidamente como único marco de discusión la legalidad española, es decir, la que emana de la Constitución española, en la cual sólo se reconoce al pueblo español como único sujeto político de derecho. Sin embargo, los secesionistas justamente están poniendo en cuestión esa unidad del sujeto político, afirmando que hay otro sujeto, el pueblo catalán. Dado que cuestiona el fundamento mismo de la Constitución española, la reclamación independentista ha de contradecir forzosamente la legalidad española y por tanto queda necesariamente fuera completamente de ese marco. A pesar de que la Constitución española contempla mecanismos para su propia reforma y eventualmente una reforma constitucional podría aceptar el derecho de autodeterminación de Cataluña, tal cosa sería siempre una concesión del pueblo español (o sus representantes), concesión que bien podría hacer pero que más bien no hará porque no le reportaría ninguna ventaja. Así pues, es inane insistir en que la única vía a la independencia de Cataluña es la reforma constitucional española, porque tal aproximación se basa en la negación del pueblo catalán como sujeto de derecho y soberanía.

Como ya he repetido en otras ocasiones, el problema aquí no es de legalidad, sino de legitimidad. Eso no quiere decir que la legalidad no valga para nada, y que cualquier cosa es válida y se pueden hacer todas las aberraciones posibles. No se contradice el principio de legalidad, sino que se cuestiona cuál es la legalidad que se debe aplicar, si la que emana de un pueblo soberano o la de otro.  ¿Es el pueblo catalán un sujeto legítimo de derecho? De nuevo volvemos al concepto de pueblo, y partiendo de la resbaladiza y difusa definición que he dado arriba, el pueblo catalán debería, como mínimo, reconocerse a si mismo como tal, y como algo diferente del pueblo español. ¿Pasa tal cosa? ¿Los catalanes creen que son - o quieren ser - algo diferente al pueblo español? La única manera de resolver esa duda sería preguntándoles, es decir, haciendo un referéndum. De hecho, un verdadero demócrata español debería ser exactamente eso lo que debería querer, puesto que un pueblo es aquel que decide soberanamente convivir y fijar unas reglas, unas leyes, comunes para todos ellos. Si hay indicios razonables de que una parte consistente del pueblo español se siente un pueblo diferente y no quiere convivir con el resto, es completamente lógico asegurarse de si es así y en tal caso permitirle constituirse en pueblo soberano. Porque, ¿quién quiere convivir con alguien que no desea convivir contigo?

El Congreso de los Diputados español podría convocar un referéndum en Cataluña para preguntar a los ciudadanos de esa región si quieren constituirse como un país independiente, y si la respuesta fuera "sí" sería ése el momento de comenzar a estudiar los mecanismos legales y constitucionales para consagrar esa separación. No tendría sentido hacer una reforma antes, porque si la respuesta fuera "no" sería un trabajo innecesario. 

En cuanto a tener indicios razonables de que tal referéndum debería ser planteado, las elecciones autonómicas de 2015 enviaron un mensaje bastante claro: la victoria de una coalición de un partido de derechas y otro de izquierdas, con un único punto en su programa político - la secesión - y con más del 40% de los votos era un indicio más que razonable para pensar que era conveniente convocar tal referéndum, al estilo de lo que hizo el Reino Unido con Escocia en 2014. De hecho, ése era el mejor momento, visto desde un punto de vista de los defensores de la unidad, porque con una buena campaña de las ventajas de la unión con mucha probabilidad el "no" hubiera ganado con alrededor del 60% y el problema catalán se hubiera quedado aparcado durante décadas. Pero no estamos en 2015, por desgracia.

