Queridos lectores,
Javier Pérez me ha hecho llegar una lúcida reflexión sobre nuestros mecanismos de disonancia cognitiva colectivos. Atención a la última gráfica: esclarecedora.
Salu2,
AMT
Por qué no queremos saber nada. Información y bienestar.
Si nos ponemos a buscar un buen libro que leer, probablemente el más
breve, que cumple además la condición de ser uno de los más antiguos, es
el Eclesiastés. Los hay más antiguos e igual de buenos, pero no tan
breves. Los hay igual de breves, pero no tan buenos.
Dependiendo de la traducción, hay un párrafo del Eclesiastés en el que
se afirma que el número de los necios es infinito. Pues bien: se quedó
corto.
Bromas aparte, no es esa la cita que yo buscaba, sino esta otra,
concretamente de Eclesiastés 1:18: “Donde hay mucho conocimiento, hay
mucho dolor. Donde hay mucha ciencia, hay mucho sufrimiento”
Así de antigua, como veis, es nuestra preferencia por esconder la
cabeza, tirar para adelante, y no saber nada. El hombre convertido en
vaca, que pasta, rumia y muge sólo de vez en cuando, es el ideal de
felicidad. Y quizás sea cierto; tal vez la simplificación nos haga más
felices y la inconsciencia nos permita vivir más tranquilo, pero algunos
nos preguntamos si ese es el camino que bajó al mono del árbol, o
justamente el contrario.
No
hay discusión posible: el deseo de olvidarnos de todo y esconder la
cabeza está ahí y es ancestral. Con el tiempo hemos disfrazado, o
aderezado, ese mismo impulso con mil teorías psicológicas, pero la
esencia central es la misma: la lucidez es fuente de angustia, y comer
del árbol de conocimiento te convierte en culpable y te destierra del
Paraíso. Por algo uno de los nombres del Demonio es Lucifer, que
significa el portador de la luz, nada menos…
Pero tranquilos, que no me voy a poner teológico ni estáis leyendo mi
examen de ingreso en la escuela de telepredicadores. Mi única intención
con estas citas es ilustrar la antigüedad y carácter antropológico del
problema.
El hecho de que la información disponible sea mayor en nuestros días no
implica que nuestra naturaleza haya variado de modo que estemos
dispuestos a aceptar esa información, y aún menos a integrarla. Nuestra
mente es la que es y cambia a una velocidad que nada tiene que ver con
lo que sería necesario para los nuevos usos que le damos. Lo cierto, nos
pongamos como nos pongamos, es que somos un producto evolutivo capaz de
dominar un cierto grado de complejidad, prever acciones y reacciones de
una manera limitada, y asumir riesgos hasta un punto muy concreto y de
muy baja escala. Y ahí, precisamente, en los sesgos de nuestra mente,
es donde podemos buscar la raíz de este gran problema que nos conduce a
no querer saber nada.
Algunos
ya lo habréis oído antes, pero una buena manera de ilustrar lo que es
la confianza en el futuro y en las posibilidades de la tecnología, es
la vida de un pavo. Un pavo cualquiera.
El
pavo nace en una granja, o en una incubadora industrial. Mira a su
alrededor, y no ve a nadie. Entonces un bicho enorme y feísimo lo
atrapa, y está seguro de que se lo comerá, con plumas y todo, y en ese
mismo instante. Pero no se lo come, sino que lo mete en una jaula con
otros muchos pavitos como él, y allí, hacinado, esperando morir en
cualquier momento, pasa unas cuantas horas con el corazón acelerado,
mientras una fuerza exterior parecida a un terremoto, lo lanza a veces
contra las paredes de su prisión o contra sus compañeros de infortunio. Y
la pesadilla dura hasta que se ve al aire libre, en un lugar donde
pasan muchos monstruos peludos y grandotes.
Después
de un tiempo horrible, el bicho enorme vuelve a agarrarlo, por las
patas y por el cuello, y el pavo vuelve a despedirse de la vida. Pero
no: lo meten en un sitio oscuro y luego lo agitan durante un rato en un
lugar ruidoso, hasta que lo dejan en un corral, donde hay otros animales
parecidos a él, pero más grandes, y a los que oye llamar gallinas.
