El tranvía justo antes de ser detenido por los huelguistas |
Se trataba de una reunión importante. Intento viajar tan poco como puedo: tengo demasiado trabajo y demasiados compromisos acumulados, y tengo una familia a la que veo poco durante la semana, teniendo en cuenta mis cuatro horas diarias de transporte en tren para llegar al trabajo. Pero mi asistencia a esta reunión era inexcusable: se trataba de una reunión de los grupos de trabajo primero y del comité de gestión después de un proyecto (Acción COST) que yo coordino. Y la verdad es que estaba un poco intranquilo: varios investigadores importantes para la acción me habían comunicado unos días antes que no podrían asistir a la reunión, y así se hacía muy difícil avanzar el trabajo. Por suerte, asistían los dos representantes franceses, que en este proyecto son los que están realizando la mejor labor científica - junto con los españoles, por supuesto, ya que se trata de una red de coordinación de los análisis realizados con los datos del satélite SMOS de la Agencia Espacial Europea, y en el que Francia y España han sido los mayores contribuyentes.
En el aeropuerto de Barcelona me encontré con mi compañero y amigo M., que al igual que yo trabaja en el centro experto español. Durante el vuelo comentamos algunos aspectos de la reunión y aprovechamos para acabar de poner a punto las varias presentaciones que íbamos a exponer. Llegamos a Bruselas sin mayor novedad pasadas las 11 de la mañana; para llegar al hotel (y luego a la reunión) tenemos que coger primero un tren, luego el metro y luego el tranvía. Vamos a buscar el tren y, primera sorpresa. Las máquinas de autoventa de billetes, que según mi colega funcionaban con tarjetas de crédito y débito de todo tipo la última vez que vino, ya sólo funcionan con tarjetas de crédito belgas, y ni siquiera aceptan monedas o billetes; ¿exceso de celo proteccionista hacia los bancos belgas?. Por supuesto no nos dimos cuenta de esto hasta hacer cola delante de una de ellas, así que después de perder 5 minutos con esto tuvimos que perder otros 15 haciendo cola delante de las taquillas donde, allí sí, se aceptaba todo tipo de tarjetas. Cosa la cual no pasó en las taquillas del metro (en el metro ni siquiera había máquinas de autoventa); allí sólo se aceptaban tarjetas belgas. Después de hacer un rato el memo probando con varias tarjetas finalmente le damos al taquillero los pocos euros que nos hacen falta, y empezamos a dar vueltas buscando cuál es la línea que tenemos que coger. Una mujer cubierta con un velo está encallada en una portezuela de entrada al metro, una bolsa que llevaba ha sido atrapada por la misma. Nadie le hace caso y yo le ayudo a liberarse, tirando de la bolsa hacia arriba. Mi colega encuentra por fin la línea que tenemos que seguir; él pasa con su billete pero el mío sale sin abrir mi portezuela. Lo vuelvo a intentar: el billete está agotado, tendré que hacer cola otra vez en la taquilla del metro. Un hombre de unos cincuenta años, rasgos árabes, intenta ayudarme pero no conseguimos nada. Otra dama cubierta con un velo me abre la portezuela poniendo su abono sobre un lector; quizá vio lo que hice antes, quizá, simplemente, es amable sin mirar con quien...
Llegamos por fin al tranvía; son sólo dos paradas, un poco espaciadas pero sólo dos paradas. Sólo podemos hacer una: es jornada de huelga en Bruselas y los piquetes impiden el paso del tranvía. Nos bajamos, nuestro hotel está sólo a 10 minutos caminando. Mientras vamos hacia allá mi colega me comenta que el hotel, que escogimos en esta ocasión igual que en las anteriores por su proximidad al lugar de la reunión, ha subido sensiblemente los precios desde la última vez que vino, en Enero de este año. Entonces costó 90 euros la noche, ahora cuesta 120...
No podemos instalarnos en nuestras habitaciones del hotel porque ha venido del ministerio un inspector para revisar la instalación contra incendios, y están revisando todo el hotel. Dejo mi maleta en una salita en recepción y nos vamos pitando a la reunión.
La reunión, a pesar de las numerosas bajas, fue intensa y muy interesante; se discuten muchos temas, los temas calientes del procesamiento de datos (es una misión muy experimental ya que el instrumento es muy complejo, se requieren muchas calibraciones y ajustes, y nunca se acaba de tenerlo bien afinado) y algunas cuestiones sobre las posibles aplicaciones; éstas son las dos grandes ramas del proyecto. Al principio de la reunión, un colega de Chipre nos pregunta por los indignados. Le contamos brevemente que han desalojado las plazas y han bajado su perfil de actividad pública, pero que evidentemente siguen ahí. Hay cierta inquietud por los asistentes que faltan; la ciudad está sitiada y una parte de los asistentes van llegando a cuentagotas durante la tarde. Durante el café de la tarde nuestro colega chipriota nos comenta que está aquí porque el Ministerio les ha anulado una campaña oceanográfica que tenían que estar realizando y les ha retirado el dinero.