Desafortunadamente, el discurso que ha predominado en España (o al menos el que ha sido más ruidoso) es el de que la innegablemente gran masa de ciudadanos de Cataluña que se manifiestan en favor de la independencia están siendo manipulados, aludiendo repetidamente al perverso rol de los medios de comunicación y a la escuela. Tal pretensión es un tanto ridícula por una sencilla razón: quien la formula se arroga una superioridad moral sobre aquéllos a los que considera equivocados pero que en realidad simplemente defienden una opinión diferente. La televisión manipula, es verdad, pero, ¿no lo hace también la televisión que mira quien eso afirma? ¿Sólo él puede tener capacidad crítica para no dejarse manipular? Y en cuanto a la escuela, emerge en quienes eso afirman el esencialismo español del que hablaba en el post anterior. No sé si existe tal manipulación, desde luego yo no lo he visto en los libros de mis hijos y la mayor ya está en 6º de primaria - a expensas de comprobar si ésta es intensa en la secundaria y el bachillerato me inclino a pensar que no debe ser tanta (sin negar que algún docente pueda ser peculiar, como tantos docentes peculiares tuve que aguantar yo cuando era niño). La obsesión con la escuela catalana, me temo, tiene más que ver con la desafortunada frase del entonces ministro de educación Wert, quien proponía "castellanizar a los alumnos catalanes", cosa que tiene más que ver con relegar a la lengua catalana que a otra cosa. Y si algo sé de los años que hace que vivo aquí es que esta gente es orgullosa de su lengua y de su cultura, y si quieren hacer que el nacionalismo llegue a las nubes no hay mejor manera que atacar al idioma catalán.

Otro aspecto que merece la pena de ser discutida es la indiscriminada e injustificada represión del día 1 de octubre. La visión restrictiva de lo que es democracia (error común en ambos bandos, hay que decir) ha llevado, en el caso de ciertos sectores de la sociedad española, a tomar a las personas que fueron a votar el día 1 de octubre por delincuentes (ya que querían votar en un referéndum considerado ilegal). Ese razonamiento tiene una componente muy peligrosa: si damos por buenos los datos de la Generalitat y realmente fueron a votar 2,2 millones de personas, estaríamos diciendo que hay 2,2 de personas que actúan al margen o en contra de la ley. Pero si en última instancia la ley son unas normas de convivencia que el pueblo se da a sí mismo, y no una imposición de un gran señor, querría decir que hay una gran parte del pueblo, en un territorio concreto, que no está de acuerdo con esa ley, que no considera que se la haya concedido a sí misma sino que le viene impuesta de fuera. ¿Y no es eso un reconocimiento implícito de que una parte del pueblo español no se siente pueblo español?

Cayendo en el error de considerar delincuentes a esos cientos de miles de ciudadanos que querían votar el 1 de octubre se entiende en parte la represión desenfrenada. Con todo, el comportamiento de la Policía Nacional y la Guardia Civil falla en dos aspectos básicos: la proporcionalidad de la acción policial y la resolución del conflicto en la protección de bienes jurídicos. La proporcionalidad en el uso de la fuerza debe corresponder a la importancia de lo que se quiere proteger. A un ciudadano que se acaba de saltar un semáforo en rojo y que por tanto ha cometido una ilegalidad no se le dar una paliza sino que se le pone una multa. Si el referéndum ya se sabía que era ilegal y por muchos motivos una farsa sin garantías, ya me dirán por qué era tan importante evitar, usando tanta fuerza como se quisiera, impedir que la gente votase, con grave riesgo para la integridad de las personas. De hecho, la juez que ordenó impedir la votación no dio carta blanca para que se evitara a toda costa, sino que con buen criterio advirtió justamente que se hiciera sin recurso a la fuerza inmoderada. Y con respecto a la protección de bienes jurídicos en contradicción, se trataba de elegir entre respetar la integridad de las personas o cumplir la orden del juez de evitar una votación igualmente invalidada. Sólo alguien muy fanatizado dudaría sobre cuál era el bien superior, entre esos dos. 

Conviene recordar que la policía tiene como cometido proteger el orden público y velar por el bienestar de la ciudadanía. Por el contrario, una fuerza de represión tiene como cometido el castigo de los comportamientos no tolerados sin atender a otros principios. El espectáculo de las manifestaciones espontáneas delante de los cuarteles de donde partieron los efectivos que iban a Cataluña (ese indecente "¡A por ellos") y chistes abominables como el que reproduzco debajo de estas líneas dejan claro que la Policía Nacional y la Guardia Civil fueron enviadas a Cataluña como fuerzas de represión, lo cual sin duda ha causado gran malestar y pesar en ambos cuerpos.