¿Cual
es en ese momento la confianza del pavo en el futuro? NINGUNA. Esos
somos nosotros en las épocas convulsas, en el año mil, en los momentos
de varias pestes y guerras consecutivas…
Pero
el pavo consigue sobrevivir a aquel día de horror, y el segundo día es
un poco menos malo. El bicho enorme y horrible le da de comer por la
mañana, y aparta a las gallinas que le molestan. Incluso impide que el
perro, otro monstruo espantoso, se acerque a él.
Y el tercer día es un poco mejor, porque se empieza a acostumbrar a su nuevo hogar.
Y
poco a poco el pavo va creciendo, siempre bien alimentado y bien
cuidado. Y su confianza en el futuro crece al mismo tiempo que va
creciendo él. Porque vive tranquilo, sin sobresaltos, y se ha hecho el
más grande y orgulloso del corral. Lo tratan mejor que a nadie y las
gallinas ni se atreven a acercarse.
Su optimismo y su confianza en el futuro y en sus propias fuerzas crecen sin parar.
¿Y cual es el día de mayor fuerza, confianza y optimismo en el futuro del pavo? La víspera de Nochebuena, por supuesto…
No parece muy tranquilizador, ¿verdad?
Pero
no se trata sólo de reacciones biológicas. También hay mucha gente
interesada en hacer disminuir la información asumida, limitando
cualquier conato de preocupación. Desde los grandes centros comerciales,
que eliminan las ventanas y los relojes de su diseño, para evitar que
la gente vea que está lloviendo o que se le está haciendo tarde, los que
manejan cualquier tipo de gestión tienen como primera norma evitar la
ansiedad de sus administrados.
Y no es mala fe, sino algo completamente normal. Cualquier gerente
competente, trabaje en una empresa o en un gobierno, sabe que existe un
umbral de ansiedad a partir del cual la gente pierde los estribos y se
vuelve irracional. Y cuando la gente se vuelve irracional las pérdidas
se multiplican, las suyas y las de todos.
Los políticos democráticos temen a sus electores y saben que decirles
la verdad puede cerrarles cualquier camino hacia la reelección. Los
economistas temen a los pánicos bancarios y bursátiles, con sus
profecías autocumplidas y sus hundimientos producidos por la simple
falta de confianza en los mercados. Hasta los militares temen a la
desmoralización de sus tropas, que induzca una rápida retirada por la
escasa voluntad de luchar. Todo, como veis, induce a matar al mensajero
que no se avenga a traer buenas noticias o, como poco, a callarse la
puñetera boca.
Para ilustrar lo que sucede, no hay como mostrar un ejemplo gráfico.
Quizás así comprendamos a los que nos enfrentamos los que hemos decidido
no dar la espalda al problema de la escasez de energía barata.
El
gráfico muestra la evolución del índice bursátil Dow Jones entre 1920 y
1940. Echadle un ojo, o mejor aún, miradlo detenidamente. ¿No
encontráis nada raro?
En
1929 llega el crack bursátil y la gran Depresión. Eso ya lo sabíamos
todos. De 1929 a 1932 se acentúa la caídas, hasta los mismísimos
infiernos, con pérdidas superiores al 80% y un desánimo terrorífico.
Pero
lo que casi nadie suele ver en esta gráfica es que la segunda Guerra
Mundial comienza en septiembre de 1939, ¡y a nadie parece importarle un
carajo!
En
marzo de 1938 los nazis orquestan una extraña fusión con Austria, o más
bien su invasión . ¿Baja la bolsa? No demasiado. Sólo un poco. ¿A quién
le importa? En noviembre de 1938 los nazis ocupan los sudetes checos.
¿Y la bolsa? Baja un poquito, pero nada importante. ¿Y en 1939? En 1939
ya no se trataba de malas vibraciones, sino de una guerra enorme ya
declarada. Los alemanes y los rusos, coordinadamente, invaden Polonia.
Inglaterra y Francia declaran la guerra inmediatamente a Alemania, pero
como no se declara también la guerra a Rusia, todo el mundo lo
interpreta como una especie de cachondeo para quedar bien, y la bolsa ni
se inmuta. Esa es, por supuesto, una de las explicaciones que he leído.
Hay ocho o diez más, pero la conclusión no varía.
Si
la gente consiguió quitarle importancia a una guerra ya declarada, todo
para poder seguir pensando que las cosas irían bien y no pasaría nada,
¿qué puñetas esperamos que digan de la advertencia de que el fin del
petróleo barato supondrá un gran desastre?
Y no es derrotismo: es un baño de realidad.