Queridos lectores,
Resuenan con fuerza los tambores de la guerra en Europa, y los ciudadanos europeos, amedrentados por la omnipresente amenaza del terror integrista, se unen fervorosos al clamor contra el yihadismo, o bien callan por temor a ser tachados de blandos, cuando no de estúpidos.
Corren malos tiempos para los que tratan de invocar la cordura, en medio de tantas tertulias de bajo perfil, sostenidas sobre la base de argumentos torpes y manidos. Cuesta tomar perspectiva, cuesta tener unos minutos para reflexionar con calma y tratar de entender qué está pasando, cómo ha pasado en tan poco tiempo Europa de ser un baluarte de prosperidad y entendimiento a ser presa del miedo y del ardor guerrero.
¿Es fruto este cambio del brutal atentado vivido en París hace dos semanas? Aún tengo amigos en la capital francesa, y varios me han referido escenas de un horror indescriptible vividas por personas allegadas a ellos, algunas de las cuales no sobrevivieron. Pero, ¿realmente actúan los gobiernos cegados por la indignación de la indiscriminada matanza, más difícil de asumir en un territorio ya no habituado a estas atrocidades?
Con una celeridad desconcertante, a las horas de haberse cometido los atentados de París y tenerse los primeros datos sobre los asesinos, se atribuyó por la vía sumarísima, sin juicio previo, la culpa al Estado Islámico, antes denominado ISIS, ahora Daesh (pues parece que esta palabra tiene connotaciones despectivas en árabe, y alguien con conocimientos de relaciones públicas habrá aconsejado el cambio). Incluso aunque el Estado Islámico haya reivindicado los atentados, resulta sorprendente que se le atribuya sin más discusión, sin más investigación, toda la culpa de lo sucedido. Los asesinos eran ciudadanos franceses; ¿no tiene el Estado francés ninguna responsabilidad por tanto? Se arguye que combatieron en Siria, pero, ¿demuestra ese simple hecho que fueron enviados aquí por el Estado Islámico? No malinterpreten mis palabras: estoy convencido que ISIS o Daesh o como quieran llamarle instigó los atentados, si no es que dio apoyo logístico y dinero para su comisión, pero aún así, el más elemental sentido de la prudencia indicaría que debería investigarse un poco más antes de lanzarse a una cosa tan grande y tan terrible como es hacer la guerra, con un coste tan elevado, tanto humano como económico. Una guerra que para Francia comenzó no tras los atentados de París, sino hace varios meses, en septiembre, cuando Hollande declaró que Siria era una amenaza para la seguridad nacional de Francia y comenzó a bombardear posiciones de Daesh en Siria.
Como explicaba Christian Gebauer en el post anterior, la zona de Siria e Irak es "el ombligo del mundo", un lugar estratégico para el paso de oleoductos y que contiene algunos de los mayores yacimientos, que no han sido explotados al máximo rendimiento por las sanciones que recayeron sobre Irak durante años. Ahora que en el resto del mundo escasea el petróleo fácil de producir, esas reservas son demasiado golosas, demasiado necesarias para el futuro de tantos países importadores de petróleo, que necesitan ese petróleo para mantener sus elevadas cuotas de desarrollo, para no hundirse de forma irremediable en esta crisis que no acabará nunca.
¿Por qué se produjo otro sangriento atentado en Bamako, la capital de Malí, unos días después? Como comentamos hace casi tres años en el post "El canto del gallo", Francia tiene un grandísimo interés en mantener el control de Malí para garantizar la estabilidad de sus minas de uranio en Níger. Malí es, por tanto, otro frente importante para Francia, de cara a mantener el suministro de los combustibles vitales (en este caso, uranio) con los que mantener su economía. Quienes atentaron en Malí estaban, consciente o inconscientemente, haciéndolo contra el poder de Francia, y así este atentado era una lógica continuación del de París.
