Rambla de Figueres, mediodía del 18 de octubre de 2019 |
Queridos lectores:
Como sabrán, hace tiempo que sostengo la idea de que la crisis catalana tiene probablemente mucho que ver con la forma que tomará el colapso en España. A la creciente conflicitividad en Cataluña le he dedicado ya muchos posts en este blog; y, teniendo en cuenta los sucesos recientes en este rincón del mundo donde vivo, parece que es bastante natural que escriba una crónica desde aquí tanto sobre lo que está pasando como sobre lo que no está pasando.
Primera una cuestión de orden: según en que lado de la divisoria entre los defensores de la independencia de Cataluña y los defensores de la unidad de España uno se coloque, suele usarse una cierta terminología para referirse a su propio grupo y al contrario. La terminología escogida por los partidarios de la independencia de Cataluña suele ser "independentistas", para ellos mismos, y "unionistas" (o a veces "españolistas") para los otros, en tanto que para los defensores de la unidad de España la terminología habitual para referirse a sí mismos es "constitucionalistas", en tanto que para los otros se les denomina tanto "independentista" como "separatista" (generalmente dependiendo de la afiliación política de quien habla). En mi caso, como he explicado muchas veces, yo no me sitúo ni a un lado ni a otro (por razones que son fáciles de entender), así que intento usar una nomenclatura con la que todo el mundo se sienta identificado. Por tanto, a los partidarios de la independencia de Cataluña les denominaré "independentistas", término que parece ser bastante aceptable para todo el mundo. En cuanto a los defensores de la unidad de España ningún término me parece aceptable: "constitucionalista" se refiere a una constitución particular, la española de 1978, que no solo reivindica la unidad de España sino que cuela muchas otras cosas de rondón, y además parece un término poco apropiado si el otro grupo se acaba dotando de su "constitución"; "unionista" tampoco me parece acertado, ya que más que defender una unión lo que se defiende es un statu quo; y "españolista" tampoco lo veo acertado por motivos similares a lo anterior y porque además parecería que se quiere achacar al otro grupo, así en su conjunto, una visión rancia y esencialista (como ya discutí en su día) que no tiene porqué ser la que le represente en realidad. "No independentista" tampoco es demasiado bueno como término, ya que daría a entender que hay solo dos grupos cuando, entre medias de ambos, hay gente que como yo que no queremos la independencia de Cataluña y que además creemos que sería contraproducente para los ciudadanos de Cataluña y de España, pero que por otro lado creemos que en una democracia todo se puede hablar y discutir, que una nación moderna se debe definir por un consenso de sus ciudadanos a querer formar libremente parte de ella, y que por tanto defendemos el derecho de los independentistas a pedir un referéndum y a acatar su resultado si es lo que la mayoría de la población de Cataluña quiere. Por tanto, y a falta de nada mejor, les denominaré "contrarios a la independencia", de Cataluña siempre sobreentendido.
Comencemos por la parte meramente descriptiva de lo que ha pasado estos últimos días: el lunes pasado, el Tribunal Supremo (TS) de España dictó sentencia contra los nueve líderes catalanes que llevaban en prisión preventiva aproximadamente dos años. El TS consideró probado que no había habido una violencia instrumentalmente ligada a la intención de conseguir la independencia de Cataluña; no solo eso, sino que - como muchos defendimos en su momento - no había capacidad real de declarar la independencia y que toda la agitación de aquellos días no fue más que una representación destinada a forzar al Estado español a negociar. Consecuentemente, condena a los acusados con responsabilidad en la gestión del dinero de la Generalitat por malversación, a los cargos que no tocaron el dinero por desobediencia y a todos por sedición. Las penas finales oscilan desde los 13 años de prisión decretada al exvicepresidente Oriol Jonqueras hasta los 9 años para Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, que entonces eran presidentes de las asociaciones civiles Assemblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural, respectivamente.
Como reacción a la sentencia, el mismo lunes 14 surgieron muchas protestas más o menos espontáneas, con multitud de cortes de carreteras y de vías (aquel día volver a casa me llevó ocho horas, en vez de las dos habituales). Sin embargo, en un salto cualitativo sin precedentes en esta historia, apareció un nuevo actor denominado Tsunami democràtic, un grupo organizado a través de las redes sociales y con una gran maestría en la gestión de las mismas; con una capacidad de movilización inaudita, consiguió concentrar a unas 10.000 personas en la Terminal 1 del aeropuerto de Barcelona con la intención de colapsarlo. Los manifestantes fueron tenidos a raya aunque con gran esfuerzo por los agentes antidisturbios de la Policía Nacional española y de los Mossos d'Esquadra (policía autonómica catalana), pero aún así consiguieron en parte su objetivo al lograr que algunos vuelos fueran cancelados. Después, hacia la medianoche el Tsunami Democràtic ordenó la desmovilización a través de los teléfonos celulares y el grupo se fue disolviendo de manera bastante rápida. Desde entonces, el grupo guarda silencio sobre las futuras acciones, posiblemente para evitar que se le vincule con los altercados de las noches siguientes.