La enorme torpeza del Gobierno de España, primero violentando sus propias leyes con los allanamientos y detenciones de septiembre, y después con el uso de la represión (y el poco afortunado discurso del Rey, que ni tuvo palabras para los heridos el 1 de octubre) ha probablemente incrementado el independentismo, empujando a él personas que rechazaban el procés por sus muchas deficiencias y su ventajismo, pero que más aún rechazan un Estado que se cree con el derecho de usar la violencia contra los que no piensan como él. Como pusieron de manifiesto las concentraciones del día 3, a estas alturas el independentismo está, probablemente, por encima del 50% de la población de Cataluña. No obstante lo cual, el apoyo al independentismo tiene una componente bastante efímera: uno de los lemas del procés es "tenim pressa", tenemos prisa; y es lógico que la tengan, pues ellos tienen un objetivo y saben que la ventana de oportunidad de la que disponen es estrecha. Sin todos estos años convulsos de crisis y desencuentros, el independentismo catalán aún estaría por debajo del 20% de la población que nunca fue capaz de sobrepasar; y solamente en alas del hastío y la desesperación de la clase media en retroceso ha conseguido llegar a los niveles actuales. Pero la élite que encabeza ahora mismo el proceso de secesión no representa tampoco a esa clase media candidata a la Gran Exclusión, y tarde o temprano el soporte actual podría desmoronarse, sobre todo si el movimiento se frena o incluso si no acelera. También conviene recordar que hay al menos un 30% de catalanes rotundamente unionistas, quizá incluso un 40%, y toda esa gente no puede ser simplemente ignorada o arrinconada (y ese 5 o 10% que no estamos en ninguno de esos dos lados por supuesto no contamos para nada). De ahí ese "tenim pressa". De ahí todo el despliegue de estrategia durante todos esos meses, de ahí el tactismo de la estrambótica declaración de ayer, de ahí todo sutil juego de ilegalidades y el ventajismo de arrogarse una legitimidad que no se tiene, usando para ello instituciones legalmente constituidas a partir de una legitimidad, la española, cuya jurisdicción en Cataluña justamente niegan. Si algo han demostrado el president Puigdemont y su equipo es que son personas inteligentes y muy buenos estrategas, y el Gobierno de España no podría cometer mayor error que seguir tomándoles por locos o por imbéciles.

El problema de fondo es que nuevamente nos encontramos en un debate unidimensional que no va al problema de fondo, como analizábamos en el post  "De hormigas y hombres". El fallido referéndum en Grecia, el Brexit, la victoria de Trump y tantos movimientos que están teniendo lugar en Europa responden al mismo patrón: creciente descontento, respuestas fallidas que responden a problemas diferentes del planteado. En estos días de sí y no, las posiciones de "quizá, pero" no son populares, son percibidas por los dos bandos como desafección, cuando no directamente traición. Una situación en la que me encuentro habitualmente.

Aquéllos que se enconan a uno y otro lado de una frontera, a la sombra de una u otra bandera, descubrirán con el tiempo que serán traicionados por los que creen que les defienden, los cuales llegado el momento se abrazarán y volverán a hacer negocios juntos (o al menos volverán a intentarlo). Pero los amigos que se enfrentan y dejan de hablarse, los vecinos que se dan la espalda, y los ciudadanos que, en suma, se quedan más solos, creyéndose que lo importante es aquello de lo que discuten en vez de aquello que les pasa, ésos no volverán a reconciliarse, al menos no por mucho tiempo. Cuando toda esta polvareda se disipe, veremos que lo que en realidad se estaba derruyendo era el pueblo, y que, como siempre, gana la banca.

Salu2,
AMT 

P. Data:
Algún lector podría preguntarse qué fue lo que yo hice a mi nivel personal el día 1 de octubre, puesto que no soy un ser etéreo al margen de esta sociedad en la que vivo, sino un ciudadano de la misma. Hice lo que creí que debía hacer, posiblemente equivocándome pero ejerciendo mi derecho a equivocarme siempre que respete a los demás. El día 1 de octubre fui a votar, puesto que considero que el problema que se ha planteado no se puede ignorar. No voté que sí, puesto que no deseo la independencia de Cataluña, sobre todo por razones sentimentales (y respeto a aquéllos que sí la desean). No voté que no, porque no estoy de acuerdo con el mantenimiento del status quo, porque creo que se deben cambiar muchas cosas. Así que voté en blanco. Y para ello esperé durante dos horas y media en la cola, con la angustia de no saber si se presentarían los de la fiesta de la porra. Y el día 3 fui a manifestarme en protesta contra la represión policial. ¿Hice mal? Seguro. Ya no se puede hacer bien.