Pero cubrir dos frentes de guerra, y tan distantes de la metrópoli, es demasiado para una potencia crepuscular como Francia, así que ha pedido ayuda para que le cubran el frente menos activo y menos problemático, el de Malí. España se ofreció de inmediato a relevar a Francia en Malí, pero el Gobierno español ahora duda en dar ese paso inmediatamente. Seguramente en la decisión del gabinete de Mariano Rajoy ha pesado las duras jornadas vividas entre el 11 y el 15 de marzo de 2004, en las que el propio Rajoy, quien iba primero en todas las encuestas, perdió las elecciones después de los terribles atentados de Madrid del 11 de marzo. En aquel entonces, en España aún se agitaban los rescoldos del movimiento contra la guerra en Irak, en la cual el Gobierno del también conservador Jose María Aznar (del cual Rajoy era ministro) había involucrado a España un año antes, a pesar del mayoritario rechazo por la opinión pública española. El Gobierno de España vive en el temor de que los movimientos anti-guerra, tan activos hace una década, se pudieran reactivar por culpa de una torpeza en la gestión mediática de la actual crisis internacional, y por ello camina con pies de plomo. Sobre todo, porque en España hay previstas elecciones legislativas para el 20 de diciembre.
Si se confirma lo que indican las encuestas y se impone una coalición entre las dos opciones más conservadoras, PP y Ciudadanos, lo más probable es que España entre en la guerra de Siria, ya sea directamente sobre el propio teatro de operaciones, ya sea cubriendo la retaguardia de Francia en Malí. Tampoco tiene muchas más opciones desde una perspectiva BAU: estas guerras son para controlar el acceso a las últimas grandes bolsas de recursos naturales; no las más abundantes sino las de mejor calidad. Quien las controle podrá mantenerse un poco mejor que aquellos que no lo consigan. Ésta es la verdadera razón detrás de ésta y de las otras guerras que la seguirán, y es por ello que España entrará junto con sus aliados en las guerras que vienen. Guerras que se irán multiplicando, por una sola razón, que se puede sintetizar en un gráfico extraído del informe anual de 2015 de la Agencia Internacional de la Energía y que recientemente comentamos.
Ahí lo pueden ver: incluso de acuerdo con los infladísimos escenarios de la AIE, Europa está condenada a decrecer en su consumo energético un 12% adicional a lo que ya ha decrecido. Nos dicen que eso lo va a hacer aumentando su PIB un 50% en términos reales, pero como tal cosa (crecer económicamente mientras se decrece energéticamente) no sólo no se ha visto jamás sino que además es imposible, nadie con un poco de conocimiento le da la más mínima importancia al eje horizontal de la gráfica. Lo importante, por tanto, es esa caída en el eje vertical, y la desasosegante certeza de que encima ese escenario es optimista...
Europa está condenada a decrecer energéticamente, simplemente, porque no hay para todos, porque, según reconocía la AIE en ese mismo informe de 2015, la producción de carbón y petróleo va a decaer a partir de 2020 (disfrazada, a su decir, de pico de demanda). Europa no necesita que se lo diga la AIE; en la Comisión Europea ya saben que actualmente el nivel de consumo de energía primaria de todo tipo está a niveles de principios de los años 90 del siglo XX, y ya saben que de seguir así en pocas décadas estará en niveles de los años 70. Pero Europa se resiste a agonizar energéticamente. Y se resiste porque no hay plan B. No hay alternativa al crecentismo. Y no las hay porque no existan propuestas (y algunas de una gran calidad); no las hay, simplemente, porque es políticamente inaceptable.