Y es que durante las siguientes jornadas la situación degeneró de manera considerable. Las noches del martes al viernes han sido de auténtica batalla campal entre la policía y los manifestantes más violentos en el centro de Barcelona, con barricadas, contenedores incendiados y continuo lanzamiento de objetos por la parte de los alborotadores, mientras la policía se empleaba con contundencia para contenerlos. Estos altercados de madrugada han eclipsado las manifestaciones que los han precedido (y para los cuales han servido de excusa) y las diversas acciones de protesta pacífica de estos días, incluyendo las largas marchas desde diferentes puntos de la geografía catalan que culminaron en una multitudinaria manifestación el viernes - día para el cual, por cierto, se convocó un día de huelga con desigual seguimiento.
Las dos últimas noches, del sábado y el domingo, han registrado un cierto cambio en el patrón de la violencia callejera. De una parte, los manifestantes se han esforzado en aislar y expulsar a los que quieren aprovechar las protestas para generar disturbios, arrastrando a veces consigo a los más jóvenes e inconscientes; por el otro lado, la policía ha intensificado los filtros para evitar que algunas personas introdujesen en los lugares de concentración objetos apropiados para la batalla campal. Ambas cosas han conseguido que los disturbios de las últimas horas hayan sido prácticamente anecdóticos, aunque la situación continúa siendo tensa.
Respecto al escenario político, las palabras que mejor definen lo que pasa es ruido y confusión. La maltrecha unidad de acción de los partidos independentistas ha acabado por saltar por los aires con estos eventos; mientras el president Quim Torra apuesta por intentar, una vez más, hacer un referéndum de autodeterminación en Cataluña, sus socios de gobierno prefieren la moderación y ampliar la base social del apoyo a las tesis independentistas; en todo caso, ninguno de ellos es capaz de formular un plan para salir de este atolladero. En el ámbito de los partidos estatales, y con la espada de Damocles de las elecciones del 10 de noviembre colgando sobre sus cabezas, el discurso político está dominado por la alharaca; no hay reflexión, solo grandes voces y golpes en el pecho, y continuas llamadas por los partidos actualmente en la oposición a intervenir la desleal autonomía de Cataluña por medios legalmente dudosos, mientras que el presidente del Gobierno español en funciones parece que ni está ni se le espera, y tampoco parece que nadie haga una propuesta lógica sobre cómo detener y revertir la escalada del conflicto.
Éste es el resumen acelerado de los hechos. Analicemos ahora con un poco más de detalle su contenido.
Comencemos por la sentencia en sí. Es evidente e indisimulable que en su huida hacia adelante de septiembre-octubre de 2017, los partidos independentistas cometieron muchos delitos. Se podría argumentar que estos delitos los cometieron de una forma consciente y justamente para favorecer un cambio en la postura del Estado español, justamente para conseguir un progreso político. A veces en política es legítimo traspasar ciertos umbrales legales como un acto extremo de protesta, pero cuando lo haces aceptas las consecuencias que se derivan de tus actos. Uno de los problemas con la sentencia es que hay muchos delitos cometidos que no han sido juzgados: prevaricación, prevalimiento, abuso de poder... Todos ellos graves y que los acusados difícilmente podrían negar haber cometido. Pero el mayor problema de la sentencia es el delito que se ha escogido para la pena principal, el de sedición. Como han explicado varios catedráticos de derecho, la sedición es un delito arcaico que data de antiguas leyes medievales, y eso se refleja en el uso en su definición de palabras hoy en desuso como "tumulto". En la época de las monarquías absolutas, un grupo de campesinos que se reunían y protestaban públicamente contra los impuestos excesivos podrían ser reos de sedición. Por supuesto se asumía que no había armas de por medio (esto sería ya rebelión), así que lo que diferenciaba una protesta dentro de los límites razonables de una sedición era el carácter "tumultuario" de la concentración, es decir, que fuese ruidosa y/o masiva. Lo que viene siendo una manifestación hoy en día, vamos. En los estados modernos, al recogerse en su legislación el derecho a la manifestación, han desaparecido mayoritariamente los delitos de sedición, siendo España una de las pocas excepciones reseñables (cosa que por cierto va a complicar la extradición del expresidente Puigdemont, huido a Bélgica cuando fue citado a declarar). Siendo como es un delito contra el orden público, llama la atención que el delito de sedición esté castigado con penas tan elevadas comparado con otros delitos semejantes, como el de desórdenes públicos (mención aparte merece el hecho que la sentencia abre la puerta a calificar como sedición cualquier obstrucción a la acción de la justicia, desde las acciones anti-desahucio hasta los cortes de carreteras por protestas por el clima). Destacados penalistas han resaltado la contradicción que supone que en una sentencia que califica los hechos de simulación y de ensoñación acabe condenando a los reos a penas comparables a las de un homicidio. Esta desproporción en las penas (que llega a verdadera saña en el caso de los dos Jordis, pues eran gente sin responsabilidades públicas) aumenta el sentimiento de agravio y de persecución ideológica en la población independentista (que, no lo olvidemos, debe ser al menos de dos millones de personas). Toda la especulación de los últimos días sobre que los reos podrán acceder pronto a un segundo o tercer grado penitenciario es completamente inane desde este punto de vista, aparte de ser evidentemente falsa porque difícilmente se accederán a los beneficios penitenciarios hasta haber cumplido la mitad de las condenas, y eso implica esperar aún dos años y medio en el caso de las condenas más bajas.