martes, 9 de mayo de 2017

De hormigas y hombres



Queridos lectores,

Imagínense por un momento un hombre que por arte de un oscuro sortilegio fuese convertido en hormiga, pero que aún conservase la capacidad de razonar como hombre. Pensando simplemente en su supervivencia, su nueva condición tendría algunas desventajas, pero también algunas ventajas. Como hormiga sería diminuto, con lo que no necesitaría comer mucho para mantenerse y el mundo estaría lleno de cosas que podría ingerir; sin embargo, al ser tan pequeño, le costaría más acceder a algunos sitios, y podría pasar menos tiempo sin comer antes de morir de lo que sería capaz de soportar un hombre.

Nuestro hombre-hormiga, o nuestra hormiga-hombre, sería, como todas las hormigas, ciego. Y sin embargo tendría otros sentidos muy agudizados, y en particular la capacidad de percibir ciertas fragancias.

Ahora imaginemos a nuestro hombre-hormiga en medio de una pradera. Tiene hambre y no tiene otras hormigas a las que seguir. No sabe qué hacer, pero es consciente de que debe actuar rápido si no quiere morir. Pero no sabe dónde ir. Se mueve primero en una y luego en otra dirección, sin saber qué hacer, hasta que de repente percibe una fragancia. Un olor exquisito, de algo comestible: una manzana.  Si consigue llegar a ella está salvado.

Al principio el olor es sutil, casi indiscernible entre tantos olores de la pradera. Pero nuestra hormiga-hombre domina ya lo suficiente sus nuevos sentidos como para avanzar en la dirección de ese olor. Ahora ya lo percibe con toda claridad, la manzana está cerca, casi puede saborearla. Avanza hacia ese olor sublime, cada vez más intenso. Ya casi está.

Pero algo no va bien. Fue avanzando y el olor se volvía más intenso, pero ya no. Ha llegado a un punto donde ya no sabe cómo seguir. Parece que avance hacia donde avance el olor se va debilitando, y nuestro hombre-hormiga retrocede, para no perder el rastro; así, repetidas veces avanza en diferentes direcciones, primero en un sentido y luego en el contrario. Desesperado de no conseguir llegar a su objetivo, empieza a dibujar una espiral, haciendo círculos cada vez más amplios centrados en el punto donde percibe mejor el olor, pero no consigue nada. La manzana está allí, pero no la encuentra, no puede alcanzarla. El desgraciado hombre-hormiga de nuestra historia, atrapado en su lógica de búsqueda de hombre más que de hormiga, dará vueltas en círculo sin encontrar nunca la manzana y al final muriendo de hambre.

Una hormiga de verdad no tendría este problema. Seguiría una trayectoria errática, sin rumbo definido.  Quizá ella no llegase a la manzana, pero una hormiga de verdad nunca está sola, y algunas de sus muchas compañeras acertarían a subir por el tronco de un árbol un poco distante, y quizá unas pocas acabaran yendo por la rama de donde colgaba, a cierta distancia del suelo, la jugosa manzana que anhelaba nuestra hormiga-hombre. Después, y tras haber arrancado algunos trozos para llevar a casa, irían marcando el camino de regreso y eso favorecería que otras hormigas, aunque no todas, llegasen hasta la manzana. Al final, todas las hormigas llegarían al hormiguero, donde todas compartirían el botín del día.

El problema del hombre-hormiga es no comprender que se mueve en dos dimensiones pero intenta alcanzar algo que está en una tercera dimensión, justo encima de su cabeza. El hombre-hormiga es tan ciego a esa tercera dimensión como lo es a las otras dos, pero las otras dos las puede experimentar con sus patas y sus antenas. Percibe la manzana, pero no puede llegar a ella porque no puede volar. Se coloca en el suelo justo debajo de la manzana, oliéndola cerca pero sin poder llegar a ella, y emprende una búsqueda, primero sistemáticamente siguiendo varias direcciones diferentes, finalmente corriendo en espiral sin saber realmente dónde va, sin atreverse a alejarse del punto donde más cerca estuvo de la manzana pero desde donde nunca la podrá alcanzar. 