Así las cosas, la conciencia pública española tendrá que irse volviendo cada vez más bélica para poder adaptarse al único plan de futuro que hay ahora mismo sobre la mesa. Vendrán más guerras, inevitablemente. Guerras que se librarán en países extranjeros para asegurar el flujo de los vitales recursos, principalmente de combustibles fósiles. Guerras que causarán dolor, destrucción y muerte, y no sólo en los pobres países que asediemos; una pequeña pero dolorosa parte del mal que causaremos se volverá contra nosotros, en nuestros hijos que volverán en ataúd de una lejana colina, en nuestros parientes y amigos que morirán por culpa de una pequeña bomba que un miserable y desesperado traerá de esas recónditas tierras para explotar en nuestro mercado, en nuestro tren, en nuestro trabajo. Y esa bomba que tanto daño nos hará servirá para justificar que los tambores de guerra redoblen aún con más fuerza, que destrocemos aún más sanguinariamente aquellas tierras lejanas que guardan el petróleo que tanto necesitamos, el gas natural que nos calienta, el uranio que pone en marcha nuestras decrépitas centrales nucleares.
Seguramente en el curso de los años que vendrán veremos como España, probablemente del brazo de Francia, entrará en guerra en Argelia. La situación en el país norteafricano se ha ido degradando, especialmente desde que el precio del petróleo ha bajado tanto y el país se acerca a su bancarrota petrolífera, mientras hay cada vez más personas que hablan de que podría reproducirse la sangrienta guerra civil de los años 90; la presencia sobre el terreno de grupos vinculados al Estado islámico no hace más que acrecentar el temor a la vuelta a un conflicto interno argelino. Cuando dentro de unos años España entre en Argelia, dirán que vamos a pacificar aquellas tierras, nuevamente asoladas por otra cruel guerra civil; dirán que hay que dar soporte a la democracia en el norte de África, sin cuestionar la legalidad factual de las elecciones en Argelia; dirán, por último, que es vital evitar la formación de un estado fallido tan cerca de casa. No se dirá nunca que España obtiene el 60% del gas natural que consume de Argelia, ni que por culpa de la llegada a su cenit productivo las exportaciones de gas de Argelia cayeron en 2014 un 4,8%.
Imagen de la web Flujos de energía: http://mazamascience.com/OilExport/index_es.html |
Nunca se explicará que estamos allí para asegurarnos de que el petróleo y el gas argelino sigan fluyendo hacia España, a pesar de la caída geológica de la producción, a pesar de que poco puede hacer la voluntad de los hombres para oponerse a las leyes de la Física. Al final, el punto clave consiste en apropiarse de esos recursos, de manera que lleguen antes a nosotros que a los propios argelinos, si es que no hay suficiente para todos. Hace poco un diario español expresó esta misma idea con una pasmosa e involuntaria claridad: "¿Está en peligro el gas español en Argelia?". Fíjense qué frase: el gas español. Como si Argelia tuviese alguna obligación de garantizar que de sus pozos seguirá manando y al mismo ritmo un gas natural que, por algún motivo, resultar ser en origen español, y no argelino.
De todos modos, el papel que España está llamada a desempeñar en estas guerras cenitales no es demasiado destacado, debido a que rápidamente los conflictos se van a volver multilaterales. Ya lo hemos podido comprobar hace poco con el caso del derribo del cazabombardero ruso por parte de dos cazas turcos mientras bombardeaba posiciones rebeldes en Siria. Resulta que los intereses de Rusia y de Occidente en Siria no son los mismos: Rusia quiere mantener en el poder a Bashar el Assad, su aliado natural en la zona, y por ello aprovecha los bombardeos sobre Siria no sólo para atacar a Daesh, sino también a otros grupos opositores a el Assad. Pero resulta que a Occidente le interesa favorecer a algunos de esos grupos, en la esperanza de no sólo derrotar a Daesh sino también de derrocar a el Assad y garantizarse el control de una zona geostratégicamente fundamental. Y en este juego de equilibrios Turquía también tiene sus preferencias: el avión ruso que derribaron estaba justamente bombardeando las posiciones de un grupo pro-turco.