Estaba proyectado acabar hacia las 6 de la tarde pero alargamos la sesión de ese jueves hasta pasadas las 7. Como somos de natural masocas y no hemos tenido bastante, quedamos algunos en vernos a las 8 para ir a cenar juntos. Durante la cena se habla un poco de todo; yo aprovecho que hablo francés con cierta fluidez para confraternizar con los vecinos del norte, y nos vamos explicando nuestras miserias. Las cosas no acaban de ir del todo bien en Francia: el Ministerio ha cortado la oferta de empleo público, con la consiguiente preocupación de los investigadores por la falta de continuidad de las carreras científicas (yo les explico que en España en la actualidad sólo se cubren el 10% de las jubilaciones, y aún eso el año que viene será dudoso). El Gobierno galo ha creado unos nuevos entes, los Laboratorios de Excelencia, o LabEx. Si tienes suerte de ser reconocido como LabEx por el ministerio en la convocatoria que hace cada año, estás de enhorabuena: tendrás una gran cantidad de dinero para financiar tu investigación. Si estás fuera, pues estás fuera y no verás ni un duro del estado francés. Mis dos colegas franceses están integrados en LabEx (son buenos investigadores ambos), pero expresan su temor y pesar por sus colegas menos favorecidos. Él me comenta que sólo ha salido una plaza nueva este año para toda Francia en su disciplina. Ella me dice que la dirección de su laboratorio envió en Junio una recomendación de gastar rápidamente el dinero para compra de material e infraestructura antes de Septiembre, por miedo a que el Gobierno se lo quitase. La gente se pensó que era exageración y paranoia, pero un laboratorio de la misma ciudad, que aún tenía fondos en ese capítulo, acaba de recibir una reclamación formal del Gobierno exigiéndole que reintegre lo que reste de esos fondos. Esa cantinela me suena porque una operación semejante está teniendo lugar en mi laboratorio. "Estamos igual en todas partes", pienso.
Salimos tarde del restaurante, y la conversación vuelve, sin querer, una y otra vez a la crisis. Ella, mi colega francesa, me comenta el aire de decadencia que ve en Bruselas (yo no puedo opinar, no había estado nunca antes), cómo se están abandonando las carreteras por todo el país, etc. Yo le comento que la deuda belga es proporcionalmente de las mayores del mundo. Ella se queda pensativa y me habla de su marido, que es ingeniero en una importante compañía automovilística, y que están sufriendo para no irse a pique. Yo le pido que no me tire de la lengua, que si le cuento todo lo que sé la acabaré de deprimir... Los europeos se van a dormir, aunque los españoles y un viejo amigo italiano nos quedamos a tomar la última y comentar múltiples asuntos pendientes. Llegamos al hotel a la 1:30. Mañana volvemos a comenzar las sesiones a las 9:00.
Ya es viernes. Me levanto a las 6; el día de antes, en el tren, había conseguido que por fin me funcionase un nuevo algoritmo con resultados más que prometedores, espectaculares diría yo, y quiero mostrarlos en la presentación de hoy, y cambiar el póster que se presentará la semana siguiente en otro meeting y que se tendría que imprimir hoy. Acabo justo a tiempo, me ducho y bajo a desayunar. Después, otra dura jornada, intensa, con una componente científica y otra de gestión (ésta con bronca añadida y merecida de nuestro supervisor europeo por la poca asistencia). Acabamos a las 5 de la tarde y me quedo con los únicos que no tienen prisa en ir a buscar su avión: el inglés y el italiano. Voy a dejar los trastos y a coger un plano en el hotel, y nos vamos a tomar una cerveza los tres. El inglés, un post-doc con 10 años de experiencia, no está seguro de si ésta es la última reunión de nuestra acción a la que viene: a partir de Marzo se queda sin financiación, y tendrá que trabajar con un contrato asociado a cualquier proyecto que salga, si es que sale uno; hay uno bastante probable que sea financiado, para trabajar con boyas Argo, no exactamente el objetivo del satélite SMOS pero empezamos a hablar sobre cómo podríamos justificar su participación llegado el caso. El dinero tampoco parece sobrar en el Reino Unido.