Gracias a la sentencia del Tribunal Supremo ha quedado acreditado que los hechos de septiembre y octubre de 2017 fueron una farsa a gran escala, una representación si quieren pero muy peligrosa. En estos dos años ha habido muy poca autocrítica desde el bando independentista sobre esta verdad simple, y es que realmente era imposible acceder a la independencia si no era mediante un acuerdo con el Estado y a través de un proceso (este sí, un verdadero proceso) que llevaría años. La lentitud del proceso real de independencia tiene más que ver con su carácter administrativo-logístico, necesario para evitar una salida desordenada y subsecuente caída en el caos; y en todo caso tal proceso es imposible sin forzar al Estado español a negociar. Nada se ha explicado como se debería, y la violencia desmesurada del Estado aquel 1 de octubre ha alimentado en el imaginario independentista la entelequia de que si no se consiguió la independencia fue por la represión salvaje, y no porque simplemente era imposible en los términos en los que se planteaba. Dos años después, las semillas de la frustración entonces plantada han brotado al conocerse las condenas, ejecutadas en la forma de un delito arcaico y con penas excesivas. Durante demasiado tiempo los dos bandos ha alimentado esa frustración que ahora se manifiesta de la peor manera posible: los desórdenes públicos y la violencia.
Se tiene que reconocer que la mayoría del movimiento independentista es de carácter pacífico y cívico. Sin embargo, por demasiado tiempo se ha jugado con fuego y eso ha favorecido que algunos grupúsculo contemplen la violencia como un arma legítima en el camino hacia la independencia de Cataluña. La presencia masiva de las fuerzas antidisturbios, el efecto llamada hacia los grupúsculos radicales que se mueven por toda Europa y, en ocasiones, la presencia de infiltrados y provocadores, generan esa llama inicial que se necesita para inflamar un conjunto ya bastante inflamable. Es entonces cuando comienzan los disturbios. De la parte de los elemento más autoritarios del Estado, los disturbios son positivos porque ayudarán a que los manifestantes no violentos desistan de acudir a las concentraciones y así detener la previsible oleada continua de concentraciones y actos de protesta que se pueden extender durante meses. Ese efecto de desmovilización es un incentivo perverso sobre ciertas prácticas más o menos discutibles. Por su parte, los partidos independentistas y particularmente el Govern de la Generalitat no está sabiendo actuar delante de un fenómeno que, aunque perfectamente previsible, parece desbordarles. Queda la sensación de que no hay un verdadero plan a partir de aquí, de que los partidos independentistas se han vuelto adictos a la adrenalina de la movilización pero no tienen nada claro qué hacer a partir de ahora, mientras que en Madrid menudea la retórica inflamada y la demagogia más zafia. Nadie propone un plan, ni en Barcelona ni en Madrid, y nadie parece estar verdaderamente al mando.
El tratamiento mediático de estos eventos merece un punto de discusión aparte. En los medios catalanes se ha tendido a dar una visión idílica y edulcorada de las movilizaciones, y, aunque no han ocultado la gravedad de los disturbios en general, ha predominado el tono exculpatorio, achacando a agentes externos la gravedad de los altercados. En los medios de ámbito estatal, lo que ha dominando es el morbo informativo, con una recreación absolutamente malsana en los detalles más grotescos y magnificando la gravedad del problema. En unos y otros se comparte la incomprensión del momento que estamos viviendo y la incapacidad de ofrecer un verdadero debate público, más allá de las astracanadas de los que creen que esto se soluciona en dos patadas de manera autoritaria.
Lo que no está pasando es el retorno al sentido común. Ninguno de los dos bandos puede tener éxito en sus propuestas maximalistas, y si queremos avanzar no se pueden ignorar el uno al otro. Hace falta encontrar aquello que es compartido por unos y otros, y a partir de ahí construir algo nuevo y diferente, mejor. Sin embargo, si en los diez años en los que se ha ido alimentando este conflicto no se ha sido capaz de buscar otra vía que no fuera la de doblar las apuestas e incrementar el conflicto, es más que dudoso que ahora se haga.
Y lo que resulta curioso es que nadie establezca la conexión con otros conflictos ahora en marcha, de Ecuador a Francia, de Chile al Reino Unido, de Argentina a Italia. Las costuras de un mundo tejido con mentiras están reventando bajo el peso de una clase media que cada vez lo es menos, que cada vez es más clase excluida, pero nadie ve la conexión. Y mientras seguimos discutiendo sobre los galgos de la Declaración Unilateral de Independencia y los podencos del artículo 155 de la Constitución española, las fauces de la nueva crisis están a punto de cerrarse sobre nosotros.
Salu2.
AMT