Esta multilateralidad de intereses se irá haciendo cada vez más evidente, a medida que los recursos escaseen más y ya no den para cubrir las necesidades de los hoy aliados. Cuando el botín de estas neoguerras de conquista sea más magro, algunas potencias menores irán quedando arrinconadas del reparto. En el caso particular de España, en un momento determinado no se le invitará a participar en las operaciones militares, e incluso se le pedirá que abandone ciertos escenarios donde ya se encontraba sobre el terreno. Y si España, o cualquier otra potencia menor, no accede a irse de grado, se usará la misma fuerza militar contra ella. Esto degradará aún más la TRE de la guerra, pues dado lo magro de los recursos el número de países invasores tendrá que irse reduciendo, sin que por ello se reduzcan las dificultades sobre el terreno, con lo que el rendimiento de estas aventuras militares caerá doblemente: porque habrá menos recursos militares, y eso hará que los flujos serán más pequeños e irregulares; y porque, agotadas las otras opciones, se pondrán los ojos en países con menores recursos naturales.
Convertir la guerra en el principal instrumento para garantizar el flujo de recursos naturales hacia las economías occidentales tendrá también un coste importante para los países invasores. En lo que respecta a las derechos de los ciudadanos, se impondrán cada vez mayores restricciones a las libertades individuales, necesarias para acallar las críticas a aventuras bélicas cada vez más dudosas y menos rentables. Las sociedades en guerra prolongada sufren de un proceso de militarización de la conciencia ciudadana, en la que el clima de guerra lo preside todo y lo justifica todo; no se puede cuestionar no ya la legitimidad sino la utilidad de lo que se hace, so pena de ser considerado un traidor y, eventualmente, tener que afrontar penas de prisión. La disidencia es acallada y, con el paso del tiempo, puede acabarse convirtiendo en insurgencia, a medida que el flujo menguante de recursos sea distribuido de manera poco equitativa entre la sociedad. Con el incremento del gasto militar, es inevitable un incremento de los recortes sociales; estos mayores recortes sociales ya sobrevendrían por razón del declive energético inevitable, pero serán más grandes por la cantidad de recursos destinados a sostener el ejército. El coste nada despreciable de las aventuras militares lo hemos podido comprobar recientemente, cuando Francia ha conseguido que la Comisión Europea le permita no cumplir con su objetivo de déficit público para este año por la razón explícita de sus necesidades militares.
Muchos de los grandes imperios de la Historia colapsaron al ser incapaces de sostener sus últimas aventuras militares, a veces un tanto esperpénticas. La lógica subyacente de muchas guerras de conquista era que la economía se había vuelto dependiente de la expoliación de recursos en los territorios conquistados. Esta es una situación en mucho análoga a la que tenemos actualmente. Los lugares en disputa son aún hoy atractivos desde el punto de vista de los recursos, pero el inevitable declive de la producción mundial de hidrocarburos llevará a países cada vez más remotos, más poblados, mejor defendidos y con menos recursos. Al final, exhaustos por el esfuerzo e incapaz de sostenerse con los magros frutos de las últimas guerras, todas las potencias occidentales irán colapsando.
Digámoslo alto y claro: el colapso de la sociedad europea es inevitable si continuamos por la vía militar. Será un colapso económico, sí, pero también, y mucho antes, moral, si por mor de mantener unos pocos años más un sistema insostenible renunciamos a los valores fundamentales en los que hace tiempo decidimos creer.
La guerra no es la única opción para Europa, y desde luego no es la mejor. Europa puede y debe aspirar a mucho más que a intentar robar violentamente los últimos despojos de la era fósil. Tendremos que decrecer, ciertamente, pero podemos hacerlo desde ya y con dignidad, en vez de emborracharnos en una orgía de sangre que sólo retrasará lo inevitable hasta mañana y entonces nos hará caer de una manera más brutal y precipitada. No permitamos que el continente que una vez fue un ejemplo de democracia se convierta en sinónimo de barbarie y de abyección. No mancillemos el nombre de Europa a ojos de las próximas generaciones. Guardemos para nosotros nuestro recurso más valioso: nuestro honor.
Salu2,
AMT