La metáfora del hombre-hormiga nos sirve para ilustrar el dilema en el que las sociedades occidentales llevan tiempo atascadas: la falta de dimensionalidad de los debates. En los dos últimos años hemos visto diversos países enfrentarse a una elección crucial y siempre dicotómica: el referéndum en Grecia, el Brexit, la elección de Donad Trump... El pasado fin de semana fue el turno de Francia, con la elección entre Emmanuel Macron y Marine Le Pen, ganada - para gran alivio de los mercados financieros y de la Comisión Europea - por el primero. En todos estos casos, una sociedad que ve peligrar su modo de vida, una sociedad que se sabe deslizándose lenta pero inexorablemente hacia su colapso, busca nuevas direcciones hacia dónde moverse. Al igual que el hombre-hormiga de nuestro relato, la sociedad se mueve primero siguiendo líneas rectas: al principio lo hizo en el eje clásico izquierda-derecha, pero al estar éstos cada vez más desacreditados (como en Francia, donde ni el Partido Socialista ni la conservadora UPM colocaron a un candidato para la segunda vuelta de las elecciones) se van buscando nuevas direcciones. No es casualidad que toda la sucesión de elecciones que comentamos sean dicotómicas: es un movimiento entre dos puntos extremos, es una búsqueda en línea recta, unidimensional. Es la estrategia más banal, pero también la que como sociedad nos ha funcionado mejor hasta ahora. No hacía falta nada más complicado.

Por supuesto que la búsqueda lineal no permite salir del problema, sólo oscilar "debajo de la manzana" sin resolver nada. Es decir, las dos opciones que se plantean identifican correctamente cuál es el problema a resolver (llegar a la manzana), que típicamente es devolver el bienestar a una clase media que se siente amenazada; sin embargo, la dirección sobre la que proponen moverse no avanza nada en la resolución de ese problema y cuanto más se avanza hacia un extremo más se agravan los problemas, con lo que surge la reacción de ir en el sentido contrario. No es por tanto casualidad que delante de elecciones de carácter dicotómicas las sociedades aparezcan como "divididas", y con frecuencia las dos opciones están cerca del 50%, ganando una de ellas por poco margen. Esta división en partes virtualmente iguales muestra que los argumentos que se usan por una y otra parte son igual de convincentes (o de poco convincentes), y en el fondo lo que muestran es que la elección es prácticamente al azar, como resultaría de lanzar una moneda al aire. Es natural, puesto que ninguna de las dos opciones es buena y ninguna de las dos solucionará realmente el problema. Por volver al caso Macron-Le Pen (bastante análogo al de Clinto-Trump) no saldremos de la crisis ni "fomentando el crecimiento" (cosa ya imposible) ni "fomentando el nacionalismo" (cuando dependemos tanto de las materias primas que vienen del exterior).

A medida que se va instalando entre los ciudadanos la convicción de que ambas opciones son igual de inútiles, la abstención va creciendo, como ha sucedido en la última elección presidencial en Francia, donde la participación, a pesar de lo aparentemente crucial del momento, ha sido la menor en años (aún con niveles de abstención, 25%, que en España se considerarían bajos). Llegará un momento, a medida que la desesperación cunda entre las clases medias que se vean desposeídas, que se abandonará este movimiento lineal entre dos opciones enfrentadas e igualmente inútiles y comenzará el movimiento en espiral, probablemente cuando el nivel de abstención sea tan alto que reste toda legitimidad a la votación dicotómica.

La llegada a este punto de búsqueda afanosa y desesperada de soluciones vendrá empujada por la necesidad de la mayoría de la población. Lo comentábamos hace poco, al discutir sobre el fin del crecimiento: más de la cuarta parte de la población española está en riesgo de pobreza y exclusión, y eso cuando el PIB lleva dos años en buenas tasas de crecimiento - en contraste con los países de nuestro entorno. Toda la posibilidad de remontar desde el hoyo donde estamos es que el crecimiento continúe y a buen ritmo, pero eso es una quimera: en España se crecerá mientras el petróleo continúe barato y no se desencadene una nueva crisis financiera, pero lo último depende de un monumental castillo de naipes de derivados globales sobre los que nadie, y menos España, tiene ningún control; y con respecto a lo primero es sólo cuestión de tiempo, y no precisamente demasiado, que la fortísima desinversión de las compañías petrolíferas lleve a una súbita caída de la producción de petróleo y a que se dispare el precio del barril. Pero es igual, nuestros despistadísimos expertos siguen creyendo que el fracking va a remontar en EE.UU., confundiendo las ventas a precio de saldo y liquidación por cierre de las compañías de servicios con mejoras en eficiencia, y no anticipando el problema que ya ven en el horizonte de unos pocos meses tanto HSBC como la Agencia Internacional de la Energía. En este momento, con tanta ceguera y soberbia como se está prodigando, el hecho de dar por liquidados los problemas con el petróleo y resto de recursos naturales hará que la bofetada sea épica. Sin un cambio de rumbo rápido, la Gran Recesión que se desencadenará dejará pequeña la de 2008, con la diferencia de que ahora estamos, a nivel social, mucho peor que entonces.