A las 6 de la tarde he de dejar a mis colegas. Porque mi visita a Bruselas tenía un segundo objetivo que surgió sobre la marcha. Una amiga de un amigo conoce a varias personas que trabajan en el Casal Català de la Generalitat de Catalunya en Bruselas, y aprovechando el hecho de que me tenía que quedar la noche del viernes (no había manera de enlazar el avión de vuelta con un tren a Figueres) me preguntaron si querría dar una charla en el Casal Català. Y yo, ¿cómo iba a negarme? Total, que con mi plano en la mano fui caminando, Scepterstraat arriba, hasta llegar a la rue de la Loi, la calle de la ley. A pocos metros de la sede del Parlamento europeo, en pleno centro de Bruselas, en el corazón administrativo de la Unión Europea, se encuentra la Delegació del Govern de la Generalitat, que alberga al Casal Català. Allí mismo intento sacar dinero para el taxi de mañana (mi avión sale a las 6:30 de la mañana y visto lo visto con el transporte público...), pero la mitad de los cajeros automáticos que encuentro (y hay un montón) sólo aceptan tarjetas belgas; al final, consigo uno más cosmopolita y saco los cuartos. Llego al lugar de la conferencia un cuarto de hora antes de que comience la misma.
Mi anfitrión es una persona muy amable, muy cercana; es funcionario de la Unión Europea y se dedica a temas tributarios. Mi charla de un viernes a las 7 de la tarde en Bruselas concita muy poca expectación: sólo 7 personas, incluyendo mi anfitrión. Había preparado con él una versión en inglés, pero dado que la magra audiencia es catalanoparlante al final vuelvo a utilizar la versión catalana. Lo cierto es que la audiencia fue escasa, pero muy selecta: una buena parte de ellos funcionarios de la UE, en ámbitos diversos; otros trabajan para multinacionales... La charla progresa y llegamos a las preguntas; los funcionarios trabajan en diversos ámbitos, me exponen los planes de la UE para los diversos problemas suscitados por mi charla con los que trabajan, yo se los voy desmontando tranquilamente mientras asienten con la cabeza, como si lo que digo no les sorprendiera, como si en el fondo supieran que todas las medidas que promueve la UE son sólo papel mojado. Tengo la impresión de que yo simplemente les confirmo con datos sus peores temores. Y ellos me confirman con sus actos mis peores temores. La discusión transcurre con fluidez, entre gente que no necesita perder el tiempo con absurdos circunloquios, que va al grano, lo que es de agradecer; y siempre de manera correcta. Peor aún: empática. Porque esos funcionarios, a mi modo de ver, comprendían de sobra que todas las desgracias sin cuento de las que les hablaba son posibilidades reales y bien reales. A las 9 de la noche la mujer que se ocupa del Casal nos ruega que terminemos, y la reunión se disuelve rápidamente, sin ruido. Me quedo aún un rato hablando con mi anfitrión. Me comenta que ésta era la primera vez que venía a la Delegació del Govern, y de la expresión de su rostro veo que piensa que posiblemente sea la última. Debe ser muy caro de mantener este local tan grande, en pleno centro de Bruselas.
Vuelvo al hotel caminando, agotado, sin ganas de cenar, sólo de dormir, que al día siguiente he de madrugar mucho, una vez más. Las terrazas están llenas, la noche es agradable. La gente hace cola para ir al cine y al teatro, y me doy cuenta entonces de cómo abundan los restaurantes en Bruselas. Paso por un quiosco y una típica revista de moda pone en su portada: "Yendo al psiquiatra con tu bebé", lo leo dos veces porque creo haberlo entendido mal. Paso al lado de una gasolinera de Lukoil, buen símbolo del nuevo poder que emerge y que va a comerse la UE. Tropiezo con un adoquín arrancado, estoy muy cansado. Llego por fin al hotel y les pido que me avisen al día siguiente, y que me encarguen el taxi. Me derrumbo en mi cama, anhelando las seis horas de sueño que quizá hoy consiga. Quiero volver a casa, a mi casa: quizá esté a punto del colapso económico, pero, no sé, algo me dice que en el resto de sitios las cosas no están tan bien como dicen.
Epílogo
Lo dicen los anglosajones: el diablo está en los detalles. Así lo vi al mirar por la ventana del tranvía que no llegó hasta nuestro destino. No es el cenit del petróleo, el Peak Oil, pero sí el cenit de la representación de nuestra obra de teatro como sociedad. Fíjense en el rótulo del lado derecho...
Al menos al volver a casa he tenido el consuelo de oír por primera vez la expresión "Oil Crash" en una televisión de ámbito nacional: Quim en La Sexta.
AMT