Será precisamente esa inestabilidad social subsiguiente a la próxima e intensa oleada recesiva la que hará que cada vez más países occidentales abandonen la búsqueda unidimensional, a través de ejes un candidato frente a otro (Clinton vs Trump, Macron vs Le Pen) o de una alternativa frente a la otra (Sí vs No en Grecia, Leave vs Remain en el Reino Unido) y comiencen a establecerse dinámicas más complejas, los caminos en espiral del hombre-hormiga. Ese momento será especialmente delicado, porque se caracterizará por el surgimiento de un montón de iniciativas y una tendencia a que múltiples actores actúen desorganizadamente cada uno por su cuenta; las diversas administraciones pondrán en marcha planes diferentes y a veces contradictorios, y en general habrá una pérdida de credibilidad del poder. El movimiento en espiral puede acelerar nuestro colapso como sociedad, sobre todo porque algunas de las cosas que aún se podían mantener consistentemente en la etapa anterior (por ejemplo, la estabilidad de la red eléctrica) podrían perderse en el proceso.

Que lo que suceda a la inútil oscilación dicotómica sea un movimiento en espiral o que sea algo más útil y eficaz depende completamente de tener una buena comprensión de las raíces profundas del problema. El problema es no querer alejarse de ese punto central de la pradera, donde el olor de la manzana es más intenso pero al tiempo desde donde la manzana es inalcanzable. Hay que lanzarse a explorar otras direcciones, y hacerlo no de forma solitaria, sino colectiva.

Nuestro problema es que la sociedad, tal y como está estructurada, no puede garantizar los niveles de bienestar general que conoció en las pasadas décadas. Nuestro bienestar se asentaba en una gran disponibilidad de energía abundante y asequible, cuya cantidad crecía cada año. Eso se acabó. Probablemente hemos superado ya el pico del petróleo, y si no lo hemos hecho aún nos falta muy poco. El pico del carbón y del uranio parecen también superados, y en cuanto al pico del gas natural seguramente se va a producir antes de una década. Las energías renovables tienen muchas limitaciones y no tienen capacidad de cubrir el agujero que dejan tras de sí las no renovables, sobre todo con la rapidez que éstas irán descendiendo. 

Por tanto, nuestro rumbo es el del descenso energético, pero eso no significa que nuestra decadencia y eventual colapso sea inevitable. No. Es cierto que dentro de nuestro paradigma económico actual esta crisis no acabará nunca, pero en realidad la mayor parte de la energía se derrocha porque tiene un sentido económico hacerlo. Hay que abandonar la idea del crecentismo y explorar nuevos caminos, hay que lanzarse a buscar el tronco de ese árbol por el cual trepar a la manzana.

Hemos dejado de ser el Homo invictus, el hombre que se creía todopoderoso aupado en su abrumadora tecnología que estaba apuntalada por una cantidad ingente de energía; y al comenzar a faltar ésta nos hemos convertido en un nuevo hombre, el hombre-hormiga, pero no uno cualquiera, sino uno que se resiste a aceptar su nueva condición hormiguil, las nuevas reglas del juego, con sus nuevas limitaciones (por ejemplo, la ceguera) pero también sus ventajas (por ejemplo, la capacidad de trepar por las paredes). Si dejamos de ser hombre-individuo y comenzamos a ser hombre-sociedad, si nos movemos juntos explorando todos los caminos para conseguir nuestra manzana, el bienestar de la mayoría, lo podremos conseguir. Hace falta, simplemente, que primero nos liberemos de toda nuestra soberbia.


Salu2,
